Un gran amigo

Salvador Bernal. Nuestro Tiempo, Diciembre, 2001
Siempre consideró su honra bien guardada en las manos de Dios Con frecuencia, cuando tengo que escribir sobre el Fundador del Opus Dei, me viene a la mente el 17 de mayo de 1992, día de su beatificación por el Papa Juan Pablo II. A causa de mi oficio informativo, me tocó vivir esa jornada desde Madrid. Residía entonces en un edificio de la calle Diego de León en la capital española. A las diez de la mañana de aquel domingo, pude seguir la ceremonia, a través de la televisión, a muy pocos metros del oratorio al que acudió una noche de 1942 Josemaría Escrivá: "Señor, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?".

Eran años de posguerra en España. La Iglesia había recuperado la libertad perdida. Para el Fundador del Opus Dei, no fueron tiempos de victoria, sino de cruz. En esa época de triunfalismo, el Fundador del Opus Dei debió de ser uno de los pocos eclesiásticos al que era lícito insultar. Se le puso como un trapo. Dios le bendijo con la contradicción de los buenos, como se puede deducir de dos puntos de Forja, 803 y 1.052, escritos en tercera persona, como si de otro se tratara: "Hijo, óyeme bien: tú, feliz cuando te maltraten y te deshonren; cuando mucha gente se alborote y se ponga de moda escupir sobre ti, porque eres omnium peripsema –como basura para todos...".

Se veía considerado como toda la porquería del mundo, como un pobre gusano, y no le resultaba fácil aceptar esa dura Voluntad de Dios, porque tenía un carácter enérgico, sensible a la libertad y a las injusticias y era bien consciente del valor radical de la buena fama para los hombres. Cuando Mons. Escrivá de Balaguer evocaba con rapidez estos sucesos, en Buenos Aires, una tarde de 1974, añadía: "y me costaba, me costaba porque soy muy soberbio, y me caían unos lagrimones...". Lo cierto es que se abandonó por completo en las manos de Dios y renunció a defenderse.

En Forja 1.052, quedó estampada la plegaria del Fundador del Opus Dei en aquellas horas de desconsuelo: "Jesús mío, ¿qué iba a darte, fuera de la honra, si no tenía otra cosa? Si hubiera tenido fortuna, te la habría entregado. Si hubiera tenido virtudes, con cada una edificaría, para servirte. Sólo tenía la honra, y te la di. ¡Bendito seas! ¡Bien se ve que estaba segura en tus manos!". Pienso que esta escena refleja la riqueza de matices que presenta la vida del beato Josemaría. Como escribí en 1976, son muchas y muy ricas las facetas de su personalidad y de su doctrina. Están, de otra parte, tan trabadas por una unidad de vida sencilla y fuerte, que se resisten a la descripción minuciosa: existe el peligro de despiezar, o de caricaturizar simplistamente, una existencia llena de contrastes, que rompió –y sigue rompiendo– muchos esquemas.

Ya en el Cielo es imposible ocultar su presencia

Sin embargo, me lancé a preparar con relativa rapidez un extenso reportaje, que se tituló Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei. Un gran lema de su existencia había sido: "Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca". Pero, culminado su camino en la tierra, era ostensible la urgencia de disponer de unas páginas biográficas que dieran razón de sus luchas y esperanzas. Buena prueba de esa necesidad fue el éxito editorial de Apuntes, confirmación evidente del interés de miles de personas en conocer más de cerca a quien tanto había influido en sus almas.

Se sucedieron las ediciones y las traducciones: no por mérito del periodista, sino porque la figura del futuro beato Josemaría se iba acrecentando desde su fallecimiento en Roma. Al renovado interés de tantos hacia su personalidad, se añadía el crecimiento de la presencia activa de su espíritu en todos los rincones del planeta, a través de sus abundantes escritos y del trabajo apostólico del Opus Dei.

