Novena a la Inmaculada Concepción

"Sólo para Dios"

8 de diciembre, día noveno


        El Santo Padre, Benedicto XVI, en una homilía con ocasión de la solemnidad de la Asunción de María al Cielo, ha asegurado que la madre de Dios vivía de la palabra de Dios, estaba penetrada de la palabra de Dios. En efecto, hablaba con palabras de Dios, pensaba con palabras de Dios; sus pensamientos eran los pensamientos de Dios; sus palabras eran las palabras de Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por eso era tan espléndida, tan buena; por eso irradiaba amor y bondad.

        No sé si nos parecerá excesivo, demasiado espiritual, inconcreto y poco realista ese modo de vivir de Santa María, según explica el Papa. Dios por todas partes, sin dejar ocasión a nada más, la nada, diríamos, propiamente nuestro. Ocupándolo todo: todo el tiempo, toda la actividad, todo el afecto; toda la inteligencia y las energías, sin solución alguna de continuidad entre los momentos de cada jornada; de día y de noche. ¿No parece una exageración y, en la práctica, algo imposible? No; pues se trata del único modo verdaderamente nuestro de vivir. Con esa posibilidad nos ha creado Dios, de modo especial con la venida de Jesucristo (que viene a ser como una segunda creación en el hombre), y será siempre quedarse cortos, por muy sugerente que nos pueda parecer vivir "a lo nuestro", mantener o fomentar otros afanes en la vida.

        María no es una persona rara. María es un encanto. Con María disfruta la gente. Estaban deseando que llegara. Su presencia es siempre reconfortante. Por eso una presencia, olvidada del todo de sí misma, siempre a favor de ellos, de todos, quien quiera que fueran, como si no tuviera otra cosa que hacer, como si le fuera la vida en favorecer, en alegar, en facilitar, y también en exigir, si era lo mejor para aquella persona. Porque María, siendo la madre de Jesucristo (pronto se dice, pero es imposible captar esa realidad del todo), de algún modo acogía con un maternal afecto a todos en el amor a su Hijo.

        Y siendo Ella una mujer maravillosa, la más maravillosa que ha existido y puede existir desde cualquier punto de vista, tanto humano como sobrenatural. Es la llena de Gracia (más que Ella sólo Dios) y, en cuanto mujer de este mundo; la más hermosa, la más inteligente, la más ingeniosa, la más divertida. Lo tenía todo: todo lo bueno humano en grado excelente. Era así por su maternidad divina. Se quedan cortas las Letanías del Santo Rosario en sus alabanzas. Lo intentan, con la mejor buena intención de los hombres piadosos que las compusieron, aun sabiendo que se quedarían cortos. Y con todo, María es de una casi insultante sencillez. A nadie se le ocurriría decir, ni tan siquiera pensar, como pasa con más de uno y más de una: "pero éste, ésta, de que va ...".

        La santidad y maravilla de nuestra Madre se apreció, sobre todo, después: Me llamarán bendita todas las generaciones, había profetizado Ella misma inspirada por el Espíritu Santo, precisamente porque es Dios quien había puesto de un modo singular los ojos en su sencillez. La notamos ahora, y nos acogemos a su maternal bondad para que nos enseñe, como las madres a los hijos pequeños que no saben lo que más les conviene. Le suplicamos nos conceda la luz que nos falta, aunque nos deslumbre, para reconocer lo que nos conviene: acogernos confiadamente a su maternal cariño. A tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desoigas las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades .... Así comienza una de las más antiguas invocaciones a la Virgen.

        Transida de Dios. Sin más planes, sin más afán, sin querer otra felicidad que lo divino, lo que Dios quisiera otorgarle. La verdad es que no apuntaba bajo, aunque se tratase evidentemente de una meta de fe: abandonada en la fe, con la garantía de las palabras de un ángel y a la vez inmersa por completo, comprometida en cuerpo y alma en un proyecto, descabellado humanamente a más no poder: nada menos que un embarazo inexplicable, en quien era para todos modelo intachable de virtud. Bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que que se te han dicho de parte del Señor, le dijo Isabel cuando compartían las dos primas su alegría porque las dos iban a ser madres: Isabel del Bautista, María de Jesús.

        "Dios sabe más, Dios es bueno, Dios es Todopoderoso", pensaría nuestra Madre, mientras se sentía (eso era lo que llenaba, como decimos, completamente su pensamiento y su corazón) en la más íntima compañía de Dios que es posible. Entretanto, José su prometido, se debatiría aún interiormente acerca de qué actitud tomar ante aquél embarazo, como es natural cada día más notorio. Pero Dios jamás abandona, aunque nos lo pueda parecer, por nuestra impaciencia y falta de fe. En sus planes (en sus misterios, diríamos desde nuestro punto de vista, que no son sino oportunidades ideales para prestarle nuestra rendida adhesión, el amor que como hijos ha querido que le podamos manifestar), en sus planes de misericordia en favor de los hombres, no descuida, antes al contrario, a las personas singulares que escoge como instrumentos. Por eso no hay santos tristes, aunque el dolor esté bien presente en su vida. La alegría es una virtud y un don divino. A María la llamamos Causa de nuestra alegría en una de las letanías del Santo Rosario. No hay santos tristes y, valga la redundancia, todos los santos son santos, gozan de la eterna Bienaventuranza en el Cielo; y antes con la ilusión de alcanzar ese premio que si Dios les tiene prometido.

