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Día 26 III Domingo de Pascua |
Evangelio:
Lc 24, 13-35 Ese mismo día, dos de ellos
se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de
Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí
de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían,
el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos,
aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle. Y les dijo: |
Vida de fe |
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Metidos de lleno en la Pascua tiempo de alegría porque consideramos la vida gloriosa a la que Dios nos ha destinado, meditamos en la virtud de la fe, le decimos al Señor como los Apóstoles: auméntanos la fe: concédenos un convencimiento firme, inmutable de tu presencia entre nosotros y, por ello, de tu victoria, por el auxilio que nos has prometido. Que nos apoyemos en tu palabra, Señor, ya que son las tuyas palabras de vida eterna. Así lo declaró Pedro, cabeza de los Apóstoles, cuando bastantes dudaron y se alejaron: ¿A quién iremos? afirmó, en cambio, el Príncipe de los Apóstoles Tú tienes palabras de vida eterna. A poco de haber convivido con Jesús, todos comprendían que merecía un asentimiento de fe. Si tuvierais fe... Creed..., les animaba el Señor. Era necesario, sin embargo, afirmar su enseñanza expresamente, recordarla y establecerla como criterio básico de comportamiento. Era fundamental tener muy claro que si podían estar seguros, al declarar su doctrina infalible e inefable, era por ser doctrina de Jesucristo: el Hijo de Dios encarnado. Todos fueron testigos de los mismos milagros y escucharon las mismas palabras, con idéntica autoridad, con el mismo afán de entrega por todos; y, sin embargo, solamente Pedro es capaz de confesar expresamente la fe que Jesús merece: ¿A quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna, delara el Apostol y Jesús confirma. Y lo que es de Dios, es para siempre: el Cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán, nos aseguró. Queremos tener un convencimiento como el que espera Jesús, como ese que echa de menos en los dos Apóstoles que hoy nos presenta san Lucas, desencantados con motivo, podríamos pensar porque habían sido testigos de lo que consideraban el fracaso de Cristo: en quien confiaban, había sido finalmente derrotado. Jesús había muerto, como uno más, a pesar de sus muchos milagros anteriores, a pesar de que tantas veces había escapado incólume de unos y de otros, a pesar de aquella majestad que le era connatural y que había admirado a todos. Con su muerte, sin embargo, todo lo anterior quedaba en entredicho y el desencanto bloqueaba a los suyos y hacía felices a sus adversarios. Pero hoy, por el contrario, se nos presenta Jesús glorioso y vivo como nunca. Con una vida definitivamente inmortal. Esa vida humana y para la eternidad, a la que nos llama reclamando nuestra fe: nuestro asentimiento incondicionado interior y exteriormente; es decir, también con nuestra conducta, con obras que manifiesten nuestra adhesión y confianza en Dios. Son las obras y la conducta de aquellos dos, una vez convencidos de la resurrección. A pesar de la hora y del desánimo de un rato antes, vuelven a Jerusalén porque es preciso hacer justicia al Señor y a su doctrina. No hay tiempo que perder. En un momento, han recobrado el ánimo; y la presencia de los otros Apóstoles reunidos, que también sabían ya por la aparición a Pedro de Jesús resucitado, se lo confirma. Con los Doce está María, la madre de Jesús y Madre nuestra, que persevera en oración junto a los discípulos de su Hijo. Ella, que recibió la alabanza de su prima Isabel: bienaventurada tú que has creído..., nos conducirá, si se lo pedimos, a una fe inconmovible para vivir de las verdades que nos ha manifestado Cristo; las únicas que conducen a la intimidad de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo: la vida a la que nos llama Nuestro Padre Dios en Cristo. |
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