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La fiesta de la Ascensión del Señor nos sugiere también
otra realidad; el Cristo que nos anima a esta tarea en el mundo, nos espera
en el Cielo. En otras palabras: la vida en la tierra, que amamos, no es
lo definitivo; «pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino
que andamos en busca de la futura» (Heb 13, 14) ciudad inmutable.
Cuidemos, sin embargo, de no interpretar la Palabra de Dios en los límites
de estrechos horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices
mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el
más allá. Dios nos quiere felices también aquí,
pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo
Él puede colmar enteramente.
En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales,
la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo
como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo,
una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos
los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla
y fuerte en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones.
Cristo nos espera. «Vivimos ya como ciudadanos del cielo» (Phil
3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades,
de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la
alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios.
Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta
en número y en santidad este ejército cristiano de paz,
este pueblo de corredención. Seamos almas contemplativas, con diálogo
constante, tratando al Señor a todas horas; desde el primer pensamiento
del día al último de la noche, poniendo de continuo nuestro
corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a Él
por Nuestra Madre Santa María y, por Él, al Padre y al Espíritu
Santo.
Es Cristo que pasa, 126.
Fragmento de una homilía pronunciada en la solemnidad
de la Ascensión del Señor en 1966. |