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Novena a la Inmaculada Concepción "Fe como María" 30 de noviembre, día primero
Comenzamos la Novena de la Inmaculada. Hemos venido para aprender de Ella, de nuestra Madre. Supongo que para todos nosotros son días de especial ilusión. Tiene que significar, en la vida de cada uno de nosotros (de cada uno), un encuentro personalísimo con la Virgen, un encuentro personalísimo con el Señor. Cada uno, cada una, personalmente. Quiero insistir en este punto. Porque la Virgen nos quiere a cada uno de una manera única. "Te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo", decía san Josemaría. Y no son sólo palabras bonitas, es verdad, radicalmente verdad. Por una especial gracia de Dios, María es madre de cada uno: todo su amor, toda su ilusión y todo su orgullo de madre se vuelca en cada uno de nosotros. Por eso añadía, "nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces". Éste es el lema de esta Novena. Vamos a encontrarnos personalísimamente, cada uno, con Ella, para ver qué me tiene que decir a mí en particular. Y lo que nos comunica la Virgen es la voluntad de Dios para cada uno (tomarnos más en serio a Dios, salir de nuestro egoísmo, superar ese defecto...: a cada uno lo suyo), pero nos lo dice de una manera que nos llega más, de una manera maternal. Y, con los ojos de María, vamos a mirar a nuestro Dios (a tú Dios, al Dios de cada uno). A ese Dios que es nuestro Padre; vamos a ver cómo es Él, a sorprendernos con esa manera tan genial de ser que tiene. Porque a ese Dios Padre no lo miramos lo suficiente. Ni a Jesús, nuestro hermano y amigo: no lo miramos lo suficiente. Vamos a mirarlos con atención, para llevarnos grandes sorpresas. Tal vez, el lugar en el que estamos no parezca ayudar. Un lugar un tanto prosaico, un polideportivo, un lugar que se utiliza para muchas cosas. Y también uno puede estar un poco abrumado por la solemnidad de la Misa, o por la cantidad de personas. Formamos parte de un acontecimiento, que ciertamente es en honor de la Virgen. Pero al ser nosotros parte del espectáculo (por decirlo de alguna manera) nos podemos distraer con ese espectáculo: ¡cuántos hemos venido!, y por eso quedarnos en quién ha venido, y con quién. Quedarnos en ver y ser vistos. Lo mejor sería que estuviéramos solos, o unos pocos, en una ermita antigua en mitad de un bosque, en un lugar apartado, consagrado por los siglos, la soledad y la piedad. Por el silencio. Un sitio al que hubiera que llegar después de recorrer un largo camino. Y así encontrarnos con nuestra Madre, a solas, cara a cara. Y así que cada uno pudiera encontrarse con su propia vida. A eso hemos venido y seguiremos viniendo durante estos días, con esa intención de estar a solas con nuestra Madre, huyendo del anonimato. Voy a hablar con mi Madre, me voy a su ermita. Y estando como estamos en el centenario de san Josemaría, vamos a mirar a la Virgen (porque a Ella tampoco la miramos lo suficiente) a través de él, como la miraba y la quería él, de una manera realmente conmovedora. Cuando alguien le preguntaba cómo vivía él alguna virtud, él reaccionaba enseguida diciendo que no era ejemplo de nada, que no teníamos que imitarle, que si acaso le podíamos imitar en su cariño a la Virgen. Los santos nos permiten ver mejor a través de ellos, nos ayudan a llegar a Dios a través de ellos. No oscurecen la mirada, como haría un cristal opaco. Son la transparencia, nos dan las luces que necesitamos para mirar a Dios, hacen a Dios visible a nuestros ojos. Mirarla a Ella. Aprender de Ella. Y como afirmaba con inmenso cariño el fundador de la Universidad: "Lecciones que nos recuerda hoy Santa María. Lección de amor hermoso, de vida limpia, de un corazón sensible y apasionado, para que aprendamos a ser fieles a Dios". Madre mía, ¿qué significa que seas inmaculada, sin mancha? ¿Qué realidad gozosa estamos celebrando estos días? Que seas Inmaculada significa que eres totalmente inocente, con la inocencia más profunda que uno se pueda imaginar. Inocente. Dios quería hacerse hombre, quería entregarse de una manera inaudita, indefensa, absoluta. Vaciarse, desvestirse de Dios y vestirse con nuestra carne. Tan ingenua era su entrega, tan desmedido su amor, tan inocente su gesto en este mundo lleno de egoísmos y de intereses, que necesariamente tenía que hacerse niño, como contemplaremos esta Navidad. La entrega de Dios, el amor de Dios, resultó ser el de un niño. Pero ¿quién lo podía recibir? Para recibir un amor, cualquier amor, antes hay que saber entenderlo; y más si se trata de un amor así. Esto lo comprendemos muy bien: muchas veces damos nuestro cariño, y no lo reciben bien, no lo entienden, no lo valoran, y nos sentimos frustrados. A ese niño-Dios (o a ese Dios-niño, depende