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Los
ojos de María
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Vittorio
Messori y Rino Cammilleri
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Al
llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido
de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo
la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.
Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! De
manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como eres hijo, también
heredero por gracia de Dios. Así se expresa
san Pablo en su carta a una comunidad de cristianos, haciéndoles
ver la grandeza de su condición por haber acogido el Evangelio.
Aquellos primeros fieles eran, como nosotros, por Jesucristo hijos
de Dios. Con los derechos, por tanto, de los hijos sobre los bienes
de su Padre.
Al comienzo de estos días de preparación
a la gran solemnidad de la Inmaculada Madre de Dios, contemplamos
el inefable prodigio que obró Nuestro Señor para toda
la humanidad por Ella. Santa María fue el instrumento que nos
trajo el mayor bien de Dios. Tomando cuerpo de hombre y naciendo de
Ella, Dios se entrega a los hombres para que, enriquecidos con el
don de Sí mismo, los hombres sean como Dios.
La Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa
de Dios Espíritu Santo es, en este sentido, la puerta del mundo
humano para Dios. A través de María Dios quiso compartir
nuestra humanidad. Ella es una mujer normal; y, llena de Gracia, coopera
libremente para que pudiéramos recibir todo el amor paternal
que el Creador, en su arcano designio, tenía reservado para
cada hombre. Con su disposición de acoger en sí el proyecto
de Dios, los hombres puedan acceder a la misma intimidad divina. Con
toda razón, por esto, la llama la Iglesia, Puerta del Cielo.
La elevación de María para que pudiera
ser la Madre del Verbo es obra del mismo Dios. Es llena de Gracia
desde su primer instante y por ello concebida sin pecado original:
Inmaculada. Así la celebramos en esta novena que hoy comienza,
reconociendo el prodigio divino de haber colmado de todo bien a la
que sería su Madre. Nuestro agradeciminto a Dios es aún
mayor porque quiso que la misma que es su Madre sea también
Madre de los hombres.
Estas consideraciones tan básicas de nuestra
fe no debemos tenerlas por "sabidas". No deben ser algo que aprendimos
y aceptamos un día, quizá ya lejano, pero que ya consideramos
poco y apenas notamos que afecte a nuestra vida. Es necesario, por
así decir, vivir de estos convencimientos. No debe ser la realidad
que estamos considerando no queremos que sea algo sin
repercusión en los afanes cotidianos; pues el Hijo de Dios
nació para nosotros, para que pudiéramos los hombres
ser hijos adoptivos de Dios.
¿Cómo agradezco al Señor que me
haya hecho su hijo? ¿Tengo presente, mientras voy de aquí
para allá, que soy un hijo de Dios? Porque debe ser tan clara
en mí esta esta vivencia, al menos como la que siento de mi
profesión, de mis relaciones familiares, de mi forma de ser.
El ajetreo del mundo y tantas ocupaciones apremiantes nos llevan a
olvidarnos de lo que no se ve, de lo que no se siente...; y es necesario
imponerse a este olvido, rememorando de intento el origen de la dignidad
querida por Dios para el hombre. Fue a partir de María: con
su cooperación libre al plan de salvación, hizo posible
el acceso del Espíritu Santo a nuestros corazones para que
pudiéramos llamar de verdad Padre a nuestro Dios.
Los
que recibimos el Bautismo al poco de nacer y, por gracia de Dios,
hemos crecido en una familia cristiana, no tenemos la experiencia
de ser siervos,
como dice san Pablo. Pero vale la pena que pensemos admirados, que
nos sorprendamos como el Apóstol ya
no eres siervo, sino hijo..., exclama.
No queramos acostumbrarnos a nuestra actual condición, sino
tengamos el deseo de saborear agradecidos el más grande de
nuestros títulos: "hijo de Dios". Jesús insiste a los
Apóstoles y quizá nosotros también necesitamos
que nos lo repitan: Ya no os
llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor;
a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí
de mi Padre os lo he dado a conocer.
Agradezcamos
una y otra vez a María su docildad a Dios que nos ha traído
un don tan grande. Haciéndolo nos saldrá más
fácil contemplarnos como sugiere en Camino san Josemaría:
Es preciso convencerse de que
Dios está junto a nosotros de continuo. Vivimos como
si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las
estrellas, y no consideramos que también está siempre
a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso a cada uno de nosotros nos
quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus
hijos, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo...
y perdonando.
¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de
nuestros padres diciéndoles, después de una travesura:
¡ya no lo haré más! Quizá aquel mismo
día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida
dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se
enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando:
pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy
Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros
y en los cielos.
Pueden, ciertamente, extrañar la alegría
y la paz del hijo de Dios, mantenidas también en plena contrariedad,
a veces tan perseverantes que hasta sorprenden incluso al que procura
vivir como hijo de Dios. Pero recordemos que es un prodigio de la
Gracia. Es el Espíritu Santo quien nos hace llamar entusiasmados
Padre a Dios, y a María exultar de gozo porque Dios hizo en
Ella cosas grandes.
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