Novena a la Inmaculada Concepción

"Confiados"

2 de diciembre, día tercero


Predica don Eduardo Terrasa

        Los hombres tendemos a utilizar la imaginación para pensar en nuestra vida, para pensar en el futuro, en lo que vamos a hacer, en lo que nos espera. Y así nos vamos midiendo a nosotros mismos. Vamos estableciendo unas fronteras: esto lo podría hacer, esto está a mi alcance, esto está fuera de mi alcance. Me veo, no me veo. Vamos tomándonos la medida. Esto puede ser señal de madurez y de prudencia, de andar con los pies en la tierra. Pero también puede ser señal de estar a la defensiva.

        Ya vimos cómo muchas veces vamos buscando un control, queremos seguridades, queremos ver las cosas con claridad. Nos hacemos una composición de lugar, hacemos nuestras previsiones. "Creo que ya hago suficiente, sobre todo comparado con lo que hace la mayoría de la gente". Nos tomamos la medida y le tomamos la medida a Dios, ponemos a Dios en su sitio, en el sitio que mejor nos va, a una prudencial distancia.

         Imaginamos, y queremos creer que lo que vemos con nuestra imaginación es lo que es. Y nos cuesta romper todas esas defensas cuando Dios o la vida nos pide más, mucho más. Un revés familiar que nos obliga a invertir nuestro esfuerzo en sacar adelante a la familia, o una enfermedad, o Dios que nos pide sacrificarnos más por los demás, salir de nuestra comodidad segura, o que nos pide una mayor entrega a su voluntad. Y entonces, no nos damos por enterados, casi ni escuchamos, y si escuchamos eso que nos pide Dios nos parece algo imposible, impensable, inimaginable.

        Pero nuestra verdad no está en nosotros mismos, no nace de nuestra imaginación, no la proponemos nosotros solos. Nuestra verdad más íntima, lo que de verdad llenará nuestro corazón, aquello que vamos buscando insistentemente casi sin saberlo, está en Dios, lo tiene Dios, lo conoce y lo quiere Dios. Como dice el Apocalipsis, al final se nos dará una piedrecita blanca, donde está escrito nuestro nombre, el nombre que sólo Dios y cada uno de nosotros conoce. Nos reconoceremos en Dios. Nuestra felicidad está en Él, por eso lo mejor que podemos hacer es escucharlo atentamente, como si ahí nos fuera la vida

        Somos el fruto de una llamada de Dios. Cuando Él pronunció mi nombre, el de cada uno, empezamos a ser. Cuando nos nombran las personas a las que queremos, nos parece existir de un modo nuevo, más pleno. Pero cuando nos nombró Dios, todo empezó. Por eso, si me alejo de su llamada, me convierto en un fantasma. Y esa llamada da sentido a todo lo que nos pasa. Todo lo que nos pasa es llamada, es encuentro con Dios: aquella persona, esas palabras oídas de pasada, aquel libro, aquel favor que nos pide un amigo.... Dios va poniendo en nuestro camino aquello que Él quiere, aquello que más necesitamos. Nada es por casualidad. "Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados" (ni la madre más atenta lo sabe, pero Jesús no exagera: hasta ese punto Dios está pendiente de nosotros).

        Esto nos tiene que llevar a tomarnos en serio nuestra vida, todo lo que nos pasa. Todo viene de Dios, es encargo de Dios, es una misión que Dios nos confía. Aunque nosotros podemos ignorar esto, ignorar esas llamadas que me vienen de los demás (lo que me piden, lo que necesitan de mí), y las que vienen de Dios. Incluso podemos despreciar a esas personas que Dios ha puesto a nuestro lado o la vida que nos ha dado (como si nos hubiera tocado en una tómbola de mala muerte). Podemos ir a nuestro rollo. Pero así nos estamos equivocando radicalmente, porque lo que somos de verdad, lo que queremos de verdad, nuestra felicidad verdadera está en lo que Dios nos da y nos pide.

        Y tú lo dijiste: "el mundo pasará, pero mis palabras no pasarán". No podemos escapar de esas llamadas. Podemos resistirlas, intentar no escucharlas. Pero siempre estarán ahí, de una u otra manera.

        Acudamos otra vez a la Virgen. ¿Qué podía significar para una mujer como ella (una humilde doncella de Nazaret) ser la madre de Dios? Era algo inimaginable. Era romper con todo lo que ella podría haber previsto. Era algo que superaba infinitamente sus fuerzas. Pero se lanza a esa aventura divina. No confía en sus fuerzas (ella se cree indigna: Dios la eligió por su bajeza, piensa), no calcula el futuro ni intenta imaginárselo (lo que venga, vendrá de Dios), no mide sus fuerzas. Dios la ha sorprendido con una llamada increíble, y ella se deja llevar por esa sorpresa. Se fía.

        Incluso prefiere no dejarse llevar por la oscuridad de las profecías, no se inquieta ni se echa atrás. Lo del aguafiestas de Simeón: este Niño está puesto para contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el alma. Podría haberse ahorrado la profecía el ancianito. Lo normal es felicitar a la madre por el niño que acaba de tener.

