La raíz aragonesa del beato Josemaría

Hugo de Azevedo. Nuestro Tiempo, Diciembre, 2001
Le gustaba mucho cantar y cantaba bien Si el Fundador del Opus Dei decía que siempre resonaban en su alma las campanas de la iglesia de Santa María de los Angeles que escuchó el 2 de octubre de 1928, yo jamás olvidaré el momento en que le conocí y le oí por primera vez cantar. Fue en Oporto, el 14 de octubre de 1948. Él subía las escaleras de la Residencia universitaria de Boavista y cantaba una alegre canción popular romana, un ritornello de amor a la Ciudad Eterna.

Me apena que no se haya podido conservar algun registro de su canto, que tantas veces escuchamos y acompañamos. Me duele por los demás, porque yo lo tengo bien grabado en el alma. Entre las muchas canciones que le gustaban, se contaban, naturalmente, las jotas aragonesas. Recuerdo especialmente aquella que le oí –y que un día le cantó al cardenal Tedeschini, para que se "la dijese" al Papa–:
El querer sin esperanza
es el más lindo querer.
Yo te quiero y nada espero...
¡Mira si te quiero bien!

La jota es un canto recio siempre aunque sea de amor

La jota es una canción de montaña, fuerte, vibrante, clara como el agua, nítida como las siluetas serranas, escueta y firme, que hay que cantar a plena voz. Una de estas canciones dice de sí misma:
La jota, cuando se canta,
sabe a pólvora y a incienso.
Es clarín en las batallas
y oración en el templo.

En efecto, entre las canciones populares, la jota permite cantar, y trata, en efecto, los más diversos temas. Mientras el folclore musical de muchos países y regiones se concentra en el amor hombre-mujer, hombre-tierra y hombre-Dios (o María, o algún santo), y sólo raramente trata de otros afectos corrientes –la patria, los padres, los hermanos, los hijos, los amigos..–, la jota los canta a todos con igual vibración y con tonalidades muy propias, y muy viriles, como no es común. Nótese, por ejemplo, cómo el mismo amor femenino se presenta en una de ellas:
Mi amor me dijo a mí anoche
que cantara y no llorara,
que echara penas al aire
pero que no la olvidara.

Es ella misma quien recomienda a su novio que se mantenga alegre y feliz, a pesar de la separación; lo importante es que siga queriéndole a todas horas. No conozco ninguna canción amorosa con este sentido tan recio.

Siempre conectó humanamente con el sentir de su tierra aragonesa LA RECIEDUMBRE ARAGONESA
La reciedumbre, término de difícil traducción en otras lenguas, es justamente una de las notas sobresalientes del canto aragonés. Del amor resalta sobre todo la "firmeza", piedra de toque de su "verdad", más que el simple "sentimiento". Del hombre, su valentía y lealtad. De la amistad, las obras, más que las palabras. Y, aunque exprese con profundo dolor los disgustos amorosos, por regla general la jota es un canto animoso, heroico y alegre, en medio de la dureza de la vida. Si una dice:
De llorar me quedé ciego
cuando la vi que era muerta.
¿Para qué quiero los ojos
si no he de volver a verla?

Otra señala que no le importa la muerte de su querida "zagala", porque la conserva dentro de sí para siempre. Y, si a la jota no le falta picardía alguna vez, el amor se presenta limpio, delicado y sano:
Baja, niña, al piso bajo
y hablaremos por la reja
cuatro palabras de amor
antes que el sol amanezca.

O esta otra:
Capullico, capullico,
ya te estás volviendo rosa.
Ya va llegando el tiempo
de decirte alguna cosa.

¿Por qué me extiendo en consideraciones sobre la jota? Porque me parece que la idiosincrasia aragonesa se refleja especialmente en esa canción popular, y nos permite comprender mejor algún rasgo de la personalidad del Fundador del Opus Dei, lo que a su vez nos facilita comprender mejor su espíritu.

Un hombre que amaba con todo el corazón

UN HOMBRE QUE SABIA QUERER
El beato Josemaría Escrivá, como él mismo confesaba con sencillez, era un hombre "que sabía querer" –y por eso "no necesitaba perdonar", comentaba–. Era un hombre que sabía amar apasionadamente ("con locura") a Dios, a Jesucristo, a la Virgen, a San José, a los ángeles, a muchos santos de su particular devoción, a la Iglesia, al Papa, a Aragón y a España, a cada nación como si fuese la única, al mundo entero, a sus parientes, a sus hijos, a amigos y enemigos... No conocí a nadie que supiese amar tanto y tan bien como él, sin miedo a desilusiones ni sufrimientos: "Mi vida es toda de amor –le gustaba citar a Campoamor, pidiéndonos disculpas, con una sonrisa, por su refinado romanticismo–, y si en amores soy ducho,/ es por fuerza del dolor,/ que no hay amante mejor/ que aquel que ha llorado mucho".