Aunque el autor es el menos indicado para decirlo, la realidad es que esos Apuntes siguen teniendo vigencia, porque ofrecen una introducción sencilla y ágil a la vida del beato Josemaría y a los aspectos centrales de la institución que fundó en 1928. Así he tenido oportunidad de comprobarlo en media España con motivo de las presentaciones de dos obras posteriores: Recuerdo de Alvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, de 1996; y Memoria del Beato Josemaría Escrivá, de 2000.

En mi primer libro utilicé muchas referencias autobiográficas que se le escapaban ocasionalmente a Mons. Escrivá de Balaguer –a veces, relatadas en tercera persona–, sobre todo durante los viajes de catequesis que realizó en el tramo final de su vida: por la Península Ibérica en 1972, por diversos países de América en 1974 y 1975. Apuntes se basó, además, en los testimonios verbales y escritos de infinidad de personas del mundo entero.

Es unánime el sentir de que tenía un gran Corazón UN GRAN CORAZÓN
A lo largo de los años, el beato Josemaría triunfó plenamente en su propósito de pasar inadvertido. Solamente después del 26 de junio de 1975 pude comprobar la amplitud y la calidad de gentes que le querían y admiraban en silencio, sin expresarlo externamente. A partir de su fallecimiento, en todas partes se publicaron artículos, comentarios, recuerdos, que venían a exponer el afecto ante el amigo desaparecido y a mostrar en público la gratitud que no se habían atrevido a manifestar antes, porque Mons. Escrivá de Balaguer no lo toleraba: las gracias –señalaba a menudo– sólo a Dios deben darse. La realidad es que tuvo muchos amigos y fue un gran amigo; y sigue siendo amigo de cuantos recurren confiadamente a su intercesión.

En mis contactos con quienes le conocieron y trataron, aunque eran mujeres y hombres muy distintos, advertí idéntica reacción. Todo fueron facilidades: como si me agradecieran poder lanzar al fin a todos los vientos vivencias íntimas que no querían conservar sólo para ellos, pues podían ayudar a otras almas, en servicio de la Iglesia.

Pude así recoger infinidad de detalles de su carácter, de su modo de ser y de comportarse, en anécdotas y recuerdos vivos y recientes, que hicieron posible mi aproximación a una tarea que se me antojaba muy ardua: transmitir, a los que no tuvieron oportunidad de conocerle personalmente, el calor humano y espiritual –el gran corazón– de Josemaría Escrivá de Balaguer.

Muy humano muy sobrenatural y muy alegre

Todos coincidían en subrayar su alegría, su afecto, incluso cuando tenía que reprenderlos. Les había quedado grabada en el alma la lumbre de su mirada, la expresión cariñosa de sus ojos, la solicitud acogedora de su rostro, la facilidad de su sonrisa, la expresividad amable de sus gestos, sus brazos abiertos.

También yo he tenido ocasión de pasar a su lado momentos inolvidables. Y conservo una inefable impresión de alegría, de cariño humano, de desbordamiento sobrenatural, de profunda unidad de vida, manifestación evidente de que para ser divinos hay que ser muy humanos. Desde 1976, más de un periodista me ha planteado –acaba de hacerlo de nuevo el director de Nuestro Tiempo, al encargarme estas páginas– que le resumiera el rasgo más acusado, a mi juicio, de la personalidad del beato Josemaría. Y sólo he sabido responder con circunloquios: he conocido a un sacerdote que sólo hablaba de Dios, pero era profundamente humano, un gran amigo con muchos amigos. Tenía un corazón grande –repito–, feliz, optimista, con esa alegría de vivir que es patrimonio de los hijos de Dios, y se fundamenta en el amor a la Cruz y en el sacrificio silencioso, escondido, heroico.

Armonizaba un lenguaje brillante y castizo, con la precisión exacta del teólogo profundo y del jurista fino. Asombraba su espontaneidad para referirlo todo a Dios, con una amable naturalidad y un punzante sentido del humor.

Quizá la honda fusión de estos y tantos otros aspectos es decisiva en su existencia y constituye una de sus grandes aportaciones a la espiritualidad cristiana de todos los tiempos: la unidad de vida.