Día 1 VI Domingo de Pascua

        Evangelio: Jn 14, 23-29 Jesús le respondió:
        —Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho.
        La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: "Me voy y vuelvo a vosotros". Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis.

La vida futura

Al hilo de un pontificado: el gran "sí" de Dios
Ramiro Pellitero

        Podemos amar a Dios. He aquí la gran verdad que dignifica la vida del hombre por encima de cualquier otra circunstancia que pudiera ennoblecerla. Podemos amar a Dios, y Jesucristo nos ha revelado cómo hacerlo a partir de su venida: los Evangelios vienen a ser una larga aclaración de lo que somos y estamos destinados a ser por voluntad de Dios, nuestro Creador y Señor.

        Amar a Dios es, según las palabras de san Juan que hoy consideramos, una posibilidad para cada uno. Llega a ser efectivo sólo si queremos, si nos decidimos por Dios: si alguno me ama... La expresión de Jesús, que nos ama entrañablemente entregándose por el mundo, nos conmueve. No quiere imponerse. Debe ser una decisión de cada uno, un querer nuestro el amarle. El ama hasta el fin, había dicho a sus discípulos poco antes de pronunciar las palabras que hoy consideramos. Y les explica ahora lo que supondrá el amor de Dios para quien le acoja: mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. No cabe pensar en mayor intimidad ni en mayor donación. No es posible correspondencia más generosa: a nuestro amor –siempre pobre, por grande y rendido que sea– Dios responde enriqueciéndonos consigo mismo, tesoro del todo inapreciable.

        Pero consideremos hoy de modo expreso, que el amor nuestro a ese Dios, capaz de inundarnos de Sí mismo, no debemos presuponerlo fácilmente, ni es real en cada uno sólo con la intención de amarle. Si alguno me ama, guardará mi palabra (...). El que no me ama, no guarda mis palabras, dijo a los discípulos, y nos ha dicho a los cristianos de todos los tiempos. "Obras son amores", se suele decir. Para que no nos engañemos pensando que realmente amamos con sentimentalismos ineficaces, estériles; que podrían conmovernos, sí, y hasta consolarnos, pero aportarían poco a quien pretendemos querer, si no se acompañan de la entrega generosa de nosotros mismos.

        Es necesario que hoy y siempre nos preguntemos si nuestras disposiciones y obras finalmente manifiestan que guardamos la palabra del Señor. Miremos lo que hemos hecho y cómo lo hicimos. Enseguida nos vendrá la respuesta al por qué de esa actuación, precisamente así. Si queremos otra cosa y no tanto agradar a Dios en cada instante, querremos rectificar, con ayuda de la Gracia, porque desde el fondo del corazón, sinceramente, reconocemos que no se cumple así la voluntad de Dios.

        Jesús se remite al Padre. Invoca para sus discípulos la autoridad de su Padre, aunque sea igual a Él en dignidad y poder. Y al Espíritu Santo, el Paráclito que el Padre enviará en su nombre: Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho. Por su acción tendremos ocasión de ver a los Apóstoles audaces, entusiasmados, hasta padecer, si era preciso, por Cristo y por su doctrina. Es la acción misteriosa pero notoria de Dios en su criatura, a la que ama paternalmente: a nosotros; mientras nos debatimos, dialogando tal vez con la comodidad, la vanidad, la sensualidad...; y también con el deseo contrario –sincero, por otra parte– de agradar a Dios, amándole, con nuestra vida.

        Es tanto el desvelo de Dios por sus hijos que no tenemos derecho a estar tristes, cualquiera que sean las circunstancias por las que pasamos. Siempre, en todo momento, podremos vivir, "enseñados" y "recordados" por el Espíritu Santo, en la gran verdad que dignifica la vida humana por encima de cualquier otra. No queramos conformarnos con menos. Reaccionemos prontamente, si notamos que nos mueven otros estímulos ajenos al amor que Dios nos tiene. Reconozcamos, con un tozudo recuerdo, una y otra vez si es preciso, que tenemos a todo un Dios Padre a nuestro favor. Nos llenaremos de optimismo sobrenatural, porque nada de este mundo podrá vencernos, por poderoso y evidente que parezca, si es contrario a los planes divinos. Dios no pierde batallas, y tampoco el cristiano que vive de su Palabra por la acción del Espíritu Santo.

        ¡Qué lógicas nos parecen, por eso, las palabras que dirige Jesús a sus discípulos después de hablarles del amor de Dios, según relata san Juan! Les otorga su paz. Una paz de verdad. Una paz que podríamos calificar de incontestable. No la paz del compromiso, como es con tanta frecuencia la paz entre los hombres: consecuencia del equilibrio entre fuerzas enfrentadas. No os la doy como la da el mundo, les dice. Porque con el Señor estamos seguros para siempre. La verdad y el bien en Él son eternos y no hay poder, ni en el mundo ni fuera de él, capaz de vencerle.

        Contemplemos si no a Santa María, nuestra Madre. Nada la aparta de Dios, siendo su esclava, deseando que en Ella se hiciera según su Palabra. Así es Reina del Cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres, corredentora por su unión con la Pasión de su Hijo; omnipotencia suplicante ante el Creador.