Día 25 XII Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Lc 9, 18-24 Cuando estaba haciendo oración a solas, y se encontraban con él los discípulos, les preguntó:
        — ¿Quién dicen las gentes que soy yo?
        Ellos respondieron:
        —Juan el Bautista. Pero hay quienes dicen que Elías, y otros que ha resucitado uno de los antiguos profetas.
        Pero él les dijo:
        —Y vosotros ¿quién decís que soy yo?
        Respondió Pedro:
        —El Cristo de Dios.
        Pero él les amonestó y les ordenó que no dijeran esto a nadie
        Y añadió que el Hijo del Hombre debía padecer mucho y ser rechazado por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.
        Y les decía a todos:
        —Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará.

El camino del cristiano

Barro con luz: el sacerdote en la literatura
J. José Alviar

        Aparte de la confesión de la divinidad de Jesús por parte Pedro, que Jesús admite con claridad ante los Apóstoles, aunque les advierta que no deben comunicarlo, Nuestro Señor les habla de su próxima Pasión, según se recoge en el pasaje de san Lucas que hoy consideramos. Se detiene incluso en el hacerles un adelanto de lo que serían dentro de poco los ultrajes y humillaciones que iba a padecer y, asimismo, les anuncia su Resurrección. Parece que intenta advertirles que su divinidad no está, en todo caso, en contradicción con su ya inminente muerte ignominiosa.

        Notamos, una vez más, que es precisa la fe para vivir en sintonía con Cristo. Pide a sus Apóstoles de ayer y de nuestros días que no tengamos en cuenta nuestros razonamientos si lo que queremos es una existencia de acuerdo con el Evangelio. Un principio fundamental, elemental, básico –diríamos– de la Buena Nueva es que "no se entiende"; por intolerante, radical y poco atractiva que pueda parecer la expresión. Pero así es la fe: un convencimiento absoluto que se apoya de modo exclusivo en el testimonio de otro y no en las propias evidencias o razonamientos más o menos fundados.

        De hecho, según se nos manifiesta en el relato de este evangelista, el que iba a reconstruir de modo definitivo Israel, aquel en quien habían depositado los Apóstoles todas sus esperanzas, hasta abandonar por seguirle cuanto tenían en la vida, iba, sin embargo, a ser llevado a la muerte, despreciado por las autoridades legítimamente constituidas. Quienes, hasta el momento, habían transmitido a todo el pueblo el querer de Dios lo iban a condenar. ¿Cómo, entonces, valía la pena seguirlo todavía? O Jesús exageraba con declaraciones catastróficas sin medida acerca de sí mismo –esto pensarían en su buena voluntad a esas alturas– o únicamente uno loco lo tomaría en serio.

        Como sabemos, el tiempo acabó confirmando cada una de las palabras del Señor y puso de manifiesto, en cambio, la mentira de los que parecían investidos de toda la autoridad, aunque fuera de buena fe. Y es que, hoy como ayer, en algún caso se puede pensar y actuar de buena fe contra la doctrina de Cristo. No es fácil, sin embargo, que suceda en nuestros días entre personas con buena formación intelectual. Pero siempre fue necesario para secundar los ideales de amor del Evangelio no tomar en cuenta ni los propios criterios solamente humanos, ni un desarrollo personal entendido según criterios sólo de este mundo. La doctrina de Cristo y sus ideales han de asumirse, hacerse propios, en lugar de los que proceden de cada uno o de la mayoría, pero sin más objetivos, tal vez, que el bienestar material.

        Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará. La infinita sabiduría de Jesús le permite prever como un doble aspecto en la contradicción que padecerán sus fieles por todos los siglos. Por una parte, la ya mencionada violencia de la fe; pero está además contra el cristiano que quiere ser fiel, la imponente presión de un ambiente que discurre como alocado en sentido contrario al suyo. Son los que quieren por encima de todo salvar su vida, en palabras de Jesús. Y no son éstos, ni mucho menos, inertes en su indiferencia respecto a Dios, porque organizan, para sí mismos y para todos, unas estructuras sociales: económicas, educativas, sanitarias etc., que sólo, con gran dificultad, permiten la práctica cristiana.

        Con la virtud de la fe bien asentada en nuestra alma –pidámoslo de continuo a la Trinidad Beatísima–, nos sentimos seguros los cristianos porque el mismo Cristo prometió no abandonarnos jamás. Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, declaró poco antes de su tránsito al Cielo. Con derecho propio, pues, podemos sentirnos optimistas, firmemente convencidos de que Dios no pierde batallas. Porque una batalla en toda regla está entablada, quizá de modo especial en nuestros días, a la que cada uno estamos convocadoss. El Concilio Vaticano II lo explica así: A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.

        Hoy como nunca parece necesaria la oración, según aconseja de continuo el Santo Padre, para lograr esa ayuda de la gracia de Dios en cada jornada, firmemente persuadidos de que lo nuestro es la cruz: Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga ... Toda una opción para el hombre de hoy: decidirse por el sufrimiento, que todo amor verdadero conlleva, en la confianza de una permanente asistencia y consuelo de Nuestro Señor, que nos quiere felices también el medio de la tribulación.

        Además, nos quiso dejar a su Madre. Se diría que es una finura del amor de Nuestro Dios con sus hijos, que quiere que tengamos el más dulce de los consuelos, hasta humanamente, en el camino hasta la santidad.