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Comenzamos
el mes de octubre conmemorando a santa Teresa de Lisieux, Carmelita
Descalza, conocida también por santa Teresita del Niño
Jesús. Se trata de una religiosa que dedicó su vida
a la oración contemplativa, que nos puede enseñar la
primacía de la intimidad con Dios para que tenga sentido cualquiera
de nuestros quehaceres. Como es sabido, el Santo Padre Juan Pablo
II, proclamó a esta santa Doctora de Iglesia.
Esta religiosa, que,
fiel a su regla, no abandonó su convento en Francia, es, sin
embargo, patrona de las misiones. Podría pensarse que muchos
otros santos los hay con la vida cargada de movimiento apostólico,
visible y conocido serían más apropiados que la
santa de Lisieux para ser presentados como ejemplo de espíritu
misionero, y como intercerores ante Dios para esta importante tarea.
De hecho, el afán por llevar a los hombres al calor de la fe
y a la riqueza incomparable de la posesión de Dios, posiblemente
queda más claro en algunos santos llenos de actividad exterior.
Pero la Iglesia ha querido reconocer ante el mundo, pensando en Teresa
de Lisieux como patrona del movimiento misionero, que el secreto y
fundamento de toda eficacia apostólica es, ante todo, la oración.
Teresa de Lisieux,
sin salir de su convento, consagró su vida a rezar y sacrificarse
por las misiones. En su coloquio con Dios vibraba impaciente por tantos
lugares donde debía aún implantarse la fe, ofreciendo
al Señor el precio de sus sacrificios y súplicas
por gentes lejanas, desconocidas muchas veces. Otras, encomendaba
expresamente a Dios la tarea evangelizadora de algún misionero
que conocía. Siguiendo al pie de la letra la advertencia del
Señor a sus Apóstoles sin
Mí no podéis hacer nada, intercedía
por los que lejos se fatigaban por Cristo y por la felicidad de otros
al abrazar la fe. En su oración y sacrificio encontraba la
fuerza para la fatiga de aquellos que, muy distantes casi siempre
de Francia, hablaban de Dios y de su salvación a la gente.
También en la oración conseguía luz para las
inteligencias de cuantos oían por primera vez hablar de Cristo.
Primero,
oración; después, expiación; en tercer lugar,
muy en tercer lugar, acción. Así
se expresaba san Josemaría en Camino, y así son las
cosas en la vida de todos los que desean ser verdaderos apóstoles
de Nuestro Señor. Preguntémonos cuánto rezamos
para que mejoren esas personas perfectamente conocidas, tal
vez que deben enmendarse, que provocan nuestra crítica,
aunque sólo sea interior
¿Cómo nos unimos
a la oración del Santo Padre por las necesidades de la Iglesia
y del mundo? ¿Ofrecemos sacrificios por los demás?
Los que siguen a Cristo,
por el mundo o, como esta santa, apartados de los afanes mundanos,
son impulsados en todo caso por el propio Cristo a difundir su enseñanza.
El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar
su cabeza, nos advierte el Señor; y esa es también
la suerte del discípulo que le acompaña, apartado del
mundo o metido de lleno en los afanes terrenos. No
es el discípulo más que su maestro, ni el siervo más
que su señor, aclararía Jesús en otro
momento. Una existencia incómoda y un trabajo intenso están
garantizados para el discípulo de Cristo. Comparte así
con El su misma calidad de vida. Pero, precisamente por esto, ya que
viven siempre juntos, quien sigue al Señor para el apostolado
cuenta, donde quiera que se encuentre, con su compañía:
el discípulo tampoco tiene dónde
reclinar su cabeza, pero jamás se siente solo. Tiene,
por el contrario, el inapreciable tesoro de su Dios junto a sí.
Nos conviene y
es, por otra parte, manifestación de realismo considerar
habitualmente la seguridad que, como cristianos, debemos sentir con
el mismo Dios, que no nos abandona un solo instante. Es bueno librarse
de la pesadumbre imaginaria por una vida marcada con la cruz. No,
ciertamente, eliminando de nuestra vida lo que cuesta, ni fomentando
compensaciones humanas que contrarresten la dureza de caminar con
Cristo. Se tratará, más bien, de perderle el miedo al
dolor. Perderle el miedo al dolor por la oración: contemplando
al Señor con nosotros, de nuestra parte, queriéndonos;
y, no de cualquier modo, porque quiere y puede hacernos verdaderamente
felices. Sólo la oración que contempla es capaz de descubrir,
en el misterio de Dios, su poder y su bondad para hacernos felices,
aunque no tengamos dónde reclinar la cabeza. La dureza del
seguimiento del Señor nunca me será insoportable, con
su ayuda que nuna falta, pues todo lo puedo
en Aquel que me conforta, como decía san Pablo.
¡Que el ejemplo
y la intercesión de santa Teresita nos animen! Pidámosle
amar de corazón a Dios y a muchas almas, y ser felices contemplando
la grandeza de una vida así. Que será quizá,
sin embargo, sencilla, como la de Nuestra Madre, Santa María.
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