Novena a la Inmaculada Concepción

"¡Reaccionar!"

4 de diciembre, día quinto


Predica don Eduardo Terrasa

        Ayer consideramos lo bueno que es Jesús, cómo es su amor por cada uno de nosotros: total, dispuesto a sufrir, humilde. Y la respuesta de amor que nos pide: libre, personal, irrepetible. Nadie lo hará por ti tan bien como tú si tú no lo haces. Pero para eso tenemos que enterrarnos en ese amor, que nos llegue al corazón. ¿Por qué no llega?

        María es Maestra de oración. De Ella aprendió san Josemaría. Y afirmaba: Para aprovechar la gracia que nuestra Madre nos trae en estos días, debemos estar comprometidos seriamente en una actividad de trato con Dios. No podemos escondernos en el anonimato; la vida interior, si no es un encuentro personal con Dios, no existirá. La superficialidad no es cristiana. Dios nos busca uno a uno; y hemos de responderle uno a uno: aquí estoy, Señor, porque me has llamado.

        La superficialidad no es cristiana. Lo peor que nos puede pasar en la vida es que no nos pase nada. Como grita el cantante de Radiohead en una canción: "Quiero que me pase algo". Porque a veces da la sensación de que nos pasan pocas cosas. Nada relevante, nada digno de mención. Si nos preguntan "¿qué tal la vida?", muchas veces no sabemos qué contar, o caemos en generalidades, cosas que ni nos van ni nos vienen, o hablamos de los exámenes... Poco más. Y tal vez a nuestro alrededor sí estén ocurriendo cosas importantes, auténticas, serias. Pero no nos pasan a nosotros, no nos afectan de verdad, no son nuestras. Y no son nuestras simplemente porque no nos enteramos, no nos damos cuenta, y pasamos de largo. Un problema de un amigo, la soledad de un compañero, la derrota de un hermano... Y también los problemas por los que pasa la Humanidad, que son tantos. Este mundo, las personas que pueblan este mundo, necesitan mucha ayuda. ¿Por qué no nos enteramos? ¿Por qué no nos afectan? ¿Qué nos está pasando?

        Lo que nos pasa es que no sabemos prestar atención, porque nos dejamos llevar por lo que sólo nos llama la atención. Prestar atención es muy distinto de que algo nos llame la atención. Que algo nos llame la atención significa que salta a la vista, que reclama nuestra mirada. En la cultura en la que vivimos, con frecuencia parece que lo único que vale es lo que llama la atención. Se ve en los anuncios, que deben ser novedosos y sorprendentes. Se ve en los modelos de vida que se presentan, en los personajes: tienen que ser llamativos, a veces hasta la exageración. Y también en el estudio, en el trabajo, en la vida: estudiamos o trabajamos si nos llaman la atención (un examen, una amenaza), o si los padres nos dan un ultimatum; o nos animamos sólo al conocer a una persona nueva, o ante una nueva afición. Parece que necesitamos cosas nuevas y llamativas para reaccionar.

        Es como si lo llamativo trajera consigo una especie de energía que nos impulsara a actuar, aunque se trate de una energía muy pasajera, muy efímera, que se va apagando... hasta que otra cosa nos vuelva a llamar la atención. Y así vamos: de reclamo en reclamo, de llamada en llamada, de novedad en novedad, dando bandazos. Vivimos de distracción en distracción. Y a veces nos sorprendemos: "¿cómo puedo estar tan disperso?, ¿por qué me cuesta tanto concentrarme en algo o en alguien?, ¿por qué voy de aquí para allá casi sin proponérmelo?"

        Y resulta que las cosas más valiosas (lo que les pasa a nuestra familia, a nuestros amigos, a Dios) por sí mismas no son nada llamativas. Es curioso, pero es así. No nos dan esa energía superficial. Están ahí, a nuestro lado, esperando a que les prestemos atención. Pero para prestarles atención hay que poner de nuestra parte esa atención, no sale sola, no brota. A veces pensamos (o decimos) "me gustaría hacer más caso a mis amigos, o a mi familia, o a Dios, me gustaría preocuparme más por lo que pasa en el mundo" y nos quedamos igual. O incluso pedimos: "necesito que me echen una bronca, que alguien me diga algo que me haga reaccionar, es decir, necesito que alguien me llame la atención, que me grite". Volvemos a las mismas. Y no: tú y yo tenemos que poner atención, que escuchar, que frenar, que detenernos en los demás y en Dios. Eso es la oración: detenernos en Dios para enterarnos de lo que nos pasa y de lo que les pasa a los demás. Es ganar en sensibilidad para que de verdad nos afecten las cosas que pasan.