        La fe de San Josemaría le ha llevado a rezar, a suplicar a Dios y a animar a muchas personas a imitar su ejemplo, con unas palabras de conclusión de una tradicional plegaria litúrgica. Después de algunas alabanzas a Dios y algunas peticiones concluía: para que todas nuestras oraciones y nuestras obras tengan su comienzo en ti y por ti concluyan. A efectos prácticos, "obras son amores y no buenas razones". La realidad de nuestras divinización personal, de lo presente que está Dios en la vida de cada uno, depende de si llevamos a cabo con criterios divinos, es decir, según el Evangelio, del modo más grato a Jesucristo, lo que traemos entre manos. Ya sea en nuestros pensamientos (todas nuestras oraciones) como lo que hacemos a lo largo de la jornada (nuestras obras), dice la oración.

        Pero claro, podría ser que pensando en estas cosas, y decidiendo ser mejores, incluso concretando hacer más acabadamente y como Dios manda nuestros quehaceres, terminemos pronto por concluir que aquello nos sabe a poco, que no valió la pena tanto acabamiento perfecto ni el esfuerzo que nos supuso. No es tan infrecuente; ni llenarse de buenos propósitos en ocasiones como la que ahora estamos viviendo, ni acabar desencantados (hasta es posible que hayamos pasado ya por ahí) en pocas semanas o, si me apuras, en pocos días. Por eso estamos aquí una vez más, podemos pensar. Sí, es cierto. Y, si Dios quiere, volveremos el año que viene. Necesitamos comenzar y recomenzar; hacer de hijo pródigo, incluso muchas veces al día, como solía decir san Josemaría. ¿Y eso es todo? ¿Es nuestra vida como la de Sísifo, condenado por los dioses a subir una gran piedra hasta la cumbre de una montaña y siempre, de modo impepinable, la piedra se le caía rodando pendiente abajo, cuando estaba a punto de coronar? Lo nuestro es también la condena a una permanente frustración, al desencanto como telón de fondo en toda actividad?

        ¿Verdaderamente queremos, como Santa María, dejar todas las cosas para poder servir nada más a Dios? Para Ella (y así ha quedado también como su lema para todas las generaciones: "He aquí la esclava del Señor"), no hay ningún interés, diríamos, privado. Es la esclava y nada más. No quiere ser otra cosa. Y tú y yo ¿verdaderamente queremos, no queremos más que servir a Dios o queremos también reservar cosas nuestras? ¿Verdaderamente queremos o, al menos, queremos querer como la Virgen, la esclava del Señor?

        Ese es el problema de Sísifo y el nuestro, que parece que una y otra vez volvemos a las andadas (pero a las mismas andadas y al mismo desencanto, que él, y nos puede acabar pareciendo lo normal), pues, de hecho, de poco sirve tanto subir que parece para bajar. Y es posible que esa Josemaría nos pueda decir algo a todos de las buenas intenciones actuales y esos palpables decaimientos, que pudieran ser ya crónicos a estas alturas: Un querer sin querer es el tuyo, mientras no quites decididamente la ocasión. —No te quieras engañar diciéndome que eres débil. Eres... cobarde, que no es lo mismo. ¿Y cómo tendría que ser, entonces, el querer?, nos preguntamos, y nos responde metafóricamente: Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? ¿No? —Entonces no quieres.

        Ya sabíamos que cuesta, de hecho, cuesta todo, ya lo hemos contemplando a la madre de Dios. Seamos francos acudiendo a su maternal cariño, que nos conducirá seguros al Dios, Padre nuestro, a su Gracia de fortaleza y amor: la que necesitamos para esas reacción humilde y constante que deseamos. Pero seamos francos (no te quieras engañar... nos advertía san Josemaría, porque algunos pretenden y difunden un sucedáneo de felicidad que se logra a partir de una pretendida autorealización humana al margen de Dios. Dicen que la felicidad consiste en lograr los propios deseos, sean los que sean. La insensatez de semejante propuesta, por muy iluminada que se presente, pronto se manifiesta en sin fin de disputas de unos contra otros en las que finalmente se otorga la razón al más poderoso. La verdad, claro está, no tiene interés alguno para ellos. Nosotros no queremos dejarnos engañar, aunque como hace dos mil años, triunfe ante los poderosos del mundo por algún tiempo la mentira.

        Días de Navidad, principios de 1939 (escribe san Josemaría). Renacer y continuar, comenzar y seguir. En lo material, inercia es no cambiar: no moverse lo quieto, no detenerse lo que se mueve. Pero en lo espiritual, seguir y continuar no es nunca inercia. Volvamos a lo mismo, siempre a lo mismo: Dios con nosotros, Jesús niño; y nosotros, guiados por los Ángeles, yendo a adorar al Niño Dios, que nos muestran la Virgen y S. José. Por todos los siglos, de todos los confines del orbe, cargados y animados por el trabajo de todas las actividades humanas, irán llegando magos al Belén perenne del Sagrario. Cuida y trabaja, preparando tu ofrenda –tu labor, tu deber para esta Epifanía de todos los días.

        Y terminamos la Novena a la Inmaculada con otras palabras suyas muy oportunas, en tal día como de 1970. Comentaba: Si habéis hecho la novena estos días, muy bien. Si no la habéis hecho, podéis comenzarla hoy.