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Día 19 XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario |
Evangelio:
Mt 25, 14-30 »Porque es como un hombre que
al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó
sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo:
a cada uno según su capacidad; y se marchó. El que había
recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con
ellos y llegó a ganar otros cinco. Del mismo modo, el que había
recibido dos ganó otros dos. Pero el que había recibido
uno fue, hizo un agujero en la tierra y escondió el dinero de
su señor. Después de mucho tiempo, regresó el amo
de dichos servidores e hizo cuentas con ellos. Cuando se presentó
el que había recibido los cinco talentos, entregó otros
cinco diciendo: «Señor, cinco talentos me entregaste; mira,
he ganado otros cinco talentos». Le respondió su amo: «Muy
bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré
lo mucho: entra en la alegría de tu señor». Se presentó
también el que había recibido los dos talentos y dijo:
«Señor, dos talentos me entregaste; mira, he ganado otros
dos talentos». Le respondió su amo: «Muy bien, siervo
bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo
mucho: entra en la alegría de tu señor». Cuando
llegó por fin el que había recibido un talento, dijo:
«Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde
no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui
y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo».
Su amo le respondió: «Siervo malo y perezoso, sabías
que cosecho donde no he sembrado y que recojo donde no he esparcido;
por eso mismo debías haber dado tu dinero a los banqueros, y
así, al venir yo, hubiera recibido lo mío con los intereses.
Por lo tanto, quitadle el talento y dádselo al que tiene los
diez. |
La vida pensando en Dios |
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La Iglesia nos ofrece en este domingo una enseñanza más de Jesucristo sobre el Reino de los Cielos. Si en otro momento nos recordaba que es un Reino siempre actual que reclama del hombre un interés permanente, como el de las vírgenes prudentes que aguardaban siempre dispuestas al Esposo, ahora nos hace ver que es además un Reino a la medida de cada uno. Los hombres, como servidores del gran Rey, Señor del mundo, nos vemos dotados de diversos talentos que nos configuran, que definen nuestra capacidad. Dios, Señor de cielos y tierra y justo juez, retribuye a cada individuo –depositario de sus dones– en función del empeño por corresponder a esos dones que de Él ha recibido. Ese empeño, desvelo y medida del interés y amor por su Señor, es la respuesta humana al requerimiento divino. El gran Rey es Señor absoluto, pues nadie le puede superar en majestad y poder: es Dios, Creador del Universo y domina sobre cuanto existe. También el hombre es señor, aunque no absoluto, pues su dominio no alcanza a toda la realidad. Es el hombre señor de los talentos que, –en su caso– Dios le ha otorgado; ante todo la capacidad que tenemos para alcanzar nuestro destino en Él, gracias a la condición de personas que nos ha concedido. Esa real impresión de control que tenemos sobre nosotros mismos y el efectivo ejercicio libre de nuestras capacidades son manifestaciones de la dignidad humana. No es, por consiguiente, lo decisivo para cada persona si tiene muchos o pocos talentos –Dios, Señor absoluto, nos los ha otorgado de modo diverso a cada uno según su voluntad–, es más importante lo que libremente ponemos de nuestra parte para hacer rendir los dones divinos. Sólo con ser personas debemos reconocer agradecimiento a nuestro Creador; pero, además, nos vemos con algunas cualidades; que, aunque puedan ser escasas, son verdaderos talentos; es decir, oportunidades de servirle conscientemente: de amarle. No debiéramos apenarnos por pensar que tenemos pocas cualidades, ni sentirnos orgullosos si nos parece que valemos mucho. Preguntémonos, en cambio: ¿hago todo lo que puedo? ¿Soy consciente de que es para Dios mi actuación, o me preocupa, más bien, el beneficio particular que obtengo? A partir de preguntas de ese estilo descubriremos nuestra rectitud. Si con frecuencia comparamos la propia conducta con la de otros; si ponderamos excesivamente el éxito o el fracaso; o si de ello depende bastante nuestro estado de ánimo; si, en ocasiones, nos molesta el triunfo de los demas..., es señal de que no valoramos nuestras cualidades como lo que son: oportunidades recibidas de Dios para servirle, las que Él nos ha otorgado –suficientes, por tanto– para amarle. Observemos que el señor de la parábola, en esta ocasión, concede el mismo premio a los dos servidores que hicieron rendir sus talentos. No se fija, en efecto, en cuánto consiguió cada uno. El primero obtuvo cinco talentos como fruto de su esfuerzo, el segundo solamente dos. Aunque el primero logró más del doble que el segundo ambos escuchan: Muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu señor. No menciona el señor para nada la eficacia material. Sólo tiene en cuenta que los dos han trabajado bien a la medida de los talentos recibidos y que, por eso, los dos doblaron su capital. ¡Cuántas veces la satisfacción personal no es a la medida de la honradez, de la rectitud, de la justicia! Y, ¡con cuánta frecuencia buscamos ante todo sentirnos satisfechos de nosotros mismos! Valdrá la pena hacer un examen de conciencia detallado sobre la realidad objetiva de nuestra conducta. Debemos, por tanto, observar el resultado de nuestras acciones y ver simultáneamente si hay progresos en nuestra vida contemplada en la presencia de Dios, sin caer en comparaciones con la vida y los resultados de otros. Si, en definitiva, mejoramos, no por amor propio, sino por amor a Dios. Nuestra Madre, Santa María, convencida de su pequeñez ante Dios, busca sólo ser su esclava: quiere ser toda para Dios. Y el Creador, que no se deja ganar en generosidad, la eleva en cuerpo y alma al cielo. |
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