Día 26 San Josemaría Escrivá de Balaguer

        Evangelio: Lc 5, 1-11 Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.
        Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón:
        —Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.
        Simón le contestó:
        —Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes.
        Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:
        —Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
        Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón:
        —No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás.
        Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.

La vocación de apóstol
Vivir el Opus Dei

        Nos ofrece la liturgia de la Iglesia, en la conmemoración de san Josemaría Escrivá, el relato evangélico de la pesca milagrosa narrada por san Lucas. Pedro, al contemplar el prodigio, salió de su barca convertido en pescador de almas para el Reino de los Cielos. Como recuerda san Josemaría el Señor escogió en su quehacer ordinario a los que serían luego propagadores del Evangelio:

        Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. —¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión?
        
Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores...
        Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos.

        La multitud se agolpaba –nos dice san Lucas– en torno a Jesús. No nos extraña ese agolparse, pues estamos habituados a contemplar el mismo fenómeno con personas conocidas por su atractivo humano. Jesús atraía indudablemente por su figura, por sus palabras, por su simpatía, por su bondad, por todas sus cualidades, notorias ante el pueblo. Sin embargo, Nuestro Señor, más que el Hijo de Dios encarnado, para aquella gente, como para algunos en este tiempo nuestro, era sobre todo un gran personaje. Todos habían oído de sus prodigios y bastantes le habían escuchado con asombro: nunca nadie habló así... ¿de dónde le viene esta doctrina?, se decían. Pero no calaban, sin embargo, en su divinidad.

        Bastantes de los que estaban con Jesús junto al lago serían, a lo más, curiosos; o, en todo caso, gente sencilla asombrada de la autoridad y fuerza de sus palabras, siendo tan sólo –así lo creían– el hijo del carpintero. Otros, en cambio, más profundos, comprendieron pronto que, con su enseñanza, Jesús de Nazaret quería acercarlos a Dios. Aunque no pudieran captar, como sólo Pedro comprendió más adelante por efecto de la Gracia, que siendo hombre era también el Hijo de Dios según la naturaleza. Sí entendían, sin embargo, el anuncio admirable que les hacía de una vida para Dios y con Dios. No podía ser ya que se quedaran sólo en sus horizontes de "hoy para mañana", que se conformaran con ir tirando a base de organizarse lo mejor posible en sus afanes terrenos para vivir lo más cómodamente posible. Nuestras vidas, con las inquietudes de cada día, por corrientes que sean, son algo muy grande. Demasiado grandes para comprenderlo bien nosotros solos, pues son valiosas para Dios.

        No está la grandeza de cada uno en nuestras impresiones, en lo que valoro las diversas circunstancias de mi vida, ni necesariamente mi existencia tiene interés porque voy logrando los objetivos que me propuse. La nuestra es una vida ante Dios, de hijos ante su Padre, de criaturas ante su Creador, que nos concede el tiempo y los medios, y todo su amor de Padre para corresponderle con alegría. Es precisamente de esa correspondencia libre –responsabilidad de cada uno– de lo que depende en último extremo el valor de cada vida.

        Se acabó, con su venida, la época en que el hombre perfecto era el estricto cumplidor de la ley, el que lograba, aplicando todo su empeño, ajustarse con exactitud a una norma escrita, como si se tratara de autoafirmar la propia excelencia con ocasión del cumplimiento impecable del deber. ¡Cuántas veces la preocupación por cumplir había sido ocasión de orgullo! Recordemos a este respecto al fariseo de la parábola que, como cumple completamente lo mandado, se siente superior y desprecia a los demás.

        ¡Qué diferente es la reacción de Pedro perplejo por la pesca milagrosa! Se reconoce inmediatamente pecador, indigno de que Jesús esté en su propia barca. La bondad de Jesús tan generosamente ofrecida –poco antes hablando a la gente congregada junto al lago, ahora remediando la infecundidad de una noche entera de trabajo–, hacen resaltar, por contraste, la pequeñez y el pecado de cualquier vida corriente. Pero este reconocimiento franco de la propia condición no permite Jesús que concluya en tristeza: No temas; desde ahora serán hombres los que has de pescar, le garantiza.

        Y así fue. La vida de Pedro y la de los otros que aquel día le acompañaban cambió de dimensión. Ciertamente el interés de los Apóstoles de Jesús, como el de todos los cristianos conscientes de lo que significa ser discípulo de Cristo, se dirige a hacer partícipes a los demás de la alegría de ser hijos de Dios. Cada amigo, cada compañero o conocido, cada persona que por un cristiano se dirige a Dios llamándole Padre, es uno de esos peces. De esos peces llamados a sentir la felicidad y la fortaleza de saberse queridos por el Señor del mundo y de la historia. Así de afortunados serían los peces humanos de los que Jesús hablaba a Pedro. Mientras éste, seguramente temblando, pensaba qué iba a hacer con tanto pescado aquella mañana: así somos los hombres.

        La vida del cristiano que se sabe apóstol es siempre eso: cualquier acción que emprende comienza en Dios y termina en Él. Hasta lo que parece más intrascendente de nuestra jornada, viene a ser echar la red en nombre de Jesús. El cristiano, a impulsos de la fe y la esperanza, siempre camina con entusiasmo porque, por Dios, se ocupa en todo momento de la tarea más fascinante que podemos pensar.

        Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.
        Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. —Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón.
Así sintetiza san Josemaría la existencia cristiana.

        Contamos con la ayuda continua de la Madre de Jesús, que es también la Reina de los Apóstoles. Y nos encomendamos también a la intercesión de san Josemaría, para que, siguiendo su ejemplo, sintamos la urgencia de la extensión del Reino de Jesucristo.