Día 30 XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

        Mc 9, 38-43.45.47-48 Juan le dijo:
        —Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros.
        Jesús contestó:
        —No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está. Y cualquiera que os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa.
        "Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar. Y si tu mano te escandaliza, córtatela. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga.

Vale la pena

Camino

        Observamos al Señor intransigente en los últimos versículos de san Marcos que hoy nos ofrece la liturgia de la Iglesia. Los ejemplos, ciertamente gráficos, que pone Jesús a la gente, podrían llevar a alguno a pensar que reclama Dios de los hombres una exigencia tan dura e intolerante que rozaría la crueldad. Porque las expresiones que emplea Nuestro Señor no dejan lugar a las dudas: nos trae cuenta perder un ojo si vamos a estar en el Reino de los Cielos, pues no vale la pena conservar los dos pero perdernos el Paraíso y ser arrojados al infierno.

        Para que nos hagamos cargo, en la medida de posible, del incalculable valor de la vida eterna con Dios a la que somos destinados a partir de la Encarnación y de la Redención, Jesús nos asegura que la carencia de lo que ahora nos parece más valioso no tendrá importancia en el Paraíso. Y, por lo mismo, ¿qué interés puede tener permanecer humanamente perfectos en el infierno? Por supuesto que no dice el Señor que, por principio, tengamos que perder una parte de nosotros mismos como condición para alcanzar la Vida Eterna. Sí deja, sin embargo, muy claro que los más grandes valores de este mundo son insignificantes frente al valor trascendental e incomparable de la vida con Dios.

        Por otra parte, es bien cierto, como advierte Nuestro Señor, que frecuentemente son muestras capacidades, esos dones que Dios nos ha concedido para obrar el bien, para enriquecernos humanamente y para amarle, lo que hace posible el pecado que nos aparta de Él. Con demasiada frecuencia debemos admitir que ofendemos a Dios empleando en el pecado las cualidades que nos ha conferido para proclamar su gloria y que únicamente en su honor alcanzan la plenitud de su sentido. Esa conversación que a veces falta a la caridad con burlas, ironías o comentarios claramente ofensivos –que ninguno querríamos que otros tuvieran a nuestras espaldas–, supone utilizar, como instrumento del mal, el gran don de la palabra, que nos ha concedido Dios para enriquecimiento y desarrollo en la convivencia, y para proclamar la su grandeza. La lengua, en este caso, destinada de suyo a las más nobles empresas, podemos convertirla en algo inicuo y causa de nuestra perdición.

        Pensemos, asimismo, en los ojos –a ellos se refiere el Señor de modo expreso–, que podrían ser ciertamente un instrumento de pecado si dejásemos que nos llenaran de espectáculos infames e indignos de ese nombre. Pensemos, en fin, examinando nuestra conciencia y nuestros hábitos, si valdrá la pena aunque nos cueste, renunciar a alguna de nuestras costumbres, porque manteniéndola es más difícil que agrademos a Dios como espera. En ocasiones, será necesario llevar a cabo algo que puede antojársenos excesivamente radical, casi como sacarnos un ojo o amputarnos una pierna. Tal vez sintamos muy vivamente al decidirnos la pérdida de algo muy nuestro. Pero con los ojos de la fe podremos contemplar la ganancia de amor a Dios que lograremos a costa de quedarnos sin ese comportamiento que, en la práctica, nos hacía imposible o más difícil amarle. Podría ser que, sin estar en juego el pecado grave ni la condenación, descubramos que Dios nos espera en una mayor generosidad: con nuestro tiempo en la oración, con la dedicación a los compañeros o a la familia, en la intensidad y el rendimiento en el trabajo, en el orden y cuidado material de lo que utilizamos... También entonces está el Señor pidiéndonos el amor de cortar con fortaleza, lo que sea que dificulta o impide una mayor entrega.

        Mencionábamos antes la fe. Y pedimos a Dios, para cada uno, aumento de esta virtud teologal. Nos es muy necesaria para apreciar en su correcta proporción los valores tan distintos que interfieren en nuestra vida. Deseemos, como los santos, una fe que nos impulse a la exigencia sin victimismos. Una fe que nos haga reconocer, como el tesoro más precioso, la Cruz de Cristo: ese esfuerzo que cada uno podemos poner para amarle verdaderamente sobre todas las cosas. Recordemos que cargar la Cruz es lo propio de sus discípulos: Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga.

        Si queremos, con su ayuda, podemos. Y nuestra Madre, Santa María, no consiente que a sus hijos se les haga demasiado difícil amar mucho a Dios. Si confiamos en Ella y seguimos su ejemplo de fe, tendremos por añadidura su fortaleza y su contento.