Día 28 IV Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Mc 1, 21-28 Entraron en Cafarnaún y, en cuanto llegó el sábado, fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas. Se encontraba entonces en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro, que comenzó a gritar:
        
¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!
         Y Jesús le conminó:
        
¡Cállate, y sal de él!
         Entonces, el espíritu impuro, zarandeándolo y dando una gran voz, salió de él. Y se quedaron todos estupefactos, de modo que se preguntaban entre ellos:
        
¿Qué es esto? Una enseñanza nueva con potestad. Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen.
         Y su fama corrió pronto por todas partes, en toda la región de Galilea.

Vida de fe

Disfrutar de Gaudí

 

        Nos ofrece hoy la liturgia de la Iglesia, una vez más, uno de tantos milagros de Nuestro Señor. Y nos quedamos entre admirados, maravillados y perplejos ante ese poder tan inaudito, pero, por otra parte, tan habitual en la vida del Señor. Si algo es famoso y universalmente conocido de la vida de Jesús de Nazaret, es su capacidad de hacer el bien para los hombres. Pero no solamente el bien a toda hora en favor nuestro, incluso a costa de su vida, como reconocemos en la Pasión. Nos favorece también con su capacidad absoluta para lo que nosotros nunca podremos, por grande que sea nuestro empeño, nuestra sabiduría y nuestro poder. Jesús hace prodigios: su poder nos admira, porque es omnipotente. En el Señor observamos siempre una perfecta armonía entre sus deseos, por imposibles que nos resulten, y su poder. Y hasta tal punto, que nunca es su capacidad algo que matize o condicione su querer, como nos sucede habitualmente a los simples hombres. Siendo también Dios, su querer siempre se cumple, su poder realiza todo su querer.

        Jesucristo obra numerosos milagros ante los hombres, pero no, ciertamente, para hacer un alarde y admirarnos con ellos, como si se enriqueciera de algún modo con algo nuestro. Ninguna necesidad tiene del reconocimiento del hombre, habiéndose encarnado sólo para nuestro provecho, por amor. Con los milagros Jesucristo manifiesta su trascendencia, de modo que viéndole como hombre le reconozcamos también como Dios. Nos muestra así el amor de Dios por el hombre.

        Con el milagro que hoy recordamos, manifiesta Jesús su poder sobre el demonio que poseía a aquel hombre de la sinagoga: Manda incluso a los espíritus inmundos y le obedecen, reconocen todos. Era notorio para la gente que algún espíritu inmundo dominaba a uno de sus paisanos en Cafarnaun, y que ninguno de ellos podría obligar al demonio a salir de aquel hombre. Sin embargo, muchos de ellos, aún después de ver el milagro, no le aceptan como Dios, que es Señor de cuanto existe y domina sobre todo espíritu. Por el contrario que llegan a decir que expulsa a los demonios con el poder del príncipe de los demonios. Como si satanás, que siempre quiere dañarnos, pudiera actuar en favor nuestro.

        Es innegable, hoy como hace dos mil años, la existencia de un poder en el mundo trascendente a los hombres. Son numerosos los fenómenos que no podemos explicar, que exceden con mucho a nuestra capacidad y que, desde luego, son efectos que reclaman su causa. Jesucristo se nos presenta como el Hijo de Dios que tomó nuestra carne y que, con su venida al mundo, se hizo imprescindible para toda vida verdaderamente humana: para la vida en Dios que quiso el Creador para nosotros. El Evangelio, pues, ese divino mensaje para los hombres que incluye la Redención, nos enseña una conducta de fe: que aceptemos como Dios a Jesucristo. El Hijo de Dios encarnado –nos dice el Evangelio–, por voluntad de Dios y para la liberación del hombre del pecado y de la muerte, se ha hecho imprescindible para una existencia humana digna. No nos basta con nuestros medios, con nuestro solo esfuerzo. No son suficientes nuestras capacidades aunque sean heroicamente ejercidas. No saldríamos con todo eso de nosotros mismos y llegaríamos, todo lo más, a ser hombres perfectos, pero intranscendentes, no saldríamos de los límites de este mundo. El hombre de suyo aspira a la trascendencia, tenemos anhelo de infinitud y, por tanto, necesitamos la fe; y Jesucristo es la respuesta a este misterio humano.

        También en nuestros días, como hace dos mil años, es necesario que muchos se asombren, que nos asombremos aún más del poder de Dios. Posiblemente nos acostumbramos demasiado a lo extraordinario. Nos parece sin mayor importancia, porque es habitual convivir a diario con lo que nos supera de modo absoluto. Sin embargo, no es razonable pasar con indiferencia sobre acontecimientos que debían llenarnos de asombro, aunque nos sucedan todos los días: el misterio de la vida, de la inteligencia, de la libertad... Además, también hoy se dan fenómenos milagrosos, como en tiempos de aquel endemoniado y como en todo tiempo. Contamos con abundantes pruebas de ellos, que son innegables ante una recta razón. Son particularmente numerosas las curaciones milagrosas, como las que apoyan tan a menudo la beatificación o canonización de los santos, o las que prueban la intercesión de la Santísima Virgen en favor de los hombres, según se demuestra en tantos santuarios marianos.

        A la Madre de Dios nos encomendamos. Ella, que es, según las palabras de su prima Isabel, bienaventurada por haber creído, nos concederá una inteligencia clara para reconocer la acción divina, tanto en lo ordinario como en lo extraordinario.