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Los
ojos de María
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Vittorio
Messori y Rino Cammilleri
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Todo
es humanamente normal para la Virgen y la Sagrada Familia. Una vez
circuncidado Jesús: a los ocho días como mandaba la
Ley de Moisés, es necesario que María y José
vayan a Jerusalén para la Purificación de la Madre y
la Presentación del Niño en el Templo. Así nos
lo narra san Lucas:
Y cumplidos los días de su
purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron
a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está
mandado en la Ley del Señor: Todo varón primogénito
será consagrado al Señor; y para presentar como ofrenda
un par de tórtolas o dos pichones, según lo mandado
en la Ley del Señor.
Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón.
Este hombre, justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación
de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Había
recibido la revelación del Espíritu Santo de que no
moriría antes de ver al Cristo del Señor. Así,
vino al Templo movido por el Espíritu. Y al entrar con el niño
Jesús sus padres, para cumplir lo que prescribía la
Ley sobre él, lo tomó en sus brazos, y bendijo a Dios
diciendo: Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz,
según tu palabra: porque mis ojos han visto a tu Salvador,
al que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz que ilumine
a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel. Su padre y su madre estaban
admirados por las cosas que se decían acerca de él.
Simeón los bendijo, y dijo a María, su madre: Mira,
éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos
en Israel, y para signo de contradicción y a tu misma alma
la traspasará una espada, a fin de que se descubran los pensamientos
de muchos corazones.
Vivía entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de
la tribu de Aser. Era de edad muy avanzada, había vivido con
su marido siete años de casada, y había permanecido
viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del Templo,
sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Y llegando en
aquel mismo momento alababa a Dios, y hablaba de él a todos
los que esperaban la redención de Jerusalén.
Debemos
detenernos en primer lugar en el cumplimiento mismo del precepto:
se someten a la Ley de Moisés que el evangelista llama la Ley
de Señor. No entramos ahora en el origen de esta Ley, ni en
qué consistían la purificación de la madre y
la presentación del niño, acontecimientos que la Iglesia
celebra como fiesta el día dos de febrero. Recordemos en cambio,
con san Josemaría en su comentario al cuarto misterio gozoso,
que cumplido el tiempo de la
purificación de la Madre, según la Ley de Moisés,
es preciso ir con el Niño a Jerusalén para presentarle
al Señor. ¿Te fijas? Ella ¡la Inmaculada!
se somete a la Ley como si estuviera inmunda.
¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir,
a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
Hay
muchas normas de conducta que debemos cumplir porque están
establecidas justamente y que, en algún momento pueden provocar
nuestra rebeldía: ¿¡Por qué...!?, clamamos
impetuosamente por dentro y
hasta por fuera
protestando por lo que no nos gusta, quizá en primer lugar
porque no es decisión nuestra. Luego, a veces, con más
calma, acabamos reconociendo que era oportuno aquel criterio y estaba
justamente establecido.
Nos encomendamos a la intercesión poderosa
de José y de María, y nos darán luz para descubrir
la Voluntad de Dios, también en esas pautas de comportamiento
que de cuando en cuando nos encontramos preestablecidas. Así,
obedeciendo, sentiremos la satisfacción de hacer mucho más
que algo simplemente nuestro, porque, mientras obedecemos, nuestra
voluntad es también la voluntad de Dios.
Pero fijémonos en algo más de lo que
sucedió aquel día en el Templo con Jesús, María
y José: el Espíritu Santo está presente y, a
través de Simeón, aquel hombre
justo y temeroso de Dios, proclama la salvación
que vendrá por Cristo. Una salvación para
todos los pueblos
sin excepción, una salvación definitiva.
Simeón llama Salvador
a Jesús. Evidentemente, sólo puede hacerlo a partir
de una revelación sobrenatural del Espíritu Santo como
aclara san Lucas. Porque Salvador
de verdad es el que remedia todos los males. En efecto, a partir de
Cristo todo lo que sucede en el mundo, por su salvación, puede
ser positivo. Simeón, especialmente iluminado por el Paráclito,
parece anticiparse a lo que dirá san Pablo años más
tarde a los Romanos: que todo
contribuye para el bien de los que aman a Dios.
Siendo ésta la real situación del hombre
redimido, salvado, en adelante no habría ya grandes motivos
de preocupación. Con Jesucristo en el mundo a favor de los
hombres, es razonable sentirse tranquilos, más aún,
seríamos injustos si no diéramos gracias a Dios y no
exultáramos de gozo, al contemplar la condición de hijos
Suyos que nos ha traído con su venida.
En
todo caso, Simeón estaba en lo cierto: con Jesús llega
la luz al gran mundo de los gentiles, al resto del mundo que no era
el pueblo primeramente elegido. A partir de Jesucristo ya no es posible
una oscuridad, una visión negativa, una tristeza irremediable
y con fundamento para el hombre. Sobre todas las sombras humanas,
Dios mismo ha puesto su luz al asumir nuestra condición. Que
Dios se hizo hombre, significa que el hombre como tal y por tanto
todo hombre, también el más deprimido por el sufrimiento
cualquiera que sea, puede superar lo negativo que le entristece. Jesús
nos
narra san Mateo al comienzo de su evangelio
observó que estaban ya cumpliéndose las palabras proféticas
de Isaías: el pueblo
que yacía en tinieblas ha visto una gran luz; para los que
yacían en región y sombra de muerte una luz ha amanecido.
Se refería el profeta a la venida de Cristo. Desde entonces
añade
el evangelistacomenzó
Jesús a predicar y a decir: Haced penitencia, porque está
al llegar el Reino de los Cielos.
Todo hombre por Jesucristo está llamado a una
gradeza divina, pero ha de ser con El. Jesús es luz para el
hombre, la única luz para el hombre: el
que no me sigue anda en tinieblas, dijo expresamente.
Conviene que recordemos esto, hoy que algunos viven y a veces tratan
de imponer estilos de vida que pretenden ser coherentes gracias a
otras luces. Jesús, su vida y su doctrina, es la única
luz que ilumina, como profetizó Simeón movido por el
Espíritu Santo, es la luz de la vida del cristiano. Que no
nos extrañe, entonces, la discusión ni el contraste
de nuestra la vida con la de muchos: ha
sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel,
y para signo de contradicción, declaró
Simeón. Estas palabras, del anciano a María, probocaron
unos ejercicios espirituales que Juan Pablo II, todavía cardenal,
predicó a Pablo VI, pontífice, y se publicaron en el
libro Signo de contradicción,
que se recomienda.
Como se recomienda la invocación asidua a Nuestra
Madre, Asiento de la Sabiduría, para que nos conceda la luz
de su Hijo.
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