Día 21 XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

        Mc 10, 35-45 Entonces se acercan a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, diciéndole:
        —Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir.
        Él les dijo:
        —¿Qué queréis que os haga?
        Y ellos le contestaron:
        —Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria.
        Y Jesús les dijo:
        —No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo soy bautizado?
        —Podemos —le dijeron ellos.
        Jesús les dijo:
        —Beberéis el cáliz que yo bebo y recibiréis el bautismo con que yo soy bautizado; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto.
        Al oír esto los diez comenzaron a indignarse contra Santiago y Juan. Entonces Jesús les llamó y les dijo:
        —Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las oprimen, y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea esclavo de todos: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos.

La grandeza de ser el último

El Señor: mediaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo (2 ed)

        Las palabras finales de Jesús recogidas en estos versículos de san Marcos que hoy nos presenta la Iglesia, merecen de nuevo una especial atención por nuestra parte, y convendrá que las recordemos al oído de bastantes. El pecado de soberbia tiene, entre otras muchas, esta manifestación: el afán por sobresalir y dominar que, por más que estemos de acuerdo en criticarlo, seduce hoy como ayer al hombre, con la tentación de desear ser reconocido como superior, a cualquier precio, y de disponer de los demás en servicio propio.

        También cuando Jesús y sus discípulos caminaban por las tierras de Palestina, era corriente que los hombres poderosos emplearan su fuerza sólo para sí, menospreciado a los demás. La miserias humanas se mantienen a la vuelta de veinte siglos, pero sigue siendo actual la enseñanza de nuestro Salvador. Una enseñanza que viene a ser la confirmación de lo que pensaban los apóstoles, la gente normal, sencilla de la época, o el común de los mortales, que diríamos en nuestros días.

        Ya hemos recordado en varias ocasiones que Dios es Amor, como afirma san Juan, y que Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, nos manifiesta admirablemente el Amor de Dios, no solamente para que nos sintamos objeto del amor divino, como hijos muy queridos; desea también Dios poner ante los hombres, como modelo, el mismo amor de Jesucristo. Es perfecto Dios y perfecto hombre y de formas diversas manifestó que debíamos imitar su humanidad: aprended de mí..., os he dado ejemplo..., afirmaba.

        Jesús, en efecto, pone ante nuestros ojos, con su conducta entre los hombres, esa actitud –contraria a la soberbia y a sus manifestaciones– que con demasiada frecuencia echamos de menos entre nosotros. Por eso Nuestro Señor no muestra interés alguno por recibir la aclamación de la gente, ni por tener a los hombres a disposición suya, como si necesitase nuestro servicio o sentir que nos domina para afirmar su categoría. Con sus palabras, por otra parte, y con su vida en este mundo como hombre perfecto, muestra al hombre como debe ser el hombre, según quiso recordar el último Concilio Vaticano. En esto consiste una parte de su misión.

        El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos. Una vida dedicada al bien del prójimo. Tomando, pues, como punto de referencia para la nuestra esas palabras, y la perseverante conducta que nos muestran de Jesús los Evangelios, entendemos que el ideal de vida que nos sugiere, pocas veces se identifica con las ilusiones humanas. Los hombres, a impulsos de criterios exclusivamente mundanos, más que con una vida –que se suele considerar de segunda categoría– dedicada a trabajar para otros, sueñan con una existencia autónoma, libre de otros imperativos que no sean los propios. "Es un trabajo servil", pensamos. Y queremos referirnos a una ocupación que nada dignifica a quien la desempeña. Más bien, al contrario, por ser tan sólo un "servicio", ese quehacer presupone siempre poca categoría.

        Sin embargo, Nuestros Señor, que es de suyo la Verdad misma y la Justicia, no necesita para serlo aprobación de los hombres. Valora ante todo a quien se dedica, no a buscar intencionadamente su propio beneficio, si no al que se emplea con todas sus fuerzas –entregando en ello la vida si fuera preciso–, a ejemplo suyo, por el bien de los demás. Así es el amor generoso: un amor, que si es correspondido, no es la correspondencia lo que busca, y quiere seguir amando, sirviendo, sin recibir nada a cambio y hasta recibiendo ingratitud. Así es el amor de Cristo y esa actitud nos ofrece como ejemplo. Así es la conducta de quien no teme aparecer el último, ser tenido como el interior, pues confía ante todo en Dios –justo Juez– que es Amor, siempre entrega y don de Sí mismo, también cuando no es correspondido por su criatura.

        Terminamos hoy estas consideraciones, suplicando al Señor que su luz salvadora ilumine la mente y el corazón de todos los constituidos en autoridad sobre los pueblos. Para que entiendan que han recibido el poder para servir, para llevar mejor a cabo una tarea que es por el bien de todos. Para que descubran el atractivo que ser el último: el que más trabaja, el que no busca el aplauso, el que no piensa en sí mismo, ni trata de quedar bien; porque tanto le interesa la felicidad y el bien de los demás, que hasta la vida daría por ellos.

        Nos encomendamos cada uno a la Madre de Dios, y le suplicamos nos conceda descubrir en su ejemplo de servicio –esclava del Señor–, el amor de Dios, que a nosotros, sus hijos, como a Ella nos hace grandes ante El.