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Lo
que sucedió aquel día, hace casi dos mil años,
nos resula plenamente actual. La condición humana herida
por el pecado original y nuestro mal uso de la libertad son ocasión
de manifestaciones de egoismo y desconsideración, como la que
narra san Lucas y la Iglesia hoy nos recuerda.
Pidamos al Espíritu
Santo su luz para nuestro corazón, de modo que contemplemos las
diversas circunstancias de nuestra existencia y, en general, de la vida
de los hombres con los ojos de Cristo. Supliquémosle comprender
el valor de la belleza y bondad natural, del agradecimiento, de la generosidad...
Es necesario captar la verdad profunda, para muchos escondida, de aquella
enseñanza permanente de Jesús, según la cual es
mejor dar que recibir, atesorando así verdadera riqueza en los
cielos.
Lamentablemente, domina
hoy como en otros tiempos una cultura de intereses materiales
para la que la categoría individual se relaciona directamente
con el confort, la capacidad de éxito social, la riqueza, la
salud, etc. Ser agradecido, ayudar a los que nos rodean o terminar bien
un trabajo, no tendría, en cambio, especial interés a
menos que se apreciara con claridad un cierto beneficio por ello. Estamos
habituados a contemplar esta actitud con demasiada frecuencia. Y, de
tal modo vamos a veces a lo nuestro, que ni caemos en la cuenta de que
tenemos posibilidades con nuestro tiempo, nuestro esfuerzo, nuestros
medios de favorecer a otros que viven con necesidades de diverso
tipo. En nuestros días están muy facilitadas las relaciones
humanas. Los medios de comunicación, asimismo hoy muy accesibles,
nos hacen conocer cada día tantas situaciones lamentables, no
pocas veces, en efecto, al alcance de nuestra generosidad si estamos
dispuestos a tomarnos la molestia.
Bastantes carecen,
por ejemplo, de la necesaria formación espiritual-religiosa.
Es un hecho muy fácil de comprobar. Lo notamos a diario en las
conversaciones con amigos y conocidos. ¿Qué actitud tomo
ante esa deficiencia en personas que conozco? Porque hay quien se prepara
especialmente bien, pensando no sólo en su personal necesidad:
el deber de conocer a Dios y la doctrina cristiana para agradarle con
la propia vida, sino también considerando que se puede y se debe
ayudar a otros a ser mejores. Pero para ello se requiere una específica
formación doctrinal y apostólica. Son personas que no
sólo piensan en sí y en lo suyo, sino también,
y de modo permanente, en lo ajeno y actúan en consecuencia para
mejorarlo.
Jesús merecía
agradecimiento después de aquel gran milagro, lo exigía
la justicia aunque no pudiera, en rigor, calificarse de delito la actitud
de los que no volvieron a dar las gracias. Y es que estamos demasiado
habituados a realizar las cosas por las malas: porque si no... sufriremos
las consecuencias. Parece que tiende a desaparecer la cultura de la
generosidad, según la cual, "si puedo hacer el bien lo haré".
Ciertamente me costará, pues tendré que renunciar a una
conducta más cómoda o a cierto beneficio mío en
favor de otro, pero así actúo mejor. Con este criterio
agradeció el milagro aquel samaritano curado de la lepra por
Jesús, que aparentemente ya estaba curado y no tenía aparentemente
más que ganar, por glorificar a Dios y postrarse ante Cristo.
Se reclama para la
vida cristiana, tal como la pide Nuestro Señor a todos, una actitud
siempre positiva, de amor, de derroche en el amor. Es típico
del cristiano una vida magnánima, de la que Jesús nos
da buen ejemplo: pero vayamos a otras ciudades
dice a sus discípulos tras algunos milagros o después
de haber enseñado en cierto lugar para
que también allí enseñe la Buena Noticia.
No se conforma con el bien realizado, ni únicamente sale al paso
de las necesidades que unos y otros le manifiestan, ni está exigente
cristiana en no incurrir en delitos. Cuando ha concluído en una
ciudad, enseguida se dirige a otra donde presupone que vendrá
bien su ayuda y su doctrina. Y su amor espléndido se adelanta
sin que se lo pidan en otra ocasión, compadecido
de la muchedunbre que pasaría hambre sin su intervención
milagrosa: Me da mucha pena la muchedumbre, porque
ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer, y no
quiero despedirlos en ayunas, no vaya a ser que desfallezcan en el camino.
Así son los sentimientos de Cristo, que deben ser modelo de los
nuestros.
¿Qué más
puedo hacer?, ¿a dónde más puedo llegar?, ¿cómo
puedo ayudar mejor a esa persona?, ¿qué más podría
hacer por ella? Necesitamos esa actitud de amor propia de Dios, que
no ganaba nada haciéndose hombre, que no perdía nada si
no se hubiera encarnado. ¡Qué bien se expresa san Juan,
diciendo: ¡Dios es amor! Es donación
eterna de máximo bien. Démosle gracias porque a ningún
otro ser, como al hombre, ha favorecido tanto: nos hizo hijos suyos
en Jesucristo. Pidámosle perdón porque no sabemos valorar
su cariño. Incluso a veces podemos ver solamente una carga en
lo que nos pide, y no ante todo una oportunidad de desarrollo personal,
una oportunidad, una ocasión de amarle, y de enriquecernos de
verdad con ese amor.
Es claro que, siendo
así por voluntad divina nuestra existencia: destinada a la intimidad
y perfección con Él; no está, sin embargo, exenta
de esfuerzo y de dolor. La dimensión de trabajo, que acompaña
cada uno de nuestros días, es lo que garantiza la libertad humana,
lo que asegura que no hacemos las cosas movidos por un instinto, ni
por la mayor facilidad del asunto de que se trate. Si nos proponemos
algo porque es bueno y lo hacemos aunque nos cuesta, es porque reconocemos
en ello la voluntad de Dios y, en nuestro querer, el amor que le tenemos:
¡Démosle gracias!
A nuestra Madre le
rogamos que nos consiga de la Trinidad Beatísima una fe a la
medida de su fe, para que nos sintamos, como Ella, dichosos por la elección
divina e ilusionados contemplando en el horizonte de nuestra existencia,
junto a cada mandamiento, una permanente ocasión de amar.
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