Novena a la Inmaculada Concepción

"Incertidumbre y esperanza"

5 de diciembre, día sexto


Predica don Eduardo Terrasa

        La Virgen, ante la llamada del ángel, se abrió al futuro que le esperaba. Era consciente de todo lo que tenía que aprender para ser la madre de Dios, de que tenía que crecer por dentro (Ella se consideraba poca cosa, inexperta, demasiado joven). Pero no se asustó ante la grandeza de la tarea y de la vida que tenía por delante. "Consideraba estas cosas en su corazón", es lo característico de ella: aprendía, siempre estaba descubriendo algo nuevo sobre Dios y sobre su vida.

        Existimos en el tiempo. Y cuando pensamos en el futuro, como vimos hace unos días, utilizamos nuestra imaginación. Proyectamos, prevemos, medimos, calculamos. Y no nos damos cuenta de que lo nuestro es aprender, de que lo nuestro es crecer continuamente, crecernos. Muchas veces no creemos en nuestras posibilidades, no creemos en el futuro, nos cuesta arriesgar. No nos aventuramos en el futuro.

        Somos jóvenes, y lo propio de la juventud es romper fronteras. No conformarnos con lo que ya sabemos hacer o con lo que ya hacemos. No conformarnos con cómo está el mundo, con que la gente va a lo suyo y yo qué le voy a hacer, con que esto de la santidad no se lleva y nadie se lo cree... Conformarse es lo propio de un espíritu viejo: tiene muchas cosas que conservar, ha hecho acopio y se fija más en lo que tiene que en lo que le falta. Pero la juventud no es así, la juventud no es conservadora, la juventud piensa en lo que le falta por aprender, por hacer, por descubrir. Piensa que las cosas pueden cambiar, que todo puede ser mejor.

        Aquí llegamos a un punto clave. La vida cristiana es lucha, es superación, es mejora continua, es juvenil. Por eso la Cruz tiene un lugar principal; nos recuerda que sin sacrificio no se consigue nada que valga la pena, sin sacrificio no se puede amar de verdad a nadie. San Pablo aborrece del hombre viejo y apuesta por el nuevo. San Agustín decía que el que no avanza, retrocede. Y a san Josemaría le gustaba decir que se sentía joven, que no era viejo, y eso cuando ya había pasado los 70 años. Conformarse es hacerse viejo, es no avanzar. Instalarse en lo que ya hago, en lo que ya vivo, en la vida que al fin se me ha hecho cómoda (y lo mío me ha costado) es dejar de ser joven. Y el cristianismo siempre ha sido audaz.

        Tenemos un peligro: las cosas que ya hacemos. Podemos bloquearnos con las cosas que ya hacemos, cosas buenas, pero que anulan el futuro, el avance, la mejora. Ya hago un rato de oración, incluso muchos ratos de oración. Ya voy a Misa, incluso a muchas misas. Y si nos dicen: "avanza", pensamos: "habrá que ir a más misas". Y no es eso. Se trata de crecer, de desarrollar esas capacidades que aún a lo mejor no tenemos sin excusarnos, se trata de luchar, de ser audaces. De aprender lo que nos falta para servir mejor a Dios y a los hombres. De entrar en otra órbita, abandonar lo que ya tenemos, arriesgar: entrar en la órbita de Dios. No se trata de hacer muchas cosas, y menos de tenerlas, sino de mejorar, de ser santo, de comprometerse con Dios. Es decir, siempre, como Juan y Santiago, "¡podemos!" lo que nos echen. Es dar un salto de calidad y no sólo de cantidad. Tenemos que romper con ese conformismo: y romper es romper, romper nuestra comodidad y nuestra seguridad.

        San Josemaría, en una tertulia en Guatemala, relató con un brillo especial en los ojos (como quien se siente identificado con esa situación) una anécdota que se cuenta de Alejandro Magno. Antes de entrar en la batalla, se puso a repartir sus bienes entre sus generales. Y uno de ellos le dijo, "pero señor, ¿y a usted qué le queda?" Y Alejandro Magno contestó: "A mí me queda la esperanza". Claro, sólo así se gana una batalla, porque uno va a por todas, ya no tiene nada que perder y todo que ganar. El que siempre está empezando, ése es el que triunfa. Y añadía que si él no hubiera tenido fe en Dios, en que todo saldría adelante, que aún estaría en Madrid, en un rincón, diciendo "no puedo, no puedo". Luego audacia, planes generosos, proyectos grandes, horizontes amplios, ejercitar de verdad, sin miedos, esa libertad de los hijos de Dios.

        Pero ahora nos queda considerar otro aspecto del tiempo. Ese tiempo que es futuro esperanzador, pero que también es cambio, derrota, subidas y bajadas, cosas buenas y cosas malas. Y además las cosas se toman su tiempo, conseguir las metas que nos proponemos cuesta tiempo. Hoy es después que ayer, y después será mañana. Y el tiempo va cambiando las cosas, va alternando las circunstancias. "Cada cosa tiene su tiempo, y hay un tiempo para todo. Tiempo para sembrar y tiempo para cosechar, tiempo para destruir y tiempo para edificar, tiempo para lamentarse y tiempo para bailar, tiempo para llorar y tiempo para reír, tiempo de guerra y tiempo de paz".

        Hoy estás bien, espera a mañana y verás que ya no estás tan bien. Hoy estás mal, espera y se te pasará. Nada parece definitivo y seguro. Todo se escapa hacia adelante. Mañana, mañana, mañana. Y los resultados tardan en llegar y nos puede entrar la impaciencia. Y nos podemos quejar: Yo quiero ver las cosas hoy, enteras, con todo su sentido. Quiero ver mi final feliz y el de todos. No quiero esperar. El tiempo que pasa me quita las cosas de la vista y de las manos. El tiempo a veces parece un enemigo, un traidor.

