Día 12 XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Mt 25, 1-13 Entonces el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!» Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las necias les dijeron a las prudentes: «Dadnos aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan». Pero las prudentes les respondieron: «Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras». Mientras fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» Pero él les respondió: «En verdad os digo que no os conozco». Por eso: velad, porque no sabéis el día ni la hora.

No perder la presencia de Dios

Orar con los primeros cristianos
Gabriel Larrauri

        Seguramente nos era a todos de sobra conocida esta parábola tan luminosa del Señor. Palabras muy comentadas, puesto que podemos extraer de ellas importantes consecuencias prácticas para nuestra vida. Convendrá, por eso, que las consideremos otra vez en nuestra oración personal, sin prisas y quizá con el solo evangelio como ayuda, encomendándonos al Paráclio, pues salta a la vista la divina enseñanza. Captaremos así nuevamente, pero con más luz, su contenido.

        Ahora nos fijarnos tan sólo en la última de las frases: en la conclusión y en el resumen de esta enseñanza de nuestro Maestro: Vigilad, pues, porque no sabéis el día ni la hora, termina diciendo Jesús a los que le escuchan. Una enseñanza muy sabida por todos –podríamos pensar–, aunque sea poco eficaz, sin embargo, para muchos. Conscientes, como somos, de que hoy mismo podríamos ser llamados por Dios, solemos pensar, no pocas veces, que es poco probable y, por el momento, nos permitimos olvidarnos de Dios y vivir de espaldas a lo único que da sentido la vida del hombre, a nuestra existencia.

        Vivir hacia Dios, porque somos sus hijos muy amados, colma de dignidad nuestra vida, nos da la mayor categoría que existe en este mundo. De ahí que suponga una pérdida sin igual oponerse a Dios o simplemente no actualizar de algún modo la tendencia a lo divino. Las vírgenes necias de la parábola incurren en este defecto. Son como esas personas que, al confundir su felicidad particular –una tranquilidad que podríamos llamar privada o, a su modo– con el verdadero ideal de Dios y en Dios para ellos, pretenden una paz a base de centrarse en sus intereses, o en sus caprichos, dejando de lado, a sabiendas, el querer de Dios. Dicen ser leales a Dios –se sienten cristianos– y, en su contradicción, se desentienden de Él en el día a día de modo consciente, y lo saben, aunque se hagan los locos.

        Unicamente preocupados de sí mismos –más bien habría que decir de su satisfacción momentánea– y no de Dios, ponen su interés en ese instante inmediato de gozo privado, de autosatisfacción. Los demás momentos que es necesario esperar, en una espera activa –no inerte, no solamente soportando, como si nada hubiera que hacer salvo estar allí– carecerían de interés, porque no repercuten en inmediato deleite. No interesa entonces para ellos tanto amar como gozar. Un gozo que puede, desde luego, incluso impulsar al esfuerzo y animar al empeño en una espera paciente, pero que se soportan únicamente por ser condición inevitable para la satisfacción personal y que compensan en el conjunto.

        Por eso, el momento de la recompensa (lo único que interesa en realidad a esas personas), ese instante final del premio prometido, se ve lleno de incertidumbre, y se tiene la impresión de vivir en una especie de vacío, incómodo con frecuencia, entre ahora y el instante valioso, el únicamente interesante, el definitivo, que sería el último de la vida. Es lógico que falte entonces la decisión de esperar activamente, con interés y paz a la vez mientras se aguarda. Esto es lo que caracteriza la espera con verdadero sentido: amando

        La alegría plena y definitiva es una perfecta comunión de amor, que Dios nos ha prometido con Él. Como todo amor, reclama una donación mutua. Y ya que hemos recibido de Dios cuanto somos y tenemos, y concretamente la sin igual capacidad de conocerle y amarle, es necesario dirigir nuestra inteligencia y voluntad hacia Él, si queremos amarle como debemos. Si no, acabamos de modo necesario empleando esos talentos o capacidades que nos configuran como personas –inteligencia y voluntad– para caprichos privados. No cumplirán ya su fin, sino otros objetivos egoístas en el intento de una felicidad que solamente existe en nuestra imaginación.

        Sólo Dios, eterno, que no está sometido al tiempo, conoce cuando será ese último día en el que deberemos estar preparados para nuestra salvación. Es posible, que si lo conociésemos, estaríamos, mientras tanto, por egoísmo, empequeñeciéndonos como personas al no pensar en Dios. Así es la vida de algunos que, satisfechos con lo terreno, no echan en falta la paz y la alegría que sólo Dios puede dar. Por el contrario, quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta, concluye santa Teresa de Ávila.

        No son suficientes unas buenas disposiciones iniciales. Como las vírgenes necias, bastantes son muy conscientes de que un momento de su vida será el definitivo: ese instante final con un premio o un castigo de Dios. Pero, como aquellas vírgenes fracasadas, no quieren pensar, sin embargo, que uno cualquiera de sus días, sin ellos saberlo y por más que no quieran, puede ser el último: sólo Dios es realmente libre y sabio en sentido absoluto. También, pues, por simple prudencia, por elemental sentido común, debemos concluir cada jornada tranquilos, dispuestos a recibir a nuestro Dios.

        Que cada nuevo día, cada instante, se nos presente como otra oportunidad más para el amor. Entonces la espera es crecimiento en el amor. Así discurrió la existencia de Nuestra Señora. A Ella nos encomendamos para que nos haga descubrir las ocasiones de agradar a Dios que aparecen de continuo en nuestras jornadas.