de cómo se mire) no podía recibirlo alguien que no se diera cuenta de todo lo que estaba pasando, que no valorara lo que estaba en juego, que no calara en el alcance de ese acto de amor. Para esto hacía falta alguien muy especial. Alguien que fuera transparente, que fuera capaz de mirar a Dios sin mirarse a sí misma. Sólo podía ser consciente de ese amor alguien que fuera totalmente inconsciente de sí misma. Una mujer, la más pura e inocente del mundo. María. Esta es una primera lección que nos enseña nuestra Madre. Porque tú, Madre mía, siempre te estabas fijando en los demás, en sus problemas, en sus preocupaciones, en lo que necesitaban de ti. Y nunca pensabas en ti misma: "no me lo han agradecido lo suficiente, no me devuelven el amor que les doy, no se acuerdan de mí, estoy cansada de ser siempre yo la que da " Esto ni se te pasaba por la cabeza: te dabas y ya está. Tu entrega era rectilínea, nunca se curvaba para volver sobre sí misma, nunca reflexionabas sobre ti misma, siempre eras directa y sincera, no te escondías ni te reservabas nada. Esto es ser pura e inocente. Inmaculada. Porque ¿qué es el pecado? Estos días tienen que ser unos días de conversión personal. Unos días para pedir perdón a Dios por tanta cosa que no va en nuestra vida. Unos días en los que podemos hacer una buena confesión (aprovechando los sacerdotes que hay al efecto). Pero ¿de qué pecado nos tenemos que arrepentir? El pecado es, en el fondo, el egoísmo, el tenerse demasiado en cuenta a sí mismo, el dejar de hacer el bien porque en ese momento no me compensa. Y nosotros somos pecadores, siempre se nos mete ese egoísmo absurdo. Y se nos tuerce la intención, y muchas veces se nos enreda el amor con una mezcla de orgullo, o de pereza o con el miedo, el disimulo, la desconfianza, el querer quedar bien... Pero la Virgen no es así. Tú, Madre mía, ayudabas de verdad, tú, si hacía falta, echabas una bronca (a una amiga, a un pariente) para ayudarle, aunque a ti te doliera más que al que la recibía; no te importaba que esa persona se enfadara contigo, porque lo hacías por su bien; pensarías: "ya se le pasará, pero se lo tenía que decir". ¡Qué buena eres! Nunca te quedabas con nada, nunca te guardabas nada para ti. Todo en ti era entrega ingenua, indefensa, incansable. Esto es lo que celebramos en esta novena. Que haya alguien en este mundo así de bueno, totalmente bueno, infantilmente bueno, alguien tan sencillo y directo (y que por eso nos llega tan directo al corazón), alguien que sea capaz de entender y de recibir a ese Dios niño. Y esta inocencia santa de la Virgen se manifiesta en su fe. Bienaventurada tú, que has creído, le dijo su prima Isabel. ¿Qué quiere decir tener fe? ¿Creer en lo que no se ve, en lo que no se siente? ¿Creer en lo que no se entiende? Suena fuerte, pero es así. Porque creer no es creer en algo, sino en alguien. Es creer en ti, Dios mío. Esta es la maravilla de la fe: creo en ti, que eres mi verdad más profunda. Si sólo voy creyendo cosas, puedo creerlas o no creerlas, o creer en unas sí y en otras no. No resulta demasiado comprometido, yo controlo lo que me creo o no me creo, voy diseñando mi propia fe. Pero creer en Dios es: o todo o nada. Si no te creo en algo, Dios mío, es que no creo en ti, que no creo porque tú me lo dices, que no me fío de tus palabras: sólo creería en mi propio criterio ("esto que me dices me convence, esto otro no"). Para hacerse hombre, Dios necesitaba que alguien le creyera de verdad, hasta el final. Necesitaba a alguien como María. ¿Hasta dónde llega nuestra fe? ¿Hasta dónde nos fiamos de Dios? ¿No será que muchas veces nos fiamos más de nosotros mismos? ¿De lo que vemos nosotros? Cuando surge algo en nuestra vida, algo que nos interesa de verdad, ¿dejamos a Dios colgado, pasa a estar en tercer, cuarto o quinto lugar? ¿Cuánto pesa Dios en nuestra vida? Se suele decir que uno sabe hasta qué punto se fía de un amigo cuando en un asunto importante se pone en sus manos. O que se ve hasta qué punto un montañero se fía de una cuerda cuando hace un rappel con ella. Fiarse de verdad es colgarse totalmente de alguien. ¿Nos colgamos de verdad de Dios? Miremos otra vez a la Virgen. Cuando el ángel le comunica su embajada, ella no pide seguridades ni información. Y, visto humanamente, lo que le esperaba resultaba muy arriesgado, muy comprometido. Porque ¿qué iba a decir ella de su embarazo? Por modestia, por respetar la intimidad de Dios, no podía decir que iba a ser la Madre del Mesías. Además, ¿quién la iba a creer? Y si una mujer desposada resultaba quedar embarazada... ¿Quién es el padre? Si callaba, eso era reconocer su culpa. Y esas mujeres, según la ley, debían ser apedreadas. Esto no se vivía ya, pero sí eran expulsadas de la parentela, lo