Día 7 Domingo El Bautismo del Señor

        Mc 1, 7-11 Y predicaba:
—Después de mí viene el que es más poderoso que yo, ante quien yo no soy digno de inclinarme para desatarle la correa de las sandalias. Yo os he bautizado en agua, pero él os bautizará en el Espíritu Santo.
        Y sucedió que en aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y nada más salir del agua vio los cielos abiertos y al Espíritu que, en forma de paloma, descendía sobre él; y se oyó una voz desde los cielos:
        —Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he complacido.

Con el Padre, con el el Hijo y con el Espíritu Santo

Palabra de Dios para los Domingos y Fiestas
David Amado

        Antes de dar comienzo a su misión apostólica Nuestro Señor es bautizado por Juan, el Bautista, como hoy recordamos. De los varios detalles que nos ofrece el evangélico propio de esta fiesta, nos fijaremos esta vez únicamente en esa manifestación de la Trinidad –"Teofanía"– que, al comienzo de la vida pública de Jesucristo, pone de manifiesto en cierta medida todo el Evangelio. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, por así decir, se hacen ver. Es como si, por unos instantes, abandonara Dios su trascendencia absoluta respecto al hombre, para que éste tenga alguna experiencia de que Él y así puda constar para siempre.

        A lo largo de los años siguientes, el Hijo, que había tomado carne humana para abrirnos el acceso a la intimidad divina, vivió como perfecto hombre entre los hombres, pero sin perder la vida sobrenatural de relación íntima con el Espíritu Santo y con el Padre. Con mucha frecuencia dejaba traslucir Jesús esta comunión de las tres Personas. Así, se dirige expresamente al Padre, antes de los milagros. Otras veces habla de "mi Padre", o de "vuestro Padre" –refiriéndose a nuestra relación con Él– revelando, de este modo, que tenemos un verdadero Padre en el Cielo. En ningún momento, sin embargo, utiliza la expresión "nuestro Padre", como si el Padre eterno pudiera serlo de nosotros en el mismo sentido que lo es del Verbo encarnado. El hombre –criatura, aunque especialmente amada por Dios– puede llegar a ser hijo de Dios por adopción, mientras que el Hijo lo es por naturaleza, siendo el mismo Dios.

        Recordamos las palabras de Jesús a María Magdalena la mañana misma de su resurrección:

        —Suéltame, le dijo, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios».

         También los hombres tenemos un Padre en los cielos. Y es tan decisiva esta realidad, que así –Padre– llamamos a Dios al rezar con la oración que Cristo nos enseñó: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre... Para sus hijos, los hombres, Dios es sobre todo un Padre. Es un Padre, el mejor de los padres posible; y, por asombroso que nos parezca, nos quiere a cada uno muchísimo más que el mejor padre del mundo pueda querer a su único hijo.

        Decíamos que Jesús se refiere también en numerosas ocasiones a la Tercera Persona trinitaria, al Espíritu Santo. Recordemos, entre otras, aquella declaración rebosante de lógica humana y sobrenatural: Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? Son palabras del Hijo, de nuestro Salvador, que nos anima a pedir a Dios –ya que es verdadero Padre de los hombres– lo mejor que Él tiene. Quiere que seamos como los hijos pequeños con sus padres que, sin más contemplaciones, les piden lo más grande, lo más hermoso, lo mejor.

        El Espíritu Santo, Dios Santificador, actúa de modo permanente dando luz, fuerza, estímulo a nuestra vida cristiana. Por eso, deberíamos tenerlo de continuo en la mente y en el corazón. Deseemos que nos conduzca santamente por el mundo: en cada momento, en cada circustancia. De hecho, Jesús prometió a sus discípulos –y en ellos estábamos cada uno– la asistencia infalible de la Tercera Persona para los momentos de persecución por el Evangelio: cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué debéis decir; porque en aquel momento se os comunicará lo que vais a decir. Pues no sois vosotros los que vais a hablar, sino que será el Espíritu de vuestro Padre quien hable en vosotros.

        La vida del hombre sólo es realmente rica si –aparte de ser una permanente relación con las personas, con las cosas, con las circunstancia de este mundo– es, ante todo, una existencia de continua relación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Si no, es necesario afirmar –sin miedo a que alguno nos tache de exagerados– que es un fracaso de vida humana. Habiéndonos pensado y creado el Amor de Dios para la Trinidad, nos quedaríamos truncados, chatos; más, haríamos el ridículo ante los hombres y ante los ángeles, si todo nuestro horizonte fueran las grandezas de este mundo.

        Recordemos, finalmente, aquel momento –próxima ya su pasión y muerte– de la resurrección de Lázaro. Ante el sepulcro de quien lleva ya cuatro días enterrado, Jesús se dirige al Padre delante de los presentes:

        Alzando los ojos hacia lo alto, dijo:
        —Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas, pero lo he dicho por la muchedumbre que está alrededor, para que crean que Tú me enviaste. Y llama a Lázaro, que sale del sepulcro.

        Jesús, que encarnó nuestra humanidad, también para darnos ejemplo con su vida, manifiesta sin disimulo su permanente relación con el Espíritu Santo y con el Padre. Santa María, que concibió a Jesús por obra del Paráclito, es la más feliz de las criaturas, porque Dios la contempla como Hija, Madre y Esposa. Encomendémonos a su cuidado maternal, para que nos consiga la gracia de vivir también en un trato continuo y feliz con la Trinidad.