        "Como enamora la escena de la Anunciación. María –cuántas veces lo hemos meditado– está recogida en oración..., pone sus cinco sentidos y todas sus potencias al hablar con Dios. En la oración conoce la Voluntad divina, y con la oración la hace vida de su vida", comenta san Josemaría.

        Tenemos que llevar nuestra vida a la oración. Allí, contándosela a Dios, nos enteramos, es como si nos terminara de pasar. Allí nos damos cuenta de lo que tenemos que hacer: tengo que pedirle perdón a ese amigo, tengo que cuidar más a mi madre, tengo que cambiar este punto de mi carácter... Pero no se nos ahorrará el esfuerzo, no hay pereza mental que valga, no hay excusa. Hay que poner atención, prestar toda nuestra atención. Si no, seguiremos siempre distraídos, dispersos, inconstantes.

        Pero la oración no es sólo reflexión. Ni siquiera una reflexión en presencia de Dios, bajo la mirada de Dios. La oración es vida, tiene que ser viva, tienen que pasar muchas cosas en la oración. Tiene que ser sincera, cara a cara, personalísima. Volvamos al Evangelio.

        Después de la Resurrección, después de que sus apóstoles huyeran y le dejaran solo, después de que no creyeran el testimonio de las mujeres de que estaba vivo, Jesús se aparece a sus apóstoles. Lo normal hubiera sido que Jesús les hubiera echado en cara a esos hombres su falta de amor, de fe, de amistad verdadera; lo normal es que hubiera sonado en su tono de voz un cierto reproche que manifestara de algún modo su amor herido: "¿todavía no me creéis?, ¿después de todo lo que hemos vivido juntos, todavía dudáis de mí?". Pero lo que en realidad sucedió fue otra cosa muy distinta y muy conmovedora.

        Cuenta san Lucas que estaban los apóstoles reunidos cuando llega Jesús resucitado. Ellos se asustan porque piensan que es un espíritu. Pero Jesús no se molesta ante esa incredulidad; es más, hasta parece que se disculpa, como si la culpa fuera suya. Les dice: "¡Soy yo, no tengáis miedo! Palpadme, mirad mis manos y mis pies. Un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo". Y les muestra las llagas de sus manos y de sus pies. "Soy yo".

        Resulta conmovedora la profunda sencillez, la humildad, la cercanía, la sincera amistad, la comprensión llena de cariño, de ese "soy yo". No les pide explicaciones por su falta de fe, sino que Él mismo les da explicaciones a ellos.

        Y como los apóstoles no terminaban de reaccionar, les dijo: "¿tenéis algo que comer?" Pero Jesús no necesitaba alimento, estaba resucitado: para un resucitado, comer es algo superfluo y trivial. Y ellos le dan unas sobras (un trozo de pescado y un trozo de panal con miel), y Él se come lo que queda del pescado y de la miel, y les devuelve las espinas y el panal. Para que se dieran cuenta de que era de carne y hueso, el mismo al que tantas veces habían tocado.

        ¡Cuántas veces nuestra oración resulta demasiado teórica, demasiado abstracta, hecha de ideas, consideraciones generales, buenos sentimientos, buenos deseos…, pero le falta carne y hueso y sangre, le falta compromiso, le falta entrega sincera, le falta valentía y autenticidad! Y entonces la vida, la vida cristiana, se nos hace pesada: vemos los mandamientos y obligaciones del cristiano como pesadas cargas que no entendemos, y por eso más o menos los ignoramos sin demasiados remordimientos, o vemos la vida que Dios mismo nos ofrece, el amor en que consiste esa vida, y nos parece demasiado exigente, demasiado idealista, demasiado comprometido, y preferimos la comodidad, la independencia, la libertad de movimientos: nos conformamos con ir tirando.

        Pero lo que vamos a encontrar en la oración es a Dios, a todo ese Dios: su amor, su manera de ser, su vida… y también vamos a encontrarnos a nosotros mismos, el fondo de nuestra alma: nuestro amor y nuestra manera de ser, lo que somos en el fondo, mal que nos pese a veces. Por eso la oración siempre actúa en lo profundo del alma. Nos llega al fondo del alma y la va cambiando sin que nos demos mucha cuenta.

