Día 5 V Domingo del Tiempo Ordinario




        Evangelio: Mt 5, 13-16 "Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué se salará? No vale más que para tirarla fuera y que la pisotee la gente.
        "Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos".

Responsabilidad apostólica

Sí, quiero

        Nos imaginamos, debemos imaginarnos, al Señor pronunciando estas palabras que nos transmite san Mateo dirigidas también a cada uno. Palabras que nos animan a sentirnos responsables ante Dios, ya que hemos recibido el tesoro del Evangelio; para nuestra riqueza, para nuestro progreso personal y para dar con la propia vida frutos de buenas obras en los demás, de modo que también en ellos produzca fruto.

        No hace mucho que meditábamos la escena de Jesús junto al mar de Galilea: después de confirmar a Juan como heraldo suyo, Jesús, el Mesías prometido por Dios a través de los profetas, escoge a varios hombres. Posiblemente los llama de entre los que le habían escuchado poco antes: no se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín. Los escoge para que le acompañen primero, y luego prosigan la tarea evangelizadora. Manifiesta el Señor así, en efecto, que la luz que vino a traer al mundo debe alumbrar a todos los hombres. Conviene no acostumbrarse a esa luz, que dio un peculiar resplandor a nuestra existencia, un brillo que no es, en modo alguno, algo sólo superficial que pudiera considerarse postizo. Se trata de un resplandor, consecuencia del contenido derramado por Dios en nuestra vida.

        Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo. Así leemos en Camino, porque debe notarse nuestro trato con Dios. Ha de ser una realidad el deseo de Nuestro Señor de que se note su luz a través de cada cristiano. Parte de la responsabilidad que hemos contraído, al escuchar el Evangelio de nuestra salvación, consiste en que otros escuchen de nosotros el mismo Evangelio. Con toda verdad hemos de reconocer que Cristo mismo, por la acción del Espíritu Santo, nos constituye en "candeleros" de su luz, para que por nosotros reconozcan los demás las maravillas de Dios. ¿Tenemos personalmente esa experiencia?

        Esta es la admiración que debemos despertar en nuestros conocidos, ¡en todos ellos! No esa otra que a veces buscamos –vanagloria, gloria vana–, intentando que nos admiren, como si fuéramos los autores de los talentos que hemos recibido. ¡Toda la Gloria para Dios! Nuestra grandeza consistirá en reflejar honrada y fielmente lo que de Dios procede o –si queremos expresarlo de otro modo– en ser vehículos leales de sus dones, para que sea reconocida la Gloria de Dios sobre toda criatura.

        Podemos considerar que nuestra respuesta a Dios –que ha querido colmarnos de su riqueza–, debe manifestarse en obras perfectas a la medida de los talentos recibidos de nuestro Creador y, por ello, en el empeño por que otros muchos vivan según la divina Voluntad. Debemos procurar que lo intenten con lo mejor de sí mismos, pues, cuenta el Señor con cada cristiano para que sea apóstol de sus conocidos y parientes, de paso que va enriqueciéndose con otras acciones que manifiestan su Gloria. Uno y otro aspecto de la santidad constituyen una única vida santa y apostólica.

        Debemos preguntarnos si frente a Dios, Señor nuestro que nos contempla, nos consideramos personas con una misión recibida. Si recordamos que cuenta con nosotros para extender su reino en este mundo, que, de suyo, es tan material, aunque estemos en él nosotros, creados a su imagen y semejanza. No es la llamada que hemos recibido a la santidad independiente de nuestro deber apostólico. Si la caridad ha de ser la virtud primera para el cristiano, procuraremos, entonces, además de expresar con obras y afectos nuestro amor de Dios, manifestar también ese amor a nuestros semejantes, pues, según enseña san Juan, quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.

        Recordemos las palabras del mismo Cristo: En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis. De un modo misterioso pero real, Nuestro Señor está en cada uno de nuestros semejantes, aunque puedan parecernos en ocasiones muy diferentes, y alejados incluso de nosotros, no sólo físicamente, sino por su carácter, criterios, cultura, raza, edad, etc. Son el prójimo y siempre están ahí, al alcance de nuestras posibilidades de acción, aunque de diverso modo en cada caso. A muchos podremos ayudarles materialmente en sus necesidades, posiblemente dedicándoles algo de nuestro tiempo, de nuestro ingenio o, tal vez, de nuestros medios materiales y económicos; a todos con la oración, con la comprensión y el afecto. En ningún caso nos quedaremos indiferentes los cristianos o pasivos, sabiendo que otros sufren o padecen diversas necesidades en el cuerpo o en el espíritu, pues, cada hombre al que podemos de algún modo ayudar es "otro cristo", "hijo de Dios Padre" que merece una peculiar atención.

        La invocación a Santa María, Reina del mundo y Madre de todos los hombres, nos hace sentirnos familia que peregrina a la Casa del Padre y solidarios de los demás hombres, nuestros hermanos.