Homilía de Mons. Echevarría en la catedral de Murcia
Palabras que Mons. Echevarría dirigió a los fieles en la Eucaristía celebrada con motivo del Congreso Eucarístico internacional Universitario, organizado por la UCAM. 12 de noviembre de 2005.
 


       1. Queridos hermanos y hermanas.

       Me llena de gratitud estar aquí con vosotros. En especial quiero agradecer a José Luis Mendoza, rector de la Universidad Católica de San Antonio, y a Monseñor Ureña, administrador apostólico, la organización de este Congreso Eucarístico en Murcia. Estoy convencido del gran bien que supone para la Iglesia y para las almas.

       A medida que nos acercamos al término del año litúrgico, la Iglesia nos recuerda con mayor insistencia la realidad de nuestro destino eterno. Dios nos ha prometido una felicidad sin fin, que Jesucristo nos ha obtenido mediante su pasión, muerte y resurrección. De esa bienaventuranza es prenda la Santísima Eucaristía, reservada en los sagrarios de nuestras iglesias. Allí, bajo las especies sacramentales, se encuentra realmente presente el mismo Cristo glorioso que ascendió al Cielo: el mismo que un día tendremos la dicha de contemplar cara a cara, con el Padre y el Espíritu Santo, si somos fieles a nuestra vocación cristiana hasta el final de nuestra vida terrena. Las palabras de la antífona de entrada son, verdaderamente, una consoladora realidad. Dice el Señor: tengo designios de paz y no de aflicción; me invocaréis y Yo os escucharé, os congregaré sacándoos ele, países y comarcas por donde os dispersé.

       ¡Qué bueno es nuestro Padre Dios! ¡cómo se complace en cada uno de sus hijos e hijas, a quienes ha regenerado en el Bautismo y alimenta con su gracia en los demás sacramentos, especialmente en el de la Penitencia y en el de la Eucaristía. Dirijámonos, pues, a Él llenos de agradecimiento, con las palabras de la oración colecta de la Misa de hoy: Señor, Dios nuestro, concédenos vivir siempre alegres en tu servicio, porque en servirte a ti, Creador de todo bien, consiste el gozo pleno y verdadero.

       Esta alegría, que empapa la existencia de los cristianos, colmándonos de paz y serenidad, es compatible con el pensamiento de que, al final de nuestros días terrenos, el Señor nos pedirá cuenta del uso hecho de los dones que nos ha concedido. Lo recuerda San Pablo a los fieles de Tesalónica y a todos los cristianos, para que permanezcamos vigilantes: sabéis perfectamente que el día del Señor llegará como un ladrón en la noche. A algunos, ese momento quizá les sorprenda desprevenidos, porque no se han preocupado de caminar en la claridad de Jesucristo, que es la luz del mundo (Jn 8, 12). Mas vosotros, hermanos –sigue San Pablo– no vivís en tinieblas para que ese día no os sorprenda como un ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y despejados. No temamos, porque nuestro Dios es Señor de paz, que mira con predilección a quienes luchan por ser fieles, por vivir en cristiano día tras día.

       2. Esta misma enseñanza se recaba de la parábola de los talentos, proclamada en el Evangelio. Considerémosla con atención.

       Jesús nos habla de un señor que, al emprender un largo viaje, confía a sus servidores la administración de su hacienda. De cada uno espera que, durante su ausencia, haga fructificar esos bienes. Unos sacan más, otros menos, según la capacidad y los medios recibidos; pero todos trabajan responsablemente. Todos menos uno: aquel a quien el dueño llama negligente y holgazán, porque en lugar de negociar con el capital recibido, lo esconde en tierra dejándolo improductivo. Y así como los otros reciben el premio merecido por su trabajo, éste no; éste será arrojado fuera del Reino de los cielos, a las tinieblas exteriores, donde habrá siempre llanto y rechinar de dientes; es decir, una eterna tristeza y un lamento estéril, porque ya habrá acabado el tiempo de merecer.

       La enseñanza de este pasaje es clara: no basta haber recibido el Bautismo, estar en la Iglesia y dejar que pase el tiempo, sino que con sincera alegría es preciso trabajar de firme, cada jornada, en la tarea de la santificación personal y de los demás. ¿Dónde? En medio de los afanes del mundo. ¿Cómo? Tratando a Jesucristo en el Pan y en la Palabra –en la Eucaristía y en la oración– y cumpliendo a conciencia los deberes del propio estado, con el empeño humano y sobrenatural de hacer rendir los talentos recibidos. La vocación cristiana no nos aparta de las nobles lides entre las que se desenvuelven nuestros iguales, sino que nos lanza a esos afanes –fortalecidos por la gracia–, con la grandiosa e inefable misión de convertirlos en instrumentos de santidad personal y de apostolado.

       Esta verdad ha sido proclamada con fuerza por el Concilio Vaticano II y por el sucesivo magisterio eclesiástico, dirigiéndose especialmente a los fieles laicos. Se ha procedido de este modo sobre la base de la experiencia viva de la Iglesia, testimoniada por la enseñanza de algunos grandes santos, entre los que es de justicia recordar a San Josemaría Escrivá de Balaguer. En efecto, desde 1928, el Fundador del Opus Dei predicó incansablemente este anuncio, mostrando al mismo tiempo cómo llevarlo a cabo. Apoyado en la Sagrada Escritura, con una ayuda especial del Señor, recordó a los cristianos la llamada universal a la santidad y les confirió con San Pablo: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios. Así lo concretaba: se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que –en ese movimiento– se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios (1 Cor 10, 31).

