Textos escogidos de san Josemaría Escrivá |
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Jesucristo, Señor Nuestro, con mucha frecuencia nos propone en su predicación el ejemplo de su humildad: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). Para que tú y yo sepamos que no hay otro camino, que sólo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia. Por nosotros, Jesús vino a padecer hambre y a alimentar, vino a sentir sed y a dar de beber, vino a vestirse de nuestra mortalidad y a vestir de inmortalidad, vino pobre para hacer ricos (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 49, 19).
"La
oración" es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria
y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo
lo espera de El y nada de sí mismo.
Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia (1 Pet 5, 5), enseña el Apóstol San Pedro. En cualquier época, en cualquier situación humana, no existe más camino —para vivir vida divina— que el de la humildad. ¿Es que el Señor se goza acaso en nuestra humillación? No. ¿Qué alcanzaría con nuestro abatimiento el que ha creado todo, y mantiene y gobierna cuanto existe? Dios únicamente desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que —hablando al modo humano— quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón. Porque el Dios que nos inspira ser humildes es el mismo que transformará el cuerpo de nuestra humildad y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas (Fp 3, 21). Nuestro Señor nos hace suyos, nos endiosa con un endiosamiento bueno.
Cuanto más grande seas, humíllate más y hallarás gracia ante el Señor (Ecles 3, 20). Si somos humildes, Dios no os abandonará nunca. El humilla la altivez del soberbio, pero salva a los humildes. El libera al inocente, que por la pureza de sus manos será rescatado. La infinita misericordia del Señor no tarda en acudir en socorro del que lo llama desde la humildad. Y entonces actúa como quien es: como Dios Omnipotente. Aunque haya muchos peligros, aunque el alma parezca acosada, aunque se encuentre cercada por todas partes por los enemigos de su salvación, no perecerá. Y esto no es sólo tradición de otros tiempos: sigue sucediendo ahora.
Os recuerdo que si sois sinceros, si os mostráis como sois, si os endiosáis, a base de humildad, no de soberbia, vosotros y yo permaneceremos seguros en cualquier ambiente: podremos hablar siempre de victorias, y nos llamaremos vencedores. Con esas íntimas victorias del amor de Dios, que traen la serenidad, la felicidad del alma, la comprensión.
¿Quieres vivir la audacia santa, para conseguir que Dios actúe a través de ti? —Recurre a María, y Ella te acompañará por el camino de la humildad, de modo que, ante los imposibles para la mente humana, sepas responder con un «fiat!» —¡hágase!, que una la tierra al Cielo.
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