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Jesús
de Nazaret: desde la entrada en Jerusalén a la
Resurrección
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Joseph
Ratzinger, Benedicto XVI
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Unos
días antes tuvo lugar al parecer el suceso de Cesarea de Filipo.
Aquella situación en la que Jesús preguntó a
sus discípulos qué decía la gente acerca de Él,
por quién lo tenían. Recordaremos que fue la ocasión
para que Pedro manifestara su fe en la mesianidad de Jesús:
Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
A lo que agregó Jesús: Bienaventurado
eres, Simón hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la
carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y
yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo
que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo
lo que desatares sobre la tierra, quedará desatado en los Cielos.
Pocas escenas evangélicas
pueden situarnos mejor que ésta, ante el gran misterio de la
Eucaristía, y que consideramos hoy brevemente. Podemos detenernos
en tres elementos, presentes ya en este suceso de la Transfiguración
y, a su modo, presentes tambien en la escena de Cesarea de Filipo,
que figuran asimismo en la Eucaristía y su institución.
En primer lugar:
la elección. Al monte suben con Jesús solamente algunos
que Jesús determina para participar con Él en algo muy
especial. Lo mismo sucede en el Cenáculo. Muchos otros, también
partidarios del Señor y de su doctrina, no son invitados ese
día tan singular. Recordemos a las multitudes que le seguían,
o a aquellos setenta y dos enviados en cierta ocasión a predicar
en su nombre. No es, por tanto, un derecho que todos tengan, participar
en todos los aspectos de la misión que Cristo ha venido a traer
al mundo. Aunque el Señor salvará a todos los hombres
dio su Vida por todos, se apoyará sólo en
algunos para ciertos ministerios: en los que Él designe con
una específica llamada o vocación. Se trata, por eso,
de un especial privilegio, puesto que, en su origen, no hay mérito
alguno por parte de los elegidos.
Sí existe,
sin embargo, deber de gratitud en uno u otro caso, aunque la respuesta
a la llamada pueda representar una trabajosa tarea, que en ciertos
momentos se hace más ardua, pues configura al que la recibe
con Cristo paciente en la Cruz. Pero por esto mismo es la misión
más excelsa en que podemos pensar, la que mayor bien reporta
a la humanidad y la que, de suyo, reviste de más honor a quien
la lleva a cabo. Pensemos sobre todo en ser uno con Cristo al celebrar
la Eucaristía.
Por supuesto, no
tenemos capacidad para valorar adecuadamente lo que supone una Misa
para los que participan en la celebración, y menos todavía
si comulgan sacramentalmente. De la tarea del sacerdote celebrante
lo mejor será no decir nada, y encomendarnos al Paráclito
para que nos inspire, por poco que sea, algo de lo que supone celebrar
verdaderamente el mismo Sacrificio Redentor de Jesucristo.
En segundo lugar,
se ve con claridad que, en ambos momentos, se requiere la fe en Jesús
como Mesías, y en la divinidad del mensaje y del don que se
difunde. Una fe que, como la llamada o vocación, se recibe
necesariamente a modo de don y se puede, sin embargo, acrecentar,
pero como incremento del don divino: en la medida en que Dios nos
otorga más fe. Bueno es, por tanto, pedir incesantemente esta
virtud, junto a la esperanza y a la caridad, que tienen también
a Dios mismo como objeto. La categoría del ser humano, en última
instancia, dependerá siempre de su fe, esperanza y caridad.
Y, concretando más aún, se puede afirmar sin ninguna
duda que, en definitiva, la categoría de una persona depende
de la fe que tenga en la Santa Misa.
El tercer elemento,
que hoy consideramos, presente en el Tabor así como en la Eucaristía,
es el contenido del mensaje o don que se difunde. Como en la cumbre
del monte Pedro percibe algo muy especial que invade a los presentes
e invita a prolongar ese momento y le hace exclamar: ¡Señor,
qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí
tres tiendas...!, declara el príncipe de los apóstoles
con toda franqueza; con la comunión eucarística se difunde
y participa, de modo objetivo, una nueva existencia, sobrenatural,
inexplicable, debida a un don de Dios a los hombres muy singular:
la comunión espiritual y efectiva con la Trinidad.
No es habitual, en
todo caso, percibir bienestar alguno por recibir sacramentalmente
el Cuerpo del Señor cuando comulgamos, a pesar de que todo
acto de fe, en cuanto que incluye el convencimiento de recibir el
afecto divino, tiende a inundarnos de paz. Sin embargo, aunque no
se refleje sensiblemente, a menos que sea esa la voluntad de Dios,
por la comunión eucarística participamos ya realmente
de la vida divina, según las palabras del propio Cristo: el
que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en
él.
María no es
sacerdote. Sin embargo, nadie como Ella ha participado en el Sacrificio
del Hijo de Dios hecho hombre. Concluímos, por tanto, suplicándo:
Yo quisiera Señor recibiros con aquella
pureza, humildad y devoción; con que os recibió vuestra
Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos.
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