Día 28 Santo Tomás de Aquino, presbítero y doctor

        Evangelio: Mc 4, 1-20: De nuevo comenzó a enseñar al lado del mar. Y se reunió en torno a él una muchedumbre tan grande, que tuvo que subir a sentarse en una barca, en el mar, mientras toda la muchedumbre permanecía en tierra, en la orilla. Les explicaba con parábolas muchas cosas, y les decía en su enseñanza:
        —Escuchad: salió el sembrador a sembrar. Y ocurrió que, al echar la semilla, parte cayó junto al camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. Parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotó pronto, por no ser hondo el suelo; pero cuando salió el sol se agostó, y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la ahogaron, y no dio fruto. Y otra cayó en tierra buena, y comenzó a dar fruto: crecía y se desarrollaba; y producía el treinta por uno, el sesenta por uno y el ciento por uno.
        Y decía:
        —El que tenga oídos para oír, que oiga.
        Y cuando se quedó solo, los que le acompañaban junto con los doce le preguntaron por el significado de las parábolas.
        Y les decía:
        —A vosotros se os ha concedido el misterio del Reino de Dios; en cambio, a los que están fuera todo se les anuncia con parábolas,
de modo que los que miran miren y no vean,
y los que oyen oigan pero no entiendan,
no sea que se conviertan y se les perdone.
        Y les dice:
        —¿No entendéis esta parábola? ¿Y cómo podréis entender las demás parábolas? El que siembra, siembra la palabra. Los que están junto al camino donde se siembra la palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, al instante viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Los que reciben la semilla sobre terreno pedregoso son aquellos que, cuando oyen la palabra, al momento la reciben con alegría, pero no tienen en sí raíz, sino que son inconstantes; y después, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropiezan y caen. Hay otros que reciben la semilla entre espinos: son aquellos que han oído la palabra, pero las preocupaciones de este mundo, la seducción de las riquezas y los apetitos de las demás cosas les asedian, ahogan la palabra y queda estéril. Y los que han recibido la semilla sobre la tierra buena, son aquellos que oyen la palabra, la reciben y dan fruto: el treinta por uno, el sesenta por uno y el ciento por uno.

Responsables del Evangelio

La luz apacible: novela sobre Santo Tomás de Aquino y su tiempo (14ª ed.)

        La conmemoración de Santo Tomás de Aquino, presbítero y doctor de la Iglesia, puede ser una buena ocasión para meditar en nuestra responsabilidad ante la Palabra de Dios. Presbítero y doctor, hemos recalcado. Responsable, por tanto, como presbítero, como sacerdote, de la propagación del Evangelio. De un Evangelio esmeradamente asimilado, como doctor. Y cada uno somos sacerdotes, al menos con ese sacerdocio común del que habla San Pedro en su primera carta: Pero vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz.

        ¿Cómo soy yo responsable? Porque cada uno hemos escuchado, con claridad y dirigidas a nosotros, esas mismas palabras de san Pedro. Pregonar las maravillas de Dios, que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable. Porque lo determinante es la maravilla de Dios. Y luego, como consecuencia, está la vocación: que Dios mismo nos ha escogido. Por esto, sin duda, lo primero para nosotros es la gratitud. Y responsabilidad, decíamos. Sí, pero no debe ser una responsabilidad asustada, como la de quien se apresta para el esfuerzo, no vaya a padecer las consecuencias de una actitud pasiva y cómoda, poco generosa habiendo recibido el Evangelio como misión.

        ¿Estoy fascinado ante esa luz maravillosa y admirable? ¿Dedico tiempo a la contemplación de esa maravilla que es Dios, Dios conmigo? Pues no parece fácil sentirnos fascinados sin contemplar, sin oración, sin presencia de Dios. Y todo lo demás viene de la mano de esa contemplación maravillosa. Ya no hay pasividad ni comodidad. No es posible ya permanecer indiferentes. Y no es necesario hacer especiales de propósitos. Quizá sí habrá que concretar. Puntualizar el modo de pregonar esas maravillas de Dios que nos han fascinado en nuestras circunstancias particulares. Habrá que prepararse muy bien, con el estudio, intentando que nuestro discurso sea rico, profundo, atractivo, por su verdad fascinante. En el fondo y en último extremo, ha de ser animante, que arrastre hacia Dios. Para esto nos ha llamado el Señor.

        Nos ha enseñado san Josemaría que "el remedio de los remedios es la piedad". Si somos piadosos, sentiremos la urgencia del apostolado: una sana impaciencia por llegar a más, por llegar a los mejores, los que tienen más capacidad de influir. Y la piedad nos conduce de la mano al estudio intenso, con la ilusión de que nuestras palabras, habladas o escritas, presten un mejor servicio a la causa del Reino de Dios. Como nos conduce asimismo a la intransigencia amable, pero intransigente, con el error, con la mentira, con la ignorancia, con la mala fe de algunos que se opondrán siempre a la Iglesia –no importa lo que la Iglesia diga–, sólo porque es la Iglesia. Que no le basta al buen hijo de Dios con sentirse seguro en su lealtad a Dios. No se queda tranquilo con mantener la fe, con vivir un plan de vida espiritual de trato con Dios. Sin perder la paz, y con oración y modificación, le urgen las almas y no para.

        De algún modo lo nuestro siempre es el trabajo del sembrador, por supuesto que también nos sentimos semilla lanzada y responsable del ambiente y de las circunstancias en que vive: camino, pedregal, espinas o tierra buena. Pero una vez que hemos comenzado a desarrollarnos en tierra buena, estamos también en condiciones de sembrar. Sembrar. —Salió el sembrador... Siembra a voleo, alma de apóstol. —El viento de la gracia arrastrará tu semilla si el surco donde cayó no es digno... Siembra, y está cierto de que la simiente arraigará y dará su fruto. Así asegura san Josemaría. Y es que absolutamente nada se pierde en nuestro apostolado: una carta; una oración; una conversación, no importa sobre qué tema si estamos en presencia de Dios; una sonrisa; un saludo animante, sincero, no de pura fórmula; todo puede ser y deber ser ocasión de apostolado; todo ha de ser llevado a cabo con esa intención: para ganar almas de hijos de Dios para el Cielo. Siempre estamos arrojando, como semilla, de la Palabra de Dios.

        Y, en el día de hoy, podemos hacer un poco más de examen sobre cómo es nuestra doctrina: de profunda, de segura, de atractiva, de completa, de animante. Sobre esta doctrina, de teólogos, habrá que poner además, como sugiere San Josemaría, lo mejor de nosotros mismos al servicio de las almas:

        Ser pequeño: las grandes audacias son siempre de los niños. —¿Quién pide... la luna? —¿Quién no repara en peligros para conseguir su deseo?
        "Poned" en un niño "así", mucha gracia de Dios, el deseo de hacer su Voluntad (de Dios), mucho amor a Jesús, toda la ciencia humana que su capacidad le permita adquirir... y tendréis retratado el carácter de los apóstoles de ahora, tal como indudablemente Dios los quiere.

        No menciona san Josemaría en este punto de "Camino" a nuestra Madre del Cielo. Pero los hijos, y más si son pequeños, son audaces porque se sienten seguros por sus padres; por su madre, si son muy pequeños. De hecho, la ciencia humana, la buena doctrina y la gracia de Dios nos impulsan a ser muy marianos. Y nosotros queremos aclamar María, hoy más si cabe, como Asiento de la Sabiduría.