        Y Dios fue rompiendo los planes de la Virgen una y otra vez. Ella prepara el nacimiento en Nazaret como toda madre buena, y tiene que ir precipitadamente a Belén para terminar dando a luz en una cueva. Seguro que la Virgen pensó: ya Dios arreglará las cosas, pero nada: se fue acercando el momento, se fue acercando y zas, en un pesebre. Dios no detuvo la caída. Y cuando ya comprende la voluntad de Dios (el Mesías debía nacer en Belén, la ciudad de David) y se instala con José, a Herodes se le cruza un cable y a Egipto, una tierra extraña con gente extraña. Y así siempre. Hasta la Cruz. Ver a su hijo muriendo, derrotado, y la inscripción que era como una burla: Jesús Nazareno, rey de los judíos. Las misma palabras que utilizó el ángel en la Anunciación. Pero ella no se desespera, no se pone a gritar o a pedir explicaciones. Sufre, calla y ama.

        Estar indefenso ante Dios, ponerse a su disposición, pase lo que pase. Hace tres años, por estas fechas, iba yo por la calle y se me acercó un niño de unos diez años con un pequeño papel en la mano. Yo iba con mi abrigo al cuello y la calle estaba oscura, y supongo que para el niño yo no era más que un extraño vestido de negro. Creí que venía a venderme un boleto de algún sorteo navideño para sacar fondos para un viaje (típico). Pero al llegar a mi altura, el niño soltó un "señor", que me impresionó: fue una expresión tímida, temerosa: algo temblaba en aquella voz inocente. Y continuó: "¿quiere un horario de misas de Pamplona?". Debía llevar todo el día repartiendo esas hojitas que el Arzobispado había hecho imprimir. Seguro que pertenecía a alguna parroquia que había organizado ese reparto. Y seguro que muchos a los que había ofrecido la hojita no le habían tratado muy bien: es tan fácil reírse de un niño y reírse de Dios: son malos socios. Por eso ese temblor en la voz.

        No le dije que era cura. Le agradecí muchísimo la hojita y afirmé con entusiasmo que era una gran idea. Se fue contento y triunfal. Creo que pocas cosas se estaban haciendo en el mundo en ese momento que fueran tan importantes e intensas como lo que estaba haciendo aquel chaval.

        En el Evangelio nos encontramos con la brevísima historia de la viuda que hecha dos moneditas en el cepillo de templo. Esta mujer era viuda y pobre: bien podría haber estado dolida con Dios, por lo mal que le había ido la vida. Pero va y prefiere darle a Dios todo lo que tiene (lo poco que tiene), sin pensar en sí misma (y seguro que esto ya lo habría hecho muchas veces antes), sin pensar en asegurarse primero la existencia para después, desde esa seguridad, darle a Dios lo que le sobraba (como los ricos, que echaban mucho, pero de lo que les sobraba: sin poner en peligro su seguridad). Ni tampoco pensó en lo poco que suponían sus dos moneditas entre tantas monedas de los ricos (qué más da que las eche, casi no se notarán en el recuento final): lo que le importaba era el gesto, lo que te decía a ti, Dios, con ese gesto. Y es para conmoverse. Esa mujer era grande, era una aventurera enamorada, era una ingenua que confiaba plenamente en Dios ("Dios, ya me darás con qué vivir", pensaría).

        Vivía en su mundo de amor y de confianza, sabía saborear la dulzura de la entrega, pasaba de los criterios demasiado racionales y calculadores de los hombres: iba a lo suyo, a lo suyo divino. Como la Virgen, que también era una loca despreocupada: aceptó ser la madre de Dios sin pensar en la locura que suponía (eso sí que era vivir en otro mundo). A esas mujeres les dirían los hombres sensatos: ¿pero en qué piensas?, ¿es que te has vuelto loca?, ¿y a ti qué te queda? Realmente, lo que hizo la Virgen al decir que sí fue una locura, la más maravillosa de las locuras de que ha sido capaz un corazón humano.

        Y también me emocionó la reacción de Jesús. Habló a sus discípulos elogiándola, pero a ella no le dijo nada. Ni una promesa ("jamás te faltará el pan, como que soy Dios"), ni un elogio ("grande es tu fe, mujer"), ni una explicación ("tú has echado más que los ricos"): dejó que se fuera sin más, a solas con su amor, porque no necesitaba esas palabras, porque elogiarla o prometerle o explicarle para apuntalar su fe, hubiera significado desconfiar de esa fe, relativizarla. No: la dejaste marchar tranquila, con su fe ingenua y escondida: esa mujer llevaba su riqueza dentro, no hacía falta retocarla. Esa mujer sabía lo que era confiar, sabía lo que era ser feliz contigo. Igual que tu Madre, que nunca recibió un elogio directo de tu boca, porque no lo necesitaba.

        El beato Josemaría, cuando ve aquellas huellas en la nieve. Nota que Dios le pide algo, pero ¿qué? Para llegar a saberlo, decide hacerse sacerdote. Se entrega a Dios sin pedir seguridades o claridad. Nota ese impulso y se compromete. Tardó muchos años, a veces años duros, llenos de pruebas (como la muerte de su padre, la incomprensión de algunos familiares, sus dificultades para adaptarse al ambiente del seminario...) en ver con claridad lo que Dios le pedía. Pero siguió adelante sin ver, sin imaginar, sin controlar.

        Jesús, que nosotros también vivamos con una fe ingenua, que nos baste con nuestro mundo de amor despreocupado, que cumplamos tu voluntad sin necesitar elogios ni explicaciones ni promesas. Que estés tan contento con cada uno de nosotros y tan confiado, que ya no necesites ni decirnos las cosas, porque ya nos entendemos, porque ya está todo dicho, porque ya estamos del todo contigo.