|
Nos
imaginamos, debemos imaginarnos, al Señor pronunciando estas
palabras que nos transmite san Mateo dirigidas también a cada
uno. Palabras que nos animan a sentirnos responsables ante Dios, ya
que hemos recibido el tesoro del Evangelio; para nuestra riqueza,
para nuestro progreso personal y para dar con la propia vida frutos
de buenas obras en los demás, de modo que también en
ellos produzca fruto.
No hace mucho que
meditábamos la escena de Jesús junto al mar de Galilea:
después de confirmar a Juan como heraldo suyo, Jesús,
el Mesías prometido por Dios a través de los profetas,
escoge a varios hombres. Posiblemente los llama de entre los que le
habían escuchado poco antes: no se enciende
una luz para ponerla debajo de un celemín. Los escoge
para que le acompañen primero, y luego prosigan la tarea evangelizadora.
Manifiesta el Señor así, en efecto, que la luz que vino
a traer al mundo debe alumbrar a todos los hombres. Conviene no acostumbrarse
a esa luz, que dio un peculiar resplandor a nuestra existencia, un
brillo que no es, en modo alguno, algo sólo superficial que
pudiera considerarse postizo. Se trata de un resplandor, consecuencia
del contenido derramado por Dios en nuestra vida.
Ojalá
fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran
decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de
Jesucristo. Así leemos en Camino, porque debe notarse
nuestro trato con Dios. Ha de ser una realidad el deseo de Nuestro
Señor de que se note su luz a través de cada cristiano.
Parte de la responsabilidad que hemos contraído, al escuchar
el Evangelio de nuestra salvación, consiste en que otros escuchen
de nosotros el mismo Evangelio. Con toda verdad hemos de reconocer
que Cristo mismo, por la acción del Espíritu Santo,
nos constituye en "candeleros" de su luz, para que por nosotros
reconozcan los demás las maravillas de Dios. ¿Tenemos
personalmente esa experiencia?
Esta es la admiración
que debemos despertar en nuestros conocidos, ¡en todos ellos!
No esa otra que a veces buscamos vanagloria, gloria vana,
intentando que nos admiren, como si fuéramos los autores de
los talentos que hemos recibido. ¡Toda la Gloria para Dios!
Nuestra grandeza consistirá en reflejar honrada y fielmente
lo que de Dios procede o si queremos expresarlo de otro modo
en ser vehículos leales de sus dones, para que sea reconocida
la Gloria de Dios sobre toda criatura.
Podemos considerar
que nuestra respuesta a Dios que ha querido colmarnos de su
riqueza, debe manifestarse en obras perfectas a la medida de
los talentos recibidos de nuestro Creador y, por ello, en el empeño
por que otros muchos vivan según la divina Voluntad. Debemos
procurar que lo intenten con lo mejor de sí mismos, pues, cuenta
el Señor con cada cristiano para que sea apóstol de
sus conocidos y parientes, de paso que va enriqueciéndose con
otras acciones que manifiestan su Gloria. Uno y otro aspecto de la
santidad constituyen una única vida santa y apostólica.
Debemos preguntarnos
si frente a Dios, Señor nuestro que nos contempla, nos consideramos
personas con una misión recibida. Si recordamos que cuenta
con nosotros para extender su reino en este mundo, que, de suyo, es
tan material, aunque estemos en él nosotros, creados a su imagen
y semejanza. No es la llamada que hemos recibido a la santidad independiente
de nuestro deber apostólico. Si la caridad ha de ser la virtud
primera para el cristiano, procuraremos, entonces, además de
expresar con obras y afectos nuestro amor de Dios, manifestar también
ese amor a nuestros semejantes, pues, según enseña san
Juan, quien no ama a su hermano, a quien ve,
no puede amar a Dios a quien no ve.
Recordemos las palabras
del mismo Cristo: En verdad os digo que cuanto
hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños,
a mí me lo hicisteis. De un modo misterioso pero real,
Nuestro Señor está en cada uno de nuestros semejantes,
aunque puedan parecernos en ocasiones muy diferentes, y alejados incluso
de nosotros, no sólo físicamente, sino por su carácter,
criterios, cultura, raza, edad, etc. Son el prójimo y siempre
están ahí, al alcance de nuestras posibilidades de acción,
aunque de diverso modo en cada caso. A muchos podremos ayudarles materialmente
en sus necesidades, posiblemente dedicándoles algo de nuestro
tiempo, de nuestro ingenio o, tal vez, de nuestros medios materiales
y económicos; a todos con la oración, con la comprensión
y el afecto. En ningún caso nos quedaremos indiferentes los
cristianos o pasivos, sabiendo que otros sufren o padecen diversas
necesidades en el cuerpo o en el espíritu, pues, cada hombre
al que podemos de algún modo ayudar es "otro cristo",
"hijo de Dios Padre" que merece una peculiar atención.
La invocación
a Santa María, Reina del mundo y Madre de todos los hombres,
nos hace sentirnos familia que peregrina a la Casa del Padre y solidarios
de los demás hombres, nuestros hermanos.
|