        Pero pensemos esto: si supiera todo lo que soy y llegaré a ser, tal vez me llenaría de orgullo, y es mejor que siga escondido. Si supiera todo lo que me queda por sufrir, a lo mejor me daba por vencido, y es preferible ir poco a poco, porque el dolor de ayer va pasando. Y si viera lo que me espera de bueno, ya no habría sorpresa, que es el brillo de la felicidad. Y si viera lo que me espera de malo, me agobiaría, y sé por experiencia que cuando llega lo malo uno va y se las arregla para superarlo. Es bueno que las cosas vayan pasando una detrás de otra. Un día, otro día, otro día, aparentemente igual, monótono.

        Decía san Josemaría, que si Dios le hubiera mostrado el 2 de octubre de 1928 todo lo que iba a tener que trabajar y sufrir para sacar la Obra adelante, se hubiera muerto allí mismo.

        No vivimos en un instante, sino desparramados en el tiempo, llevados como un niño en los brazos de su madre. No controlamos nuestro ser y nuestra vida, no lo tenemos en la palma de la mano o bajo llave en un cajón. Somos una siembra de Dios: hoy esto, mañana lo otro, unas veces un cambio, muchas veces lo mismo. El que siembra y el que recoge es nuestro padre Dios. Y la siembra y la cosecha llevan tiempo. Y Dios, por mí, se toma todo el tiempo del mundo.

        Dios nos lleva y protege en esta malla del tiempo que nos envuelve. El tiempo son sus brazos sabios de padre: hoy reír, mañana llorar… para volver a reír mejor; hoy un golpe y mañana una caricia inesperada; hoy te humillan, y después te alaban en eso mismo que te han humillado. Y así hasta el final.

        Y Mons Escrivá comenta: "Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza. Porque nos falta fe: ¡Bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirá lo que te ha dicho el Señor". ¿Dejamos la oración cuando nos empieza a costar? ¿O los buenos propósitos que nos hacemos? ¿Sabemos esperar?

        Luego para llevarse bien con el tiempo, hay que tener paciencia. Junto con la audacia de la juventud, la paciencia. Ser constantes. No tirar la toalla ante el primer revés, ni ante el segundo, ni el tercero. No dejarnos llevar por el cambio de las circunstancias, o por el cambio de ánimo, o de ambiente. No mirar los resultados inmediatos, algo tan propio del pragmatismo en el que vivimos. Calma, espera, lucha, persevera. En esto consiste la madurez: en la estabilidad, en la constancia, sin dejarse arrastrar por los cambios de circunstancia o por los altibajos de ánimo. Dios nos va conduciendo hacia nuestro final feliz por extraños y a la vez geniales caminos, que muchas veces no comprendemos, y hasta nos revelamos. Pero nos va llevando a nuestro final feliz, porque es nuestro Padre.

        Y aunque no nos demos cuenta, estamos avanzando. Como un barquito en mitad de un temporal. Olas que suben y bajan, corriente de izquierda y derecha; pero rumbo al faro va avanzando poco a poco. En el total de movimiento es poca cosa lo que avanza, parece desproporcionado. Pero avanza, y llegará a puerto.

        Audacia y paciencia. Optimismo y constancia. Pero ¡ojo!, no se trata de un optimismo ingenuo. El cristiano es realista. Se da cuenta de que las cosas son difíciles, que las cosas cuestan, que el ambiente no acompaña. Por eso lucha. Y se cansa, y sufre, y cae derrotado, y se levanta. Pero ¿por qué narices tiene que ser así? ¿Por qué muchas veces no vemos nada, no vemos la meta? Seguro que Dios lo tiene todo pensadito, y me pasará lo mejor, y todo tiene sentido, todo es para bien y toda la gaita que quieras... Pero, no será Dios un poco cruel, frío. Sí, visto todo desde el final está muy bien, pero yo estoy a mitad de camino, y es una gaita. Y a veces me parece que a Dios se le va mano conmigo (no me sale nada bien), o que se ha olvidado de mí, o que se acuerda demasiado (no se sabe qué es peor).

        Resurrección de Lázaro. Las hermanas mandan recado: Lázaro está enfermo: "Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios", y se quedó donde estaba. Dos días después: "Lázaro, nuestro amigo, está dormido, y voy a despertarle". Se refería a su muerte. Llega, lleva cuatro días muerto, y Marta le reprocha: "si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano", y lo mismo María. "¿Dónde le habéis puesto?". Y llora. Tanto que los judíos (que eran expertos en eso de llorar, el muro de las Lamentaciones, las plañideras) dicen: "Mirad cuánto le amaba". Pero luego caen en la cuenta y dicen: "Pero éste que ha devuelto la vista a un ciego, ¿no podría haber impedido que muriese?" ¡Tiempo! ¡Un momento! Es verdad. Tienen razón. Jesús, si lloras la muerte de tu amigo, ¿por qué no viniste antes? Y si no quisiste venir porque sabías que lo ibas a resucitar y todo sería un final feliz para mayor gloria de Dios y del mismo Lázaro (se convirtió en una celebridad, iría contando sus experiencias de muerto), entonces ¿por qué lloras? (tendrías que haber llegado diciendo "tranquilos, no pasa nada, esto lo resuelvo en un momento", pero no llorar). ¿Qué pasa aquí?

        Pues que Jesús nos llama desde el final, nos conduce muchas veces a ciegas (nosotros), permite que nos pasen cosas dolorosas o costosas para nuestro bien, pero Él no es un espectador frío y lejano. Él sufre cuando sufrimos, se cansa cuando nos cansamos. Nos acompaña en el camino de la vida.