        Señor, si todo eso eres tú, si la oración es hablar contigo cara a cara, tocarte, palparte para reconocerte mejor, si la oración es una caricia que me das y que te doy; si toda la verdad cristiana (por compleja, exigente y dura que a veces pueda parecerme) no es más que tú y tu vida; si todos los mandamientos que tengo que cumplir (los entienda o no) no son más que la columna vertebral de tu amor…, entonces la cosa cambia: todo cobra otro sentido.

         Entonces, cuando me aburro en la oración, o cuando paso de ti y me engaño para vivir a mi manera, o cuando me cansa mi entrega o no la entiendo del todo, entonces necesito que aparezcas tú y me digas: "¡Eh, que soy yo!, pálpame, tengo huesos y carne, soy el de siempre; mira las llagas de mi amor, las huellas de lo que sufrí por ti: si soy tu amigo, tu hermano de sangre, soy aquel que te quiere con locura; no me tengas miedo". Y entonces todo cobra sentido, y volvemos de verdad junto a Él. Todo vuelve a ser algo personal y cercano, algo de carne y hueso.

        Decía Mons. Escrivá: "Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Nuestro Señor nos hace ver que ése es el comportamiento certero: oración constante. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón, no permanecerá indiferente".

        Y además, en la oración Dios nos escucha. No es un monólogo. Dios se conmueve y se interesa. Sí, ya lo sabe todo, pero lo que le importa es cómo se lo contamos, qué cara ponemos, que le abramos nuestro corazón, que le confiemos nuestras cosas (como una madre que escucha a su hijo pequeño). Nadie nos escucha con más intensidad y emoción y novedad que Él. Y, además, Dios cambia en la oración, cambia de opinión, cambia sus planes; y cambia por nuestra oración: si no, el "pedid y se os dará, llamad y se os abrirá" sería un cuento chino. Es un diálogo vivo y personal y comprometido, también por parte de Dios. Volvamos a la Virgen.

        En las bodas de Caná, ella se dio cuenta de que el vino se estaba acabando. Le dio pena que los novios y sus padres hicieran el ridículo, porque una boda corta de vino representaba un ridículo en Israel. Y se acercó a Jesús y le dijo con cara de preocupación: "No tienen vino".

        Hasta entonces no había hecho ningún milagro (al menos en público), y estrenarse mundialmente con una conversión de agua en vino no resultaba lo más apropiado para una misión seria como la suya (los milagros mesiánicos reconocidos eran: resucitar muertos, abrir ojos a ciegos, oídos a sordos, curar a leprosos y paralíticos). Además, los invitados ya se habían bebido todo el vino (ya estarían colocaditos), y con más vino cualquiera sabía cómo podía acabar la cosa. Y ser cómplice de una borrachera colectiva no era serio. Así que tu respuesta es perfectamente lógica: "Mujer, a ti y a mí qué nos va. Aún no ha llegado mi hora".

        Claro: un simple y vulgar problema de suministro de vino era algo que estaba muy por debajo del nivel de tu misión y de la misión de tu madre. "Qué nos va, qué se nos ha perdido con ese vino". Y además, no había llegado el momento previsto por tu Padre para realizar el primer milagro, y tú siempre tenías muy en cuenta eso de las horas o momentos previstos, porque eras muy obediente. Pero su madre, con una media sonrisa de "te tengo pillado", le dijo a unos criados que hicieran lo que les dijera. A pesar de la seriedad de tus palabras, que parecían cortar la conversación, ella supo que terminarías haciéndole caso. Y ahí quedó Jesús marcado para toda la vida con la poca seriedad de su primer milagro. Dios cambió sus planes de toda la eternidad, su estreno mundial como Mesías ("y creyeron en Él sus discípulos", por lo bueno que estaba el vino).Y todo por la oración de la Virgen.

        Concluimos con un consejo de san Josemaría: "Hay mil maneras de orar, os digo de nuevo. Los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial, para dirigirse a su Padre. El amor es inventivo, industrioso; si amamos, sabremos descubrir caminos personales, íntimos, que nos lleven a este diálogo continuo con el Señor".