Día 22 IV Domingo de Cuaresma

        Evangelio: Jn 9, 1-41 Y al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos:
         —Rabbí, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?
         Respondió Jesús:
         —Ni pecó éste ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él. Es necesario que nosotros hagamos las obras del que me ha enviado mientras es de día, porque llega la noche cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo soy luz del mundo.
         Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, lo aplicó en sus ojos y le dijo:
         —Anda, lávate en la piscina de Siloé
que significa: «Enviado».
         Entonces fue, se lavó y volvió con vista. Los vecinos y los que le habían visto antes, cuando era mendigo, decían:
         —¿No es éste el que estaba sentado y pedía limosna?
         Unos decían:
         —Sí, es él.
         Otros en cambio:
         —De ningún modo, sino que se le parece.
         Él decía:
         —Soy yo.
         Y le preguntaban:
         —¿Cómo se te abrieron los ojos?
         Él respondió:
         —Ese hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos y me dijo: «Vete a Siloé y lávate». Así que fui, me lavé y comencé a ver.
         Le dijeron:
         —¿Dónde está ése?
         Él respondió:
         —No lo sé.
         Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. El día en que Jesús hizo el lodo y le abrió los ojos era sábado. Y los fariseos empezaron otra vez a preguntarle cómo había comenzado a ver. Él les respondió:
         —Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo.
         Entonces algunos de los fariseos decían:
         —Ese hombre no es de Dios, porque no guarda el sábado.
         Pero otros decían:
         —¿Cómo es que un hombre pecador puede hacer semejantes prodigios?
         Y había división entre ellos. Le dijeron, pues, otra vez al ciego:
         —¿Tú qué dices de él, puesto que te ha abierto los ojos?
         —Que es un profeta
respondió.
         No creyeron los judíos que aquel hombre habiendo sido ciego hubiera llegado a ver, hasta que llamaron a los padres del que había recibido la vista, y les preguntaron:
         —¿Es éste vuestro hijo que decís que nació ciego? ¿Entonces cómo es que ahora ve?
         Respondieron sus padres:
         —Nosotros sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Lo que no sabemos es cómo es que ahora ve. Tampoco sabemos quién le abrió los ojos. Preguntádselo a él, que edad tiene. Él podrá decir de sí mismo.
         Sus padres dijeron esto porque tenían miedo de los judíos, pues ya habían acordado que si alguien confesaba que él era el Cristo fuese expulsado de la sinagoga. Por eso sus padres dijeron: «Edad tiene, preguntádselo a él».
         Y llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron:
         —Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es un pecador.
         Él les contestó:
         —Yo no sé si es un pecador. Sólo sé una cosa: que yo era ciego y que ahora veo.
         Entonces le dijeron:
         —¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?
         —Ya os lo dije y no lo escuchasteis
les respondió. ¿Por qué lo queréis oír de nuevo? ¿Es que también vosotros queréis haceros discípulos suyos?
         Ellos le insultaron y dijeron:
         —Discípulo suyo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Sabemos que Dios habló a Moisés, pero ése no sabemos de dónde es.
         Aquel hombre les respondió:
         —Esto es precisamente lo asombroso: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores. En cambio, si uno honra a Dios y hace su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si éste no fuera de Dios no hubiese podido hacer nada.
         Ellos le replicaron:
         —Has nacido en pecado y ¿nos vas a enseñar tú a nosotros?
         Y le echaron fuera.
         Oyó Jesús que le habían echado fuera, y cuando se encontró con él le dijo:
         —¿Crees tú en el Hijo del Hombre?
         —¿Y quién es, Señor, para que crea en él?
respondió.
         Le dijo Jesús:
         —Si lo has visto: el que está hablando contigo, ése es.
         Y él exclamó:
         —Creo, Señor
y se postró ante él.
         Dijo Jesús:
         —Yo he venido a este mundo para un juicio, para que los que no ven vean, y los que ven se vuelvan ciegos.
         Algunos de los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron:
         —¿Es que nosotros también somos ciegos?
         Les dijo Jesús:
         —Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero ahora decís: «Nosotros vemos»; por eso vuestro pecado permanece.

Es ciego el que no quiere ver

Dios ha nacido en el exilio
Vintila Horia

        Nos presenta la Iglesia, por la pluma –original siempre– de san Juan, este momento de la vida de Nuestro Señor, que debemos agradecer por las enseñanzas tan oportunas que nos ofrece para nuestros días.

        Ni pecó éste ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él, responde Jesús. Tremenda lección la que condensa el Maestro en esta frase, respondiendo a los Apóstoles, que reducen la lógica de Dios a la nuestra. Nos conviene ser humildes y reconocer nuestra condición limitada, dispuestos a aceptar y acoger, aunque no lo entendamos en ocasiones, lo que sucede porque Dios así lo quiere o lo consiente. Parece necesario, para reconocer expresamente la grandeza, bondad y majestad divina: Dios, Señor nuestro y Señor de la Historia, gobierna el mundo con poder y amor providentes.

        El hombre, por su parte, así como tiene capacidad para emitir juicios acerca del valor de las situaciones que le toca vivir, también tiene capacidad para descubrir a su Señor, como dueño absoluto de cuanto sucede, sin límite de poder y perfección. Nuestro Dios es absolutamente sabio y poderoso frente a la limitación que el hombre descubre y reconoce en sí mismo. Tal vez por esto, los apóstoles del Señor, acostumbrados a los propios defectos y errores y a los de los demás, tratan de descubrir una causa culpable que justifique razonablemente, desde su punto de vista, lo que piensan que es una absoluta desgracia en aquel hombre. Sólo son capaces de entender como bueno y malo lo que así aparece a su limitada inteligencia. La ceguera de nacimiento sería claramente mala y, por lo tanto, reclama un culpable.

        Afianzados en la humildad, pidamos a Dios que nos conceda eliminar de nosotros el deseo de "necesitar" comprender cada acontecimiento. Que nos libre de ese "juez" que, convencido de su inapelable equidad, se "escandaliza" considerando que no hay derecho a que sucedan ciertas cosas. Como si nuestra inteligencia fuera la última y definitiva instancia del bien y del mal.

        Así pensaban los apóstoles, en el acontecimiento de la vida de Jesús que hoy meditamos, y se nota otro tanto en la actitud de los fariseos, que tienen un concepto ya formado e inamovible de Jesús y la Ley de Dios, y hasta reclaman como imprescindible su beneplácito para que Jesús realice el milagro. Parecen molestarse incluso de que el ciego de nacimiento haya recuperado la vista en esas circunstancias. Algo semejante ha sucedido, no pocas veces, cuando se niega a Dios porque consiente lo que, para algunos, serían males intolerables, impropios de un mundo providentemente gobernado por Dios.

        La Madre de Dios, modelo de fe en la Providencia, confía en su Señor. En cada circunstancia de su vida, contempla lo que Dios le propone a la luz de la fe, descansando en quien la ha escogido con predilección: en quien hizo en Ella cosas grandes y por quien es Reina de todo lo creado. A Ella nos acogemos, como Madre que es de cada uno.