Día 17 VI Domingo de Pascua

        Evangelio: Jn 14, 15-21 Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros. Todavía un poco más y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. Ese día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él.

La auténtica vida nuestra

Vencer el miedo
Magdi Allam

        En este sexto domingo de Pascua nos ofrece la Liturgia otro pasaje del Evangelio de san Juan que se refiere nuevamente a la vida en Cristo a la que Dios nos destina. En la intimidad de la Ultima Cena Jesús manifiesta a sus discípulos el sentido profundo de su presencia entre los hombres: que podamos recibir el Espíritu Santo; que podamos, así, ser amados por Dios.

        Recibir el amor de Dios es lo máximo. En ese amor están contenidos todos los tesoros que pueden ser pensados: aquello que satisface plenamente y sin cansancio nuestros apetitos, no solamente de modo genérico, en cuanto personas que somos, sino nuestros deseos y gustos individuales. Dios, que nos ha creado, conoce a la perfección lo que satisface a cada uno.

        Es Dios quien toma la iniciativa, ya que, siendo criaturas, en modo alguno podíamos prever la grandeza de la vida en Él mismo a la que nos invita, gracias a su amor totalmente desinteresado. Reconocemos, pues, que con la misma libertad con que crea, llamando a la existencia a las demás criaturas, a los hombres los hace dignos de Sí: con capacidad para acoger su amor y para manifestarle amor.

        ¡Sólo las bestias no rezan!, afirmaba con fuerza san Josemaría. Quería referirse a que lo más propio del ser humano es su relación con Dios, consciente y libre: ese trato personal y espiritual, que solamente la criatura humana puede tener en este mundo con el Creador, y que llamamos oración. No rezar, por tanto, es quedarse –en cierta medida, al menos– al nivel de los irracionales, que no pueden rezar. Orar, por el contrario, por cuanto supone entrar en relación con el Ser más grandioso que existe y podemos pensar, es lo que objetivamente más nos dignifica. Lo que, por otra parte, nos puede proporcionar la máxima impresión de plenitud. Podemos afirmar, sin duda, que valemos tanto como vale nuestra oración.

        En la misma raíz de tal dignidad humana está la libertad: característica decisiva del hombre, de la que no gozan los demás seres creados de este mundo. Haciéndonos libres –a su imagen y semejanza–, podemos lograr a Dios nosotros mismos, aunque necesariamente deba ser por su omnipotencia. Si me amáis..., dice. Porque Jesús quiere garantizar nuestra libertad y condiciona la acción divina sobre el hombre –siempre amorosa y enriquecedora– al consentimiento humano. Pero ese amor a Dios, que debe concretarse en las obras que espera de nosotros –los mandamientos–, es el comienzo de la vida divina para la que fuimos creados. Este modo de existir totalmente distinto, sobrenatural, no puede ser sino por un nuevo don –la Gracia o participación en su naturaleza divina– que enriquece más nuestra naturaleza humana, ya de suyo superior al resto de la creación corpórea.

        El Espíritu, en efecto, es la gran Novedad de Dios para el hombre. Es la tercera de las personas divinas, enviado por el Padre y el Hijo, que nos hace vivir en Dios; lo cual supone tal fortuna que somos incapaces de valorar adecuadamente. Sin embargo, ocupados como estamos en tantas cosas –a veces, demasiado ocupados, e incluso absortos por lo material de cada día–, esa vida en Dios para la que fuimos creados, la única que propiamente nos corresponde y que da razón de nuestra dignidad, nos puede parecer poco importante. Sería algo –podríamos pensar– de lo que ocuparse cuando lo demás, lo propiamente decisivo, por así decir, estuviera resuelto.

        No queramos caer en la trampa que, como a un animal más, nos tienden los bienes sensibles, por su atractivo o con su urgencia. Así se nos antoja lo que apetece, el progreso, el descanso, la comodidad... Pero gracias a la inteligencia, podemos descubrir el engaño que esconde de suyo la satisfacción sin medida de los apetitos, cuando no se moderan por la decisión de buscar a Dios en todo. Ese modo de actuar, supondría utilizar egoístamente lo que nos ha concedido Dios para nuestro verdadero fin, para amarle. Sería ponernos a nosotros mismos en lugar a de Dios como fin de la vida. Nos interesa, por consiguiente, estar prevenidos, desconfiar de nuestras tendencias –no por ser nuestras son siempre buenas–, que incitan a conducir la vida humana al margen de Dios: por caminos que, aunque los transitemos libremente y sean apetecibles, no concluyen en nuestra genuina e inigualable plenitud. El hombre no es como un pez, que no sabe descubrir en la carnaza que le atrae el engaño mortal. Tenemos capacidad para descubrir que sólo es Dios el Bien que nos dignifica.

        El paso del tiempo y las diversas experiencias en la vida de los hombres nos han enseñado además que, hasta por razones de bienestar y eficacia, nos conviene acatar la ley de Dios. De lo contrario, nos tocará casi siempre reconocer, y bastante pronto, que la felicidad de lo meramente fácil o atrayente era sólo una apariencia de felicidad o cosa de pocos momentos. Contamos, en cambio con el ejemplo estimulante de nuestra Madre, verdaderamente feliz por Dios, siendo su esclava.