Día 3 XXII Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Mt 16, 21-27 Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.
         Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo:
         —¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso.
         Pero él se volvió hacia Pedro y le dijo:
         —¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
         Entonces les dijo Jesús a sus discípulos:
         —Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará.
         »Porque, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?, o ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del Hombre va a venir en la gloria de su Padre acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta.

Del dolor cristiano a su alegría

Juego, ecología y trabajo: tres temas teológicos desde las enseñanzas de San Josemaría Escrivá
Rafael Hernández Urigüen

        Las palabras de Jesús recogidas por San Mateo en su Evangelio que hoy consideramos, enfrentan al hombre de modo inequívoco, por la insistencia reiterada de Jesús, con la realidad del sacrificio. Lo que de algún modo contraría, lo que cuesta, aquello que de diversos modos nos produce dolor, nos hace sufrir; no es, sin embargo, necesariamente malo. Muy al contrario, la Cruz –que auna en sí todo lo que podría parecer contrario al hombre desde una visión sólo terrena– nos es imprescindible en la vida según el plan de Dios.

        Cuando se trata de dejar claro cómo se logra lo que nos es en verdad valioso, siempre se concluye que es a base de esfuerzo y, en cierto sentido, de renuncia. "Quien algo quiere, algo le cuesta", solemos decir. Y es de experiencia común que a mayor y más excelente el objetivo que se pretende, más cuesta y mayor debe ser el empeño por lograrlo. De ahí que bastantes se retraen de intentar metas altas, desanimados por el trabajo que imaginan. Les domina esa opción que han hecho por sí mismos, que les impulsa a evitar exigencias incómodas, aún sabiendo que se quedan sin la opción mejor: la que tiende al enriquecimiento por un mayor valor logrado.

        Casi de continuo insiste Jesús en la necesidad del esfuerzo. El Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan, aclara, con expresión que hoy en día puede parecer intransigente. Y recordamos el anuncio de su Pasión, tal como el propio Cristo la expuso en síntesis a los Apóstoles. El sentido de su vida entre los hombres, a partir de encarnarse en Santa María Virgen, era la Redención del género humano. Con la vida y muerte de Cristo el hombre podría recuperar esa intimidad con la Trinidad Beatísima, perdida por el pecado, para la que había sido pensado por Dios Creador desde el principio. Los días del Hijo de Dios en la tierra fueron de trabajo esforzado; con todo su afán sólo para lo que más favorezca a los hombres. Los días de Jesús, de su vida pública entre los hombres, son –a costa de todo lo propio– una permanente entrega suya en favor nuestro.

        Hecho hombre por amor a los hombres, quiso además mostrarnos con el ejemplo visible de su transcurso terreno el modo supremo de amar. En la Cruz consuma su entrega redentora: Todo está cumplido, exclama al morir. Pero cada día de Jesús en su vida mortal es ya una manifestación plena de ese mismo amor y entrega. En cada jornada Cristo ponía toda su humanidad Santísima en una renuncia efectiva de sí mismo por los que le rodeaban. La Cruz y la muerte serán el colofón de su mismo ofrecimiento cotidiano, que el primer Viernes Santo se concretó en la entrega definitiva de su vida en el Calvario.

        Ningún ideal se hace realidad sin sacrificio. —Niégate. —¡Es tan hermoso ser víctima!

        Con ese optimismo realista contemplaba san Josemaría el sacrificio por amor. Porque la belleza proviene del amor. Es simpleza, pues, ver la vida del cristiano consecuente con su fe como un "calvario", en el sentido pobre que a veces se da a esa palabra. Hay Cruz, sí, y dolor; pero el cristiano sólo quiere la Cruz de Cristo; una Cruz con la que ama y alcanza la Vida Eterna para sí, al ofrecier su propia vida en sacrificio por los demás. Así, el sacrificio no es un castigo, sino instrumento de salvación. De salvación y de alegría, porque –por Gracia de Dios– la auténtica felicidad sólo proviene de ese sacrificio. ¡Con alegría, ningún día sin Cruz!, clamaba con razón san Josemaría.

        Es lógico que en ocasiones nos cueste "entender" la necesidad del dolor. Por esa rebeldía, que de continuo nos reclama ser "autónomos" y dueños absolutos de nosotros mismos, no queremos tolerar el sufrimiento. La soberbia –apego desordenado al yo–, que nos incita a vernos libres hasta de Dios, aparte de ser poco realista y nada razonable, pues se nos muestra con evidencia nuestra condición de criatura a poco que seamos francos con nosotros, es el origen de ese no "entender" y de la rebeldía consiguiente.

        "Es tal la actual condición del hombre, que únicamente puede mostrar su amor en categorías de sufrimiento". Así razonaba un buen conocedor de la humana naturaleza, que sí estaba dispuesto a ser consecuente con ella aunque tuviera que padecer en aras de la verdad. Las palabras de Nuestro Señor son, por lo demás, inequívocas aunque exigentes: Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará.

        Es esa vida, plena en Cristo –prevista para cada uno en el plan divino– en la que pensamos. La misma vida colmada de generosa entrega que deseamos que los demás vivan con nosotros. Esa vida que cuando se difunde, cuando muchos al cundir el buen ejemplo logran implantar en cierto ambiente, en una sociedad, allí se respira paz, alegría, optimismo, un sentido positivo de la existencia humana, aún cuando no se pueda evitar el dolor; porque, en nuestra actual condición, será siempre compañero de viaje, como debe serlo también la alegría.

        Después de su Hijo, es María quien más ha sufrido en este mundo, también con sus ojos puestos siempre en Dios. Por eso es la más feliz y causa de nuestra alegría.