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Día 29 San Pedro y San Pablo, apóstoles |
Evangelio:
Mt 16, 13-19
Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntarles
a sus discípulos: |
A la grandeza y la felicidad por la obediencia |
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En la Solemnidad, en que celebramos a los apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia, podemos fijarnos en el ejemplo de fidelidad leal a Jesucristo que brilla sobremanera en estos dos hombres. Ellos quisieron que su vida no fuera sino lo que el Hijo de Dios determinara. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que todo el interés de Pedro y de Pablo, aun siendo de caracteres bien distintos, según se muestra con evidencia en los relatos del Nuevo Testamento, fue identificarse con el querer de Cristo; es decir, obedecerle. El máximo deseo de cumplir en detalle la voluntad de Jesús, identifica, en ese sentido, a ambos Apóstoles; y no sólo a ellos, sino a todos los santos, pues, ninguno puede serlo al margen de la voluntad de Dios. Cuando parece que un cierto ideal de la persona consistiría en desenvolverse en la vida guiado únicamente con el propio criterio, sin más punto de referencia que el parecer personal; cuando bastantes consideran definitivas sus opiniones, y suficientes –por ser suyas– para configurar su vida del mejor modo posible, la Iglesia –Nuestra Madre–, nos ofrece para edificación de todos los fieles, el consejo de la obediencia. Cuantos deseamos conducirnos con la segura esperanza de la Vida Eterna, no lo haremos de acuerdo con nuestro parecer, ya que la Eterna Bienaventuranza no es un proyecto humano. Comprendemos, para empezar, que no es decisión del hombre nuestra existencia en este mundo, ni la Vida Eterna que nos aguarda en intimidad con Dios, que conocemos sólo por Revelación: vivimos una existencia divina en un mundo de Dios. Pedro, habiendo sabido del extraordinario poder y majestad de Jesucristo, se mantiene inamoviblemente fiel al Maestro, cuando bastantes le abandonan porque no comprenden sus palabras. Señor, ¿a quién y iremos? –le responde–, Tú tienes palabras de Vida Eterna. Así se expresa Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, en el crítico momento de la fe en Jesús, que anunciaba la Eucaristía. Para muchos fue el momento de la deslealtad. Cuando aparecen haber perdido sentido los milagros realizados; cuando su vida admirable y sus palabras, cargadas de autoridad, no significan nada para la mayoría, Pedro confía aún en Jesús. Su persona será para él siempre merecedora de toda confianza: hay que creerle siempre y obedecerle. El criterio de Cristo tendrá en todo momento para este apóstol una autoridad absoluta. Las palabras de Jesús y sus deseos tienen mucha más fuerza para él que sus propios pensamientos. De manera semejante se manifiesta Pablo, el Apóstol de las Gentes. A partir de su asombrosa conversión, su vida entera queda vertebrada por la persona de Jesucristo. Para mí, vivir es Cristo, declara. Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús, pide a sus fieles de Filipo. Poco interés tenía para San Pablo autoafirmarse en esta vida. Lo único que vale verdaderamente la pena es ser como su Señor, vivir la vida de Cristo. Hasta llegar a decir, con un santo orgullo: ya no soy yo quien vive, que es Cristo quien vive en mí. En poco tenía, pues, los planes personales, las propias ilusiones y proyectos –por muy suyos que fueran–, si eran diferentes a los imperativos divinos que movían toda su persona. Parece muy claro, por lo demás, que la mayor hazaña o reflexión de cualquier hombre, por decisiva que parezca, no pasa, en la práctica, de ser algo necesariamente destinado a la caducidad, como caduco es el mismo hombre que ahora contemplamos. Ni siquiera en este mundo vale la pena ilusionarse con triunfos sonados, que son muy pocos, como pocos son las mujeres y los hombres que han pasado a la historia. En cambio, identificados con Dios, que en Jesucristo nos hace posible conocer su voluntad, aunque tengamos poca relevancia para el acontecer humano, nos hacemos eternos e inapreciablemente valiosos de modo objetivo; con un valor que trasciende la valoración humana –en el fondo poco relevante–, mientras somos valiosos para la divinidad. Obediencia: que en nosotros se haga Su Voluntad: hágase Tu voluntad en la tierra como en el Cielo, rezamos con la oración que Cristo nos enseñó. Pidámosle que tengamos por más decisivo, no tanto hacer lo que queremos, cuánto lo que Él quiere; firmemente convencidos de que no nos hace mejores ni más grandes en la vida salirnos con "la nuestra", sino que Dios se salga con "la suya" en nosotros. Comprobaremos además, a partir de esta docilidad, que nos va mejor en las relaciones interpersonales. Guiados sólo por nuestros intereses, que con demasiada frecuencia son egoístas, tenemos –por desgracia– sobrada experiencia de la sociedad tensa que en ocasiones hemos de soportar. También para lograr una convivencia grata y en paz, nos conviene dejarnos conducir por los mandamientos de nuestro Creador. Siendo el autor del hombre, posee la ciencia exacta –la ley moral que descubrimos en buena medida con nuestra razón– para el más correcto desenvolvimiento de su criatura humana. El hombre más feliz y perfecto es aquel en quien mejor se cumple la voluntad de nuestro Creador y Señor. Así es nuestra Madre la más maravillosa de las criaturas: hizo en mí cosas grandes el que es Todopoderoso, puede afirmar. Implorando su asistencia maternal sabremos imitarla. |
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