Día 22 IV Domingo de Pascua

        Evangelio: Jn 10, 11-18 En aquel tiempo dijo Jesús:
        —Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas. El asalariado, el que no es pastor y al que no le pertenecen las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye -y el lobo las arrebata y las dispersa-, porque es asalariado y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor, conozco las mías y las mías me conocen. Como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre.

Dios nos anima a confiar en Él

Aquella joven de blanco

        Comenzamos nuestra reflexión meditada –nuestra oración– tomando pie de estas palabras que nos transmite san Juan, y damos gracias a Dios porque nos ha querido tanto, porque nos trata con todo primor para nuestro bien. Jesucristo se compara a un buen Pastor y nosotros seríamos las ovejas de su rebaño. No pensemos, sin embargo, en cualquier tipo de pastor, sino en el pastor que nos describe Jesús: en el buen pastor que da la vida por sus ovejas. Así es el Señor: como un pastor bueno, dando su propia vida –del todo– por cada uno de nosotros. ¿Y, por qué da su vida por los hombres?: porque somos suyos, porque nos ama, porque le pertenecemos. El es nuestro dueño. Por fuerte y excesiva que a alguno pueda parecerle la expresión, así es; y es, además, la razón de su interés por nosotros:. Sino fuéramos suyos, no tendría por qué dar su vida. Pero Nuestro Señor no se interesa por los hombres por encargo, como quien se dedica a algo determinado, pero podría ocuparse igualmente a otra actividad, quizá también satisfactoria.

        Nos conviene meditar en lo que es la razón del interés de Dios por cada uno. Que somos suyos: cosa de Dios. No como las cosas nuestras, que muchas veces tratamos con descuido y hasta con desprecio, que son puros instrumentos que utilizamos, a los que damos poco valor por sí mismos y, más bien, los tenemos en cuenta por el servicio que nos hacen. No, que nadie da su vida por algo así.

        El que simplemente se ocupa de alguien, por alguna razón, pero sin interés por la persona, sentirá no pocas veces la tentación de despreocuparse. En cambio, ni la incomodidad, ni el cansancio, ni la falta de correspondencia o de resultados, son motivo de desánimo para quien siente como algo suyo, muy suyo, al que debe mejorar. El buen Pastor es así: se demuestra pastor bueno ante las rebeldes, las perdidas o enfermas, ante las flacas, ante las poco valoradas, ante las más necesitadas. Y no se echa atrás porque la entrega y el sacrificio que su trabajo supone se le haga más difícil. Ante todo tiene presente –es lo que le mueve– el bien de aquellos a quienes puede ayudar.

        Resulta ciertamente atractiva la figura evangélica del buen Pastor. Podemos y debemos alimentar nuestra oración meditando repetidamente estas palabras de Jesús. Por una parte, y en primer lugar, podemos fijarnos en que, como cristianos, hijos de Dios, somos cada uno de esas ovejas del Señor, por las que da su vida. ¡Qué honor, imposible de valorar, ser, sin mérito alguno por nuestra parte, de esas ovejas! Aunque de vez en cuando nos rebelemos. De otra parte, el Señor nos da ejemplo, y debemos preguntarnos si sentimos una responsabilidad como la suya, por muchos que están alrededor nuestro. Por la gracia de Dios, tenemos más visión sobrenatural, tal vez; somos más fuertes que otros para vivir una vida cristiana, también por la gracia de Dios; y esto nos compromete con Dios, Nuestro Padre, autor de la gracia.

        ¿Cómo somos tú y yo buenos pastores? ¿A cuántos procuro conducir suavemente por caminos de fe, intentando que valoren su vida contemplándola de tejas arriba: como Dios la contempla? ¿A cuántos llevo por caminos de esperanza, intentando que se alegren porque les ayudo a ver a Dios y su eternidad, como la felicidad inmensa que les aguarda? ¿A cuántos por caminos de Amor, con mayúsculas, enseñándoles a responder con el quehacer cotidiano a la voluntad de Dios, porque “obras son amores”?

        Tal vez comprendemos que cada uno debemos ser la primera oveja de ese rebaño nuestro, si queremos que con el tiempo vaya siendo más numeroso. Comencemos fomentando los actos de fe durante nuestra jornada: unas palabras de cariño a nuestra Madre del Cielo cuando contemplamos su imagen; una visita –basta un instante–, aunque sólo sea una genuflexión, ante el sagrario que nos pilla de paso; un saludo, también al angel de la guarda, cuando nos cruzamos con un conocido, quizá más especialmente en casa, con los nuestros... Del mismo modo, sentiremos como una obligación –dichosa obligación– tener siempre y transmitir suna alegría contagiosa, que puede extrañar a los que nos traten y que no nos importará reconocer, que es la alegría de sentirse hijos de Dios: raíz y fundamento de la virtud teologal de la esperanza. La caridad teologal debe ser la cima de la mujer y del hombre cristianos. Confiando en Dios y con la esperanza de poseerle, la vida va concretándose en instantes de amor. Se trata habitualmente de cosas pequeñas que parecen intrascendentes, por lo ordinarias y corrientes que son, pero que están cargadas de toda la trascendencia y la grandeza de Dios: Él las espera, como espera el buen padre un beso de su hijo o que cumpla su pequeño encargo.

        En el redil de los hijos de Dios está también Santa María. Su sola presencia anima, comforta, alegra y colma de celo apostólico el corazón. Y entonces nos sentimos con santa inquietud, pensando en esos otros que aún no quieren que Cristo los conduzca.