Día 23 Domingo XXX del Tiempo Ordinario

        Evangelio Lc 18, 9-14 Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:
         —Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo». Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador». Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.

Veracidad de vida cristiana

La búsqueda de Dios
Paul Johnson

        La parábola que consideramos este domingo en la Santa Misa nos pone ante los ojos un ejemplo de falta de conocimiento propio. Nos conviene por eso a todos sentirnos aludidos, ya que deseamos mejorar rectificando nuestros errores, que siempre tendremos en esta vida. El reconocimiento de nuestros defectos nos es imprescindible para combatirlos. No es malo, por tanto, advertir que, en mayor o menor medida, hay en cada uno un fariseo como el de la parábola; por el contrario, nos conviene saberlo para luchar contra él. Para empezar, ya estamos, como aquel, en actitud de oración. De sobra sabemos que es bueno rezar, pero es a partir de la oración –defectuosa– como se presenta el problema. Un verdadero problema, si acabamos pensando que no es necesario exigirnos más, que ya hacemos bastante ante Dios. Quien piensa así, como consecuencia, no se arrepiente ni pide perdón, no hace propósitos de mejora, porque no siente dolor de sus pecados. Posiblemente en su oración se dedica únicamente a pedir favores.

        No es infrecuente encontrarse con personas que se extrañan de que se les plantee la posibilidad de hacer más. Los hay que casi piensan se exceden, que hacen un favor a alguien –a Dios tal vez– por cumplir algunas normas de piedad. Los fallos, las omisiones, sus defectos en definitiva, plasmados una y otra vez en la conducta de cada día –la que Dios espera de ellos– les parecen siempre comprensibles; lo cual es cierto y hasta bueno que así lo consideren; lo malo es que, además, esas faltas les parecen disculpables ante sí mismos y, por su puesto, ante los demás. El resultado o conclusión de ese modo de pensar es que no se rectifica, pues no se ve la necesidad, no habiendo dolor por faltas cometidas. El verdadero propósito de la enmienda es manifestación natural sólo del verdadero dolor de los pecados. Está, por así decir, incluído en ese "pesar" en el alma por haber ofendido a Dios o por no haber sabido amarle.

        Pidamos al Señor que nos libre de esa actitud que convive tantas veces con nosotros, que no es otra cosa que falta de auténtica oración, falta de interés por amar a Dios y de egoísmo y exceso de amor propio. La preocupación de algunos por ser buenos cristianos, en el fondo, puede ser eso: amor propio, no propiamente amor de Dios. Se busca, en efecto, más la tranquilidad de la conciencia y el sentirse justificado o satisfecho de uno mismo, que amar a Dios todo lo posible, con toda la capacidad de amar –mucha o poca– de que se dispone. No es raro que, pensando así, más de uno pueda sentirse aludido por aquel punto de Camino, en el que se retrata al que intenta ser cristiano sin verdadero amor al Señor: Ya sé que evitas los pecados mortales. —¡Quieres salvarte! —Pero no te preocupa ese continuo caer deliberadamente en pecados veniales, aunque sientes la llamada de Dios, para vencerte en cada caso.
        —Tu tibieza hace que tengas esa mala voluntad.

        Aquel hombre fariseo estaba demasiado preocupado por cumplir, en el más estricto sentido de la expresión. Actuaba correctamente por miedo: porque si no ... sufriría las consecuencias. Tenía de Dios un concepto negativo y monstruoso. Pensaba que había que cumplir la ley "por la cuenta que te trae...", en el fondo, por lo mismo. No se había enterado de que tenemos en Dios, por su infinita bondad, una permanente y gratuita ocasión de desarrollo. Podemos engrandecernos a su medida, fundirnos con Él por el amor, amando con obras lo que Él ama. Así es nuestra vida como Dios la espera de cada uno.

        ¿Qué pretendo, qué pretendemos cada uno en el fondo, con nuestro empeño por ser un buen cristiano? ¿Tengo muy presente que mi vida, precisamente por ser humana –no meramente animal–, es una permanente ocasión de amar a Dios? Debemos considerarlo en profundidad, no vaya a ser que todo el empeño por ser buen cristiano, por seguir a Jesucristo, por vivir el Evangelio, o como quiera que expresemos el interés por Dios, acabe siendo, de hecho, tan sólo un vulgar interés por el propio yo. Podría tratarse en realidad de una reacción de miedo: "porque si no...", por lo que podría perder si menosprecio ciertas prácticas. Sería, desde luego, como para dudar de que quiero agradar a Dios con mi vida, porque le amo.

        Cuando se quiere a Dios de verdad, todo lo propio deseamos dirigirlo hacia Él. Nada por Él parece demasiado, al contrario, cualquier detalle de generosidad, hasta el más heroico, parece pequeño, una insignificancia, para el alma que ama. Se quisiera dar mucho más, pues todo parece poco para lo que merece el Ser Amado: Dios, para el alma cristiana. No parece, por eso, demasiado cuidar un detalle pequeño: de poca importancia se suele decir... Por el contrario, si es pequeño, razón de más para no resistirse, para ofrecerlo a Dios con ilusionado primor con tal de agradarle. Si no, es que flaquea el amor: siendo tan pequeño, tan fácil... Y por lo mismo, el alma enamorada se examina intentando descubrir un detalle y otro, grandes y pequeños, con los que mejorar la conducta, pues sabe que en las obras está la verdad de lo que se quiere a otro, que en este caso es Dios.

        La vida de nuestra Madre fue un continuo empeño de su parte para que en Ella se cumpliera la voluntad del Señor. A Santa María nos encomendamos, rogándole nos conceda un espíritu sincero que busque no sólo mejorar si no, ante todo, agradar a Dios: amarle.