Día 9 XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

        Mc 7, 31-37 De nuevo, salió de la región de Tiro y vino a través de Sidón hacia el mar de Galilea, cruzando el territorio de la Decápolis. Le traen a uno que era sordo y que a duras penas podía hablar y le ruegan que le imponga la mano. Y apartándolo de la muchedumbre, le metió los dedos en las orejas y le tocó con saliva la lengua; y mirando al cielo, suspiró, y le dijo:
        —Effetha –que significa: "Ábrete".
Y se le abrieron los oídos, quedó suelta la atadura de su lengua y empezó a hablar correctamente. Y les ordenó que no se lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba, más lo proclamaban; y estaban tan maravillados que decían:
        —Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

Hablar y escuchar

Cartas a Dios

        En otras ocasiones hemos meditado acerca de los milagros de Jesús, sobre su sentido salvador, en cuanto que manifiestan su divinidad, suscitan nuestra fe y además resuelven de ordinario un problema personal, como en este caso la curación de un hombre que era sordo y mudo. Esto último, con ser lo más apreciado por la gente, no es, sin embargo, la razón primera de los milagros, como manifestó en alguna ocasión el mismo Cristo. Como un detalle más del Evangelio –que es "Buena Noticia"–, los prodigios obrados por el Señor eran otra manifestación de que Dios había venido a los hombres. Los milagros reclaman nuestra fe en la divinidad de Jesús.

        Podemos hoy fijarnos en el milagro que nos presenta la liturgia: devolver la capacidad de escuchar y de hablar a un hombre. ¿No nos sucederá con cierta frecuencia a nosotros que somos un poco sordos y mudos? Porque más de una vez hacemos oídos sordos a la voz de nuestra conciencia, sobre todo cuando nos inquieta reclamando un mayor empeño en el cuidado de lo cotidiano: tal vez en el modo de trabajar; o en nuestras relaciones con los demás, demasiado bruscas en ocasiones o poco generosas; en la intensidad y en el tiempo que dedicamos a la oración; en la sinceridad de nuestro examen de conciencia para reconocer en qué podemos y debemos mejorar, porque así lo espera Dios; en la dedicación efectiva al apostolado, intentando con acción y corazón la felicidad de muchos acercándolos a Dios...

        Se hace necesario escuchar esa suave voz de Dios en el interior de cada uno manifestándonos su querer. Después viene la respuesta al requerimiento divino. Se tratará, por una parte, de reconocer nuestras culpas en el clamoroso silencio de una oración sincera: Señor, he sido perezoso en aquella ocasión y en esta otra; fui egoísta porque me costó ayudar a aquel y no quise darle parte de mi tiempo; en todo el día me acordé muy poco de tu Madre... Y así, casi sin querer, sale el propósito. Esa respuesta que espera el Señor es la consecuencia, movidos por la Gracia, de haber escuchado su voz suave y amorosa aunque exigente en nuestro corazón.

        Pero la eficacia del arrepentimiento y del proposito es mucho mayor si tiene lugar en la Confesion sacramental. Toda la fuerza de Jesucristo resucitado agranda el arrepentimiento e impulsa el propósito gracias a que es el mismo Cristo –por la persona del sacerdote– quien declara: "Vete en paz". En el Sacramento de la Penitencia quedamos verdaderamente justificados de nuestras faltas y fortalecidos para una nueva lucha, en la guerra de paz que debe ser la vida cristiana.

        Guerra de paz. Porque Cristo, Nuestro Señor, predicó incansablemente la paz –la paz os dejo, mi paz os doy– pero no un estado consecuencia de la apatía o de la pereza. Se expresa, de hecho, con términos enérgicos, intransigente sobre la que sería su actitud: Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división. Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres, se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.

        El discípulo de Cristo siente esas ansias de su Maestro. No se conforma. Está impaciente mientras tal vez todavía la sociedad y más en concreto su ambiente familiar y social viven de espaldas al Evangelio. Por eso hay una auténtica división; debe haberla sin violencia, entre los que viven para Dios y los que tienen en sus afanes privados egoístas el objetivo de sus vidas. Si queremos ser cristianos auténticos no podremos rebajar la exigencia que el Señor nos propone, acomodando la conducta a ciertos hábitos más en boga, tampoco por razones de amistad o parentesco. Pensemos que, con la Gracia de Dios, esa lealtad nuestra a Jesús es quizás la única posibilidad que tienen esos otros de encuentrarse con la Verdad que salva al mundo.

        Todos, en cierta medida, somos tambien aquel hombre sordo y mudo que curó Cristo. Si queremos oírle en nuestro corazón y que nuestra lengua manifieste la gloria que vino a este mundo, debemos reconocer nuestros males con humildad: Señor, que no te escucho; que no entiendo la grandeza de tu vida y que viniste a compartirla con nosotros; que tampoco oigo el clamor mudo de tantos que no quieren saber de Ti; Señor, que me cuesta hablar; que parece que no valoro lo que tengo con tu Gracia, porque paso inadvertido como cristiano en mi ambiente.

        No se hará esperar mucho el Señor, si nuestro pesar es sincero. Enseguida, animados por nuestra Madre, nacen propósitos francos, aunque sean pequeños. A Dios, como buen Padre, le agradan porque son de sus hijos. Y a la Virgen también.