       Deo omnis gloria!, me gusta repetir: hagamos todo para la gloria de Dios, no para satisfacer mezquinas ambiciones personales. El afán de prepararse lo mejor posible para la profesión: el deseo de adquirir una profunda formación en todos los órdenes, que facilite el acceso a puestos de responsabilidad en la sociedad; todas las ambiciones nobles y legítimas que debéis cultivar, han de estar medidas por el metro del amor a Dios y del servicio generoso a los demás. Lo expresa el Salmo responsorial al referirse al hombre justo –el hombre que teme a Dios, en el lenguaje de la Sagrada Escritura– y en el elogio de la mujer trabajadora, que hemos escuchado en la primera lectura. Dichoso el que teme a Dios y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. Este temor no es algo que sobrecoge, sino el deseo filial de no entristecer a nuestro Padre Dios.

       3. Este programa de vida cristiana, aunque arduo como todo lo que mucho vale, se puede cumplir gracias a que el Señor Jesús permanece junto a nosotros en la Sagrada Eucaristía. Él es el Pan de vida, que se nos ofrece como alimento para fortalecer nuestra alma en el camino hacia el Cielo. Como en Cafarnaúm, cuando anunció este gran misterio, nos recuerda que nada más justo que preocuparse por el pan material, pues lo necesitamos como criaturas humanas; pero más importante aún se demuestra el afán de no descuidar el sustento espiritual. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello.

       Desgraciadamente hoy, como en todas las épocas, una tentación nos acecha: presentar como incompatibles la finalidad terrena y la motivación trascendente del trabajo; ver como una oposición entre la labor que realizamos para subvenir a nuestras necesidades en este mundo y lo que se refiere a la vida eterna. Es la gran tentación que denunciaba con fuerza San Josemaría ante millares de personas, en una célebre homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra. ¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.

       Nuestro Señor, cuando se encontraba sobre la tierra de Palestina, trabajó con mente y manos de hombre, como nosotros. Primero en Nazaret, durante muchos años; luego, con su andar por aquellos caminos, predicando el Reino de Dios, operando milagros, formando a los Apóstoles y discípulos ... Finalmente, en la Cruz: su pasión y muerte fueron los "trabajos" más grandes que realizó, para conseguir una vida nueva a todos los hombres y mujeres. Esos santos cometidos del Señor han cambiado radicalmente la perspectiva del que-hacer humano, recuperando la dimensión trascendente que estaba oculta por el pecado.

       ¿Y qué es la Eucaristía, sino la actualización sacramental del sacrificio del Calvario? ¿Hay algo más corriente y sencillo que el pan y el vino? Sin embargo, constituyen la materia de Santísimo Sacramento. Gracias al poder de las palabras de Cristo en la Misa y a la fuerza del Espíritu Santo, esos alimentos tan nuestros, tan de este mundo, se convierten en Cuerpo y Sangre del Verbo encarnado. Bajo esas apariencias se esconde verdaderamente el Rey de reyes y Señor de señores. Si unimos nuestras tareas, aun la más materiales, al Sacrificio eucarístico, adquieren valor para toda la eternidad

       Queridos hermanos y hermanas. Muchas reflexiones se pueden deducir a propósito del augusto Sacramento de la Eucaristía, y muchas se han escuchado a lo largo de este Congreso Eucarístico Internacional. Pero, por mucho que nos afanemos los hombres, nunca se agotará su estudio, pues se trata de un prodigio de amor que nos supera absolutamente. Bien podemos aplicar al Sacrificio del Altar, incluso con mayor motivo, lo que los teólogos afirman de la Virgen: de Eucharistia numquam satis, nunca se profundizará suficientemente en el conocimiento de la Santa Eucaristía; nunca se adorará a Jesús ni se le agradecerá suficientemente por esta prueba de amor que nos ha dado.

       Os ofrezco una sugerencia práctica concreta, que podría ser una buena conclusión de estos días de mayor intimidad con Jesucristo: el esmero por cuidar la participación en la Misa dominical. Con palabras del Santo Padre, os animo a «redescubrir la alegría del domingo cristiano. Debemos redescubrir con orgullo el privilegio de participar en la Eucaristía, que es el sacramento del mundo renovado. La resurrección de Cristo tuvo lugar el primer día de la semana, que en la Escritura es el día de la creación del mundo. Precisamente por eso, la primitiva comunidad cristiana consideraba el domingo como el día en que había iniciado el mundo nuevo, el día en que, con la victoria de Cristo sobre la muerte, había iniciado la nueva creación» : esos cielos nuevos y esa tierra nueva que esperamos, según su promesa , y que ya ahora estamos preparando con nuestro trabajo en medio del mundo, bien unidos a Cristo en la Eucaristía.

       Acudamos a la Santísima Virgen –Mujer eucarística, como la llamó Juan Pablo Il en su última encíclica– para que Ella, en el Cielo, donde vive eternamente junto a su Hijo, le presente las acciones de gracias, los propósitos, los afectos más profundos de nuestro corazón. Así sea.