Día 18 V Domingo de Cuaresma

        Evangelio: Jn 12, 20-33 Entre los que subieron a adorar a Dios en la fiesta había algunos griegos. Así que éstos se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y comenzaron a rogarle:
         —Señor, queremos ver a Jesús.
         Vino Felipe y se lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe fueron y se lo dijeron a Jesús. Jesús les contestó:
         —Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna. Si alguien me sirve, que me siga, y donde yo estoy allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, el Padre le honrará.
         "Ahora mi alma está turbada; y ¿qué voy a decir?: "¿Padre, líbrame de esta hora?" ¡Pero si para esto he venido a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre!
         Entonces vino una voz del cielo:
         —Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré.
         La multitud que estaba presente y la oyó decía que había sido un trueno. Otros decían:
         —Le ha hablado un ángel.
         Jesús respondió:
         —Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí.
         Decía esto señalando de qué muerte iba a morir.

La misión de Jesús

En la intimidad
con Dios
Benedikt Baur
        

        Varios detalles de la vida del Señor nos ofrece san Juan en este pasaje evangélico. Nos podríamos fijar en ellos, tratando de extraer las ricas enseñanzas que el Espíritu Santo pone a nuestra consideración para desarrollo de cada uno a través del evangelista. Ahí están, y vale la pena que meditemos cada expresión de estos versículos escritos y transmitidos por la voluntad de Dios: en todo tiempo son actuales. Procuremos esta vez, sin embargo, fijarnos en la figura de Cristo que manifiesta ya cual será la clave de su victoria salvadora: lograr la vida eterna para el hombre, que es el sentido –razón de ser– de la Redención.

        Jesús lo manifiesta de modo insistente. Hasta lo recalca con una bella imagen para que nos entre bien por los ojos: si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. Es, en este mundo, la condición necesaria para el vedadero amor. El bien ajeno y propio real únicamente lo logramos a costa de nosotros mismos. Es lo que ha quedado dicho con tantas expresiones que ya son clásicas: "quien algo quiere, algo le cuesta"; "ningún ideal se hace realidad sin sacrificio"; "el dolor es la piedra de toque del amor"; o, "en nuestra actual condición, no puede expresarse amor sino en categorías de sufrimiento". Y en la medida en que se espera un mayor bien o que sean muchos los que participen del amor, el dolor debe ser entonces más intenso y más total la renuncia.

        No se tratará, pues, de eludir la adversidad que de ordinario se nota mientras procuramos el bien. Se tratará, por el contrario, de perseverar en el intento, amando, a pesar del dolor. Esa perseverancia es la mejor prueba de un verdadero amor. Consiste en olvidarse de lo propio: aborrecer la vida en este mundo, dice Jesús, es condición para salvarla en la vida eterna. Por el contrario, el que ama su vida la perderá. Concluímos, por tanto, que nuestra existencia –esta vida que llena de actividad queremos que nos enriquezca: en la que deseamos triunfar– no debemos orientarla al éxito o al confort humanos, sino, más bien, a la entrega decidida de cuanto humanamente satisface, para que otros ganen por la energía y los medios que les dedicamos, que podríamos haber empleado en nosotros mismos.

        Aquellos griegos, deseosos de conocer a Jesús, posiblemente esperaban ver en Él un prodigio de esplendor y gloria humanos: de fuerza, de sabiduría, de capacidades extraordinariamente espectaculares; pero el Señor es tajante y no ofrece el espectáculo que esperan. En ningún momento niega su extraordinaria virtud, ni afirma que le falten poder y sabiduría. Pero, siendo Dios no hizo alarde de su condición divina, dirá san Pablo. Así nos muestra la grandeza de su amor. Muestra además su absoluta superioridad sobre todo hombre, con su voluntad eficaz, efectiva, de entregarse libremente hasta la muerte por la humanidad.

        Ese momento de la entrega es el "momento" de Jesucristo: el momento para el que ha venido a este mundo. Por duro que le resulte, no debe huir de él ni desear verse libre del tremendo dolor que le supone: ¡para esto he venido a esta hora!, declara. Y, acto seguido, pide y obtiene una confirmación en el Cielo, no para Sí, que no la necesita, sino para el pueblo que le escucha: Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré. El Padre eterno aprueba expresamente la actitud del Hijo.

        Y Jesús concluye, declarando lo que será la única condición para la eficacia de su misión redentora: cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Una fuerza divina nos impulsa hasta la misma divinidad. Nuestra pobre humanidad puede compartir la existencia con el Creador. Pero para ser atraídos hasta El, Cristo debe ser levantado sobre el mundo: muriendo sobre la Cruz en redención por los hombres y alzado sobre nuestra existencia como un ideal que ilumine, guíe e impulse hasta Dios la vida de los hombres.

        ¿Quiero yo, como Santa María, que toda mi vida esté iluminada e inspirada por Jesucristo y sólo por El? ¿Deseo, en concreto, de la mañana a la noche, temerle presente mientras camino, cuando descanso, en el trabajo? Quizá, de un modo particular en el trabajo; que debe ser un acto permanente de adoración, porque pretendo entonces ante todo servir, morir a mí mismo, como el grano de trigo, para que haya muchos más que, a su vez, deseen también dar la vida por Dios, imitando a su Madre, para también vivir en El.