Día 16 XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

        Mc 8, 27-35 Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo. Y en el camino comenzó a preguntar a sus discípulos:
        —¿Quién dicen los hombres que soy yo?
        Ellos le contestaron:
        —Juan el Bautista. Y hay quienes dicen que Elías, y otros que uno de los profetas.
        Entonces él les pregunta:
        —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
        Le responde Pedro:
        —Tú eres el Cristo.
        Y les ordenó que no hablasen a nadie sobre esto.
        Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días.
        Hablaba de esto claramente. Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle. Pero él se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro y le dijo:
        —¡Apártate de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres.
        Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo:
        —Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.

El pecado y la tibieza

Cartas a Dios

        Podemos detenernos, aprovechando los versículos finales del pasaje de san Marcos que nos ofrece hoy la Iglesia, para meditar brevemente en el tipo de exigencia que supone la vida cristiana. Lógicamente nos fijaremos en Cristo, que antes incluso que Maestro es Modelo. Os he dado ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros, dijo a sus apóstoles, concretamente después de lavarles los pies antes de la Última Cena. Y anteriormente había precisado: aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas.

        Jesús presenta su vida intachable ante el mundo. ¿Quién de vosotros podrá acusarme de que he pecado?, replica incontestable a los judíos que le ctitican. En su conducta exigente, totalmente entregado a cumplir la voluntad del Padre, es imposible apreciar fisuras de menos generosidad, de menos entrega. No hay un momento de menos rectitud en esa conducta suya que debemos imitar. Y, sin embargo, cuando expone a sus apóstoles lo que será su vida próximamente, en un futuro no lejano, cuando les anuncia su pasión y su muerte, Pedro le recrimina.

        Pero Jesús no transige. Ni por miedo a contristar al que sería cabeza de todos, ni por la amistad probada de su leal discípulo deja de corregirle. Más aún, si Pedro tomó aparte a Jesús, el Señor critica su conducta delante de los demás, ante los doce. Debía quedar muy claro que el dolor y la dura exigencia que Pedro quería ahorrarle, no sólo no eran indignas de Él, sino que eran el único camino para nuestra salvación, para el cumplimiento de la voluntad del Padre, para consumar su misión en el mundo, y debía quedarnos como ejemplo.

        No sientes las cosas de Dios sino las de los hombres, le dice. Y le llama Satanás. Lo decisivo, en efecto, es que queramos cumplir con la voluntad de Dios. De otro modo nos oponemos a Él, como intenta tozudamente el diablo o los hombres que siguen sólo sus propias inclinaciones movidos por el pecado. El esfuerzo, la renuncia, el sacrificio, son las manifestaciones de verdadero amor entre los hombres y del amor que Dios espera: no hay otro modo de mostrar un amor indudable, un amor adecuado a nuestra condición. Esa entrega imprescindible en el amor no está, como es sabido, en el deleite amoroso o en el sentimiento grato al amar y sentirse amado. Amamos de verdad cuando ponemos lo mejor de nosotros al servicio de quienes amamos aunque cueste, y es tal nuestra humana condición que costará. Así estaba actuando el Señor. Con su predicación, con su ejemplo, con sus milagros, hacía ver a los hombres el plan que Dios, desde la eternidad y por puro amor, nos tenía reservado. Y todo lo hizo a costa de su cansancio y finalmente entregando su vida en la Pasión en reparación del pecado.

        Era necesario convencernos de nuestra condición de pecadores. Reconocer nuestras ofensas a Dios es, de hecho, el primer paso hacia el arrepentimiento y hacia los propósitos por amor. Luego ese amor a Dios manifstado en propósitos, aún incipiente, debe cuajar en obras que son amor maduro. La enseñanza de Jesucristo a lo largo de sus tres años de vida pública induce a ese amor operativo a Dios. Es preciso, por tanto, ser muy conscientes de lo que nuestro Dios espera de cada uno, cotejando su enseñanza con nuestra vida. No olvidemos que fuimos elevados a la condición de hijos suyos por la Gracia. ¿Nos sentimos responsables de esa Cruz a la que Cristo, nuestro modelo, nos invita? Los hay, lo sabemos, que no tienen oídos y por tanto tampoco tienen corazón para esos requerimientos divinos. El pecado no existe para ellos. No entienden de amor de Dios, ni de amor a Dios, ni de temor de Dios. Pero los cristianos que hacemos oración y entendemos de ese amor tenemos otro peligro: rebajar la exigencia de la Cruz de Cristo, la tibieza.

        Eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor; si buscas con cálculo o "cuquería" el modo de disminuir tus deberes; si no piensas más que en ti y en tu comodidad; si tus conversaciones son ociosas y vanas; si no aborreces el pecado venial; si obras por motivos humanos.

        Así describía san Josemaría Escrivá la lamentable situación en la que pueden caer las almas que no son malas. Esa tibieza es el peligro de los que se dicen cristianos practicantes y, tal vez, viven descansando demasiado en la tranquilidad de su fe. Es como si quisieran seguir al Señor pero sin la Cruz, sin sentir la responsabilidad ni el peso de la Iglesia. ¿Nos sentimos personalmente interpelados por las palabras del Papa? ¿Qué hacemos, aparte de lamentarnos, al notar descreimiento, paganismo, en nuestra sociedad?

        Una madre no calcula cuánto se dedica a su hijo. A María tampoco le parece demasiado lo que nos ayuda. Que queramos por nuestra parte responder, también sin medida, a su amor.