cual suponía condenarlas a una vida miserable. Y ella sólo dice: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Me fío de ti. Tenía motivos de sobra para preguntar, para poner condiciones, para dudar... Pero no detiene a Gabriel para preguntarle qué pasará, o para pedirle una señal que la defienda. Se fía. Lo suyo no es una fe teórica, una fe sólo de palabra, que se confiesa y nada más. Ella tenía una fe viva, arriesgada, comprometida. Ella se queda indefensa en las manos de Dios. En contraposición, los hombres tendemos a estar cómodos con nosotros mismos. Nos parece más real lo que sentimos, pensamos y entendemos nosotros que lo que Dios pueda querer. Nos gusta mantener el control sobre nuestra vida. Nos conformamos con lo que ya sabemos y con lo que ya hacemos. Pero la fe no se reduce a conocer una serie de verdades y a cumplir con ellas más o menos: ya sé que Dios me ama, ya sé que Dios me perdona, ya sé que mi felicidad está en Dios, ya sé que tengo que mejorar... Muchas veces, saber es muy perjudicial, porque sólo saber, dar por supuestas las verdades esenciales de nuestra fe, nos lleva a olvidarlas, a no vivirlas de verdad. La fe hay que vivirla, y vivirla personalmente, comprometidamente. Y esto cuesta. Esto lleva muchas veces a enfrentarse con Dios en el sentido más pleno de la palabra. Como cuando Jacob luchó con el ángel de Dios toda la noche. O como cuando Moisés se resistió a su llamada (yo no sirvo, si no sé hablar, si soy un pobre pastor, busca a otro). O Jonás, que acabo siendo tragado por un pez.. Ahí había fe, ahí hubo pelea. Resultan hasta divertidos esos forcejeos con Dios. Porque en su resistencia había diálogo con Dios, fe en que Dios decidía y hablaba y pedía. Pero a veces nosotros disolvemos la voluntad de Dios en el ambiente, en lo que ya hacemos, en lo que ya sabemos, en lo que vemos a nuestro alrededor. Nuestra fe es demasiado anónima. Enfrentarnos con Dios, con sus palabras, con sus exigencias, con su mirada. No escondernos de Él. ¡Es tan fácil esconderse!...: basta con centrar la atención en nuestras cosas y ya está. Conformarme conmigo mismo está tirado; y, además, cuando lo hago no me parece que esté haciendo nada malo, todo resulta muy natural: hago lo que siento. Pero no se trata simplemente de hacer cosas buenas y evitar las malas: se trata de lo que tú, Dios mío, quieras de mí, se trata de hasta dónde llega mi confianza en ti. Se trata de poner mi vida en tu amor, dejarme arrastrar por tu corriente de amor, que no sé adónde me llevará, que no controlo, que no dirijo. Seguirte, ponerme confiadamente en tus manos, en tus manos (no en las mías): eso es amar, eso es creer. ¿Por qué Dios nos exige esa fe? ¿No es algo excesivo? ¿No tendría que tratarnos mejor, dejándonos ver con más claridad, darnos más datos? Exige fe porque esto de ser cristiano no es una cuestión automática: introduzco unos datos en el programa, establezco una evidencias y a funcionar. No. Ser cristiano es fiarse comprometidamente de Dios, es arriesgarse por Dios. Ser cristiano consiste en una historia de amor de cada uno con Dios. Y para amar hay que creer, si no es un amor de boquilla. Por eso, Jesús valora tanto la fe, hasta se asombra de esa fe ("mujer, grande es tu fe") porque va dirigida a Él, porque está creyendo en Él. Y por eso se queja ante la falta de fe, porque también es algo personal ("por qué has dudado, hombre de poca fe", "todavía no creéis en mí", "si tuvierais fe", "tanto tiempo que llevo con vosotros y aún no me conoces..."). ¿Por qué siempre vamos buscando evidencias? Queremos verlo todo con nuestros propios ojos. Pero tenemos que aprender a mirar con los ojos de Dios, a sentir con su corazón. Tengo que enfrentarme contigo: sin enfrentamiento no hay amor. Supongo que es bueno que me enfade a veces contigo cuando me cuesta lo que me pides (por qué narices tengo que hacer esto, por qué tengo que ser yo), y que me resista, aunque en el fondo sepa que tú tienes razón; y es bueno también que sienta que tú te enfadas conmigo cuando no hago las cosas bien. Es bueno que notemos esas diferencias entre los dos, que a veces nos peleemos un poco con Dios, porque así la relación es real: Dios no es un muñeco ñoño que me invento yo y que dice que sí a todo lo que hago. Me tiene que costar hacerle caso. Aunque ¡tengo que hacerle caso!, porque ahí está mi felicidad. Él es el que sabe y el que ama, el que me conoce y me quiere de verdad. Y yo tengo que creer de verdad en Él. Pero si no sacrifico mi propio modo de ver y de sentir, si no le entrego mi seguridad en lo que tengo en mis manos, entonces nunca tendré verdadera confianza en Él. Vamos a pedirle a la Virgen que nos alcance de su Hijo esa fe que Ella vivió. |
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