Y si Dios le concedió este don, lo hizo en primer lugar a través del ambiente familiar y popular de su tierra. En efecto, los aragoneses son maestros en poner el corazón, todo su corazón, en todo lo que hay que amar. Y vale la pena aprender de ellos la lección que aprendió desde niño el beato Josemaría. Se trata de no "dividir" el corazón en partes mayores y menores, según la distinta "categoría" de sus objetos.

El corazón se puede y se debe poner, por Cristo, por completo en todo lo que lo merece, y crecer en intensidad afectiva sin ningun límite, porque todos los amores honestos constituyen un solo amor: no se contradicen jamás; no se auto-limitan, sino que se refuerzan mutuamente. Y porque, además, no es posible "excedernos" en el amor que debemos a lo que debemos amar, sea lo que sea: Dios, patria, familia, mundo, tierra o profesión, amigos, cada hermano, etcétera.

A partir de la educación familiar VIRTUDES HUMANAS
En casa y en su tierra el beato Josemaría recibió, pues, una educación humana preciosa, a la que correspondió, por gracia divina, con inmensa generosidad y profundo sentido sobrenatural, y de la que el Señor se sirvió para plasmar uno de los aspectos determinantes del espíritu del Opus Dei. ¡Cuántas veces el cristiano que aspira a la santidad se ve perplejo por el error de confundir el desprendimiento afectivo con el desprendimiento de los afectos! Cuando de lo que se trata es del desprendimiento de sí mismo, justamente uno de los efectos del verdadero amor... Hay que desprenderse tan sólo (¡y cuesta!) del amor propio, del egoísmo, que es el no-amor. Hay que "perderse" en Dios y en los demás, sin mirar a goces sentimentales. Hay que desprender el corazón para aquello a que se destina, y no desprenderse del corazón.
La escuela del corazón y los efectos como fundamento del carácter El sentimiento es algo muy humano, no en el sentido de ser una debilidad, sino de formar parte integrante de la naturaleza humana, que la gracia no destruye. Lo vemos en Jesucristo en todas sus facetas, con una intensidad enorme. La clave de la perfección amorosa reside en el acierto de nuestros amores; no en negarnos al sentimiento o en mermarlo. Es verdad que amar no significa rigurosamente "sentir"; significa "benevolencia", y consiste en el bien querer, aunque trabajoso; pero el hábito de dejar correr el sentimiento siempre que se quiere bien, ayuda mucho a bien hacer, a la caridad, al amor auténtico. De donde resulta que la buena educación afectiva, sentimental, contribuye poderosamente a la santidad. Y verificamos que los aragoneses son privilegiados en ese aspecto: desde niños les ponen en el corazón fuertes y acertados sentimientos. Saben amar mucho, bien y sin límites:
Si fuesen goticas de agua
lo que a mis padres yo quiero,
de mi corazón saldría
¡un río mayor que el Ebro!

o:
El amigo verdadero
ha de ser como la sangre.
Ha de acudir a la herida
sin tener que ir a buscarle...

Las "virtudes humanas", que tanto apreciaba el beato Josemaría Escrivá como base de las sobrenaturales, quizá puedan resumirse en esta buena educación afectiva. En realidad, ¿qué son las virtudes naturales, sino hábitos de correcta e inmediata reacción, casi instintiva, ante las mil diferentes situaciones de la vida? Y ¿de dónde proceden nuestras reacciones primarias, sino de los sentimientos que cultivamos en consonancia con el bien que queremos alcanzar?

Su atractiva franqueza

VERDAD Y SINCERIDAD
En Aragón, la verdad, la sinceridad, va siempre por delante:
Qué sería un baturrico
sin la cabecica atada,
si aun teniéndola atadica
'ice las cosa tan claras.

Recuerdo la respuesta de una niña de diez años, después de una "tertulia" multitudinaria con el Fundador del Opus Dei, en Lisboa, cuando le preguntaron qué pensaba de él.

¡Que es un santo!, dijo sin vacilar un segundo.
¿Un santo? Pero ¡si no hizo ningún milagro!?, bromeó el preguntón.
¡Sí que lo hizo!
¿Qué milagro?, señaló, atónito, el otro.
Contestar tan deprisa.

La niña se había dado cuenta de que las respuestas tan rápidas y tan certeras del beato Josemaría eran algo extraordinario. Sólo podían proceder de mucha virtud y de mucha gracia del Espíritu Santo, y de un gran corazón, bien "ducho en amores", bien templado por su fuerte raíz aragonesa, que él agradeció expresamente muchas veces a Dios, y de la que se sentía noblemente orgulloso.