Día 28 XIII Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Mt 10, 37-42 Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda por mí su vida, la encontrará.
         Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. Quien recibe a un profeta por ser profeta obtendrá recompensa de profeta, y quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo. Y cualquiera que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por el hecho de ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa.

No aspirar a menos



        Escuchadas fuera de su contexto estas afirmaciones de Nuestro Señor, nos pueden parecer al menos secas. Además, podrían inducirnos a pensar que Jesús pretendía un protagonismo desconsiderado; ser únicamente punto necesario de referencia para el hombre y no tanto quien vino al mundo para que todos los hombres se salven y conozcan la verdad, manifestando así el amor que Dios nos tiene. Resulta, por eso, imprescindible recordar siempre, al leer y meditar la Sagrada Escritura, que Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, únicamente ha querido venir al mundo para salvarnos. Así, una vez reconocida su indiscutible bondad, podremos –iluminados por el Espíritu Santo y humildemente– avanzar en el conocimiento de Jesucristo, que se hizo hombre para nuestro bien. ¿Acaso sería justo amar a alguien más que a Dios, por muy próximo y querido que sea para nosotros?

        Por otra parte, ya hemos considerado a fondo –y es a diario punto de partida de nuestras reflexiones– la razón de ser de nuestra existencia, lo que justifica la presencia nuestra en el mundo: somos –y somos personas– para Dios. Nos hiciste, Señor, para ser tuyos, declara San Agustín. Únicamente Dios nos puede colmar. Pero nuestro acceso a la divinidad ha de ser humano, consecuencia del ejercicio de nuestra libertad. Estando, pues, en buscar, encontrar y poseer a Dios eternamente el único sentido y fin de la existencia del hombre, ¿acaso no es razonable cualquier sacrificio antes que perder lo único que nos puede llenar plenamente, aquello en lo que, por otra parte, consiste la plena felicidad humana?

        Es muy conocida la tendencia a ponernos cada uno como objetivo de nuestro interés; tanto que parece natural y hasta irremediable. Se trata, sin embargo, de una consecuencia del pecado y de la rebeldía humana. El gran don que el hombre ha recibido y lo eleva sobre el resto de las criaturas de este mundo es la capacidad de amar. Sólo los hombres somos capaces de entregarnos conscientemente en beneficio de otros, que eso es amar. Ciertamente esa capacidad de buscar el bien podemos intentar emplearla en nosotros mismos, podemos buscar la autosatisfacción. Pero esto no sería amar, sería egoismo o soberbia. El hombre fue ideado por su Creador para vivir amando como decíamos, dándose a Él en cada circunstancia de la vida buscando agradarle. Así tiene su existencia el sentido que le es propio: se asemeja al Creador como debe –ya que somos a su imagen y semejanza–, que es puro don. Por el contrario, una vida humana si busca como objetivo su propio bien fracasa: Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.

        "Perder la vida por Dios...", nos dice el Señor. Porque se trata de emplear a cada paso esa capacidad que poseemos para darnos, "como Dios manda". Y está usada en este caso la conocida expresión en su sentido más literal. Se trata, en efecto, de caminar cuando Dios quiere, donde Dios quiere, como Dios quiere, porque Dios lo quiere. Caminar, o correr, o descansar, o trabajar con las manos o la inteligencia, o dar un consejo, o preguntar una duda; ayudar o pedir ayuda... Cualquiera de las infinitas actividades del hombre son –vividas por Dios– perder la vida por Él, gastándola en el cumplimiento de su voluntad y, por tanto, encontrarla.

        No está mal actuar por los demás, al contrario, pero es poco: Quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo. Bastantes, que son buenos, se quedan en esto: en la hermandad entre los pueblos, en la justicia social, en ser ciudadanos intachables, solidarios... Indudablemente se trata de verdaderos valores que contribuyen grandemente al bien, y que han sido muy alentados –lo son en el momento actual– y convendrá seguir estimulándolos en el futuro. Es también indudable que la persona se siente realizada actuando bien, aunque sea en cierta medida (en cierta medida se siente realizada y también en cierta medida actúa bien). Sin embargo, únicamente llevamos a cabo todo el bien posible cuando lo hacemos por Dios. Sólo amar a Dios mismo, admás, puede colmar realmente todos los anhelos de la criatura humana.

        Todo el que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa. Jesús concluye, en efecto, asegurando que no faltará la debida satisfacción a los que realicen el bien, no tanto a otro de nuestros semejantes sino a Él mismo a través de ellos. Por eso, da igual en qué consista de hecho un trabajo o una obra de servicio o para quién se realice, si se hace porque agrada a Dios. Lo determinante para afirmar la categoría de la acción y de quien la lleva a cabo es que aquello se haga por Dios y "como Dios manda".

        Es justo que nos gocemos pensando que, por la Gracia de Dios, podemos llevar a cabo, si queremos, algo de categoría divina. Nuestro Creador lo acogerá complacido en cada caso, con solo intentar actuar puesta la vista en Dios. ¡Qué gran tesoro esta libertad, que nos permite elevarnos muy por encima de nuestra terrena condición, hasta tratar de tú confiadamente a Nuestro Dios! Así hablan los hijos con sus padres siempre que lo desean. Como ellos, podemos dirigirnos también –amando– a nuestra Madre del Cielo, y seremos doblemente felices, al sentirnos más hijos aún de Nuestro Padre Dios