También hoy necesitamos la fe

Evangelio: Jn 6, 60-69 Al oír esto, muchos de sus discípulos dijeron:
—Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?
Jesús, conociendo en su interior que sus discípulos estaban murmurando de esto, les dijo:
—¿Esto os escandaliza? Pues, ¿si vierais al Hijo del Hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada: las palabras que os he hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay algunos de vosotros que no creen.
En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que le iba a entregar.
Y añadía:
—Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí si no se lo ha concedido el Padre.
Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él.
Entonces Jesús les dijo a los doce:
—¿También vosotros queréis marcharos?
Le respondió Simón Pedro:
—Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios.

 

La enseñanza de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún sigue siendo actual. Aquel día Nuestro Señor había revelado claramente el misterio de la Eucaristía y eso provocó el estupor de muchos. Al no comprender que pudiera darles a comer su propio cuerpo bastantes le abandonaron. Se trataba ciertamente de una afirmación asombrosa. Pero, ¿Acaso no era también sorprendente que hubiera alimentado con muy pocos panes y unos peces a una multitud? ¿Y qué decir de los leprosos limpiados, de los ciegos que recobraron la vista o de los muertos resucitados? Aquellos prodigios no habían provocado el enojo de la gente como lo provocó su enseñanza en la sinagoga de Cafarnaún: nadie le abandonó por verse libre de un mal.

Ya entonces, como hoy, la gente se revelaba, no tanto contra lo incomprensible cuanto contra lo molesto. Lo incomprensible, por extraño a lo razonable que pareciera, se aceptaba, incluso muy pacíficamente, si iba acompañado de algún bien para los espectadores. En alguna ocasión, incluso –cuando alimentó a los cincomil hombres milagrosamente–, quisieron proclamarlo rey. Pero ese entusiasmo por Jesús no se debía a que le hubieran reconocido por fin como Mesías, sino, como afirmó el mismo Jesús, porque habían comido hasta saciarse. En cambio, cuando con la potestad de que le investían tantos prodigios en favor del pueblo, quiere hacerse respetar y que acepten sus enseñanzas, útiles para la salvación eterna de ese mismo pueblo, entonces ya no le aceptan. En esas ocasiones más bien quisieron despeñarlo, apedrearlo, matarlo.

También en nuestros días es demasiado frecuente, por desgracia, encontrar personas que rechazan francamente el cristianismo y la figura misma de Jesús de Nazaret, porque la doctrina cristiana, enseñada por Cristo y difundida a partir de Él, no se adecua sus gustos particulares. En bastantes casos es desautorizada, sin querer entrar en si es de origen divino y, por tanto, tendrían que reconocerla como autoridad indiscutible. La desautorizan, sin intentar mostrar su falta de autoridad, con sólo señalar que no estan de acuerdo con sus criterios. Posiblemente no se dan cuenta, pero con esa actitud se convierten en dioses, autores del bien y del mal.

Sin duda estamos convencidos de que lo más cómodo, lo más sencillo, lo que nos podría traer más beneficios materiales, es con bastantes frecuencia improcedente. Reconozcamos, entonces, que lo que halaga al propio yo no puede ser criterio irefutable de conducta. No se tratará, desde luego, de mortificar sistemáticamente todo estímulo agradable. Pero reconozcamos, sin embargo, que a veces lo agradable no es bueno y es preciso contar con otro criterio, aparte del gusto, para que la conducta que sea infalible. Criterio al que decidiremos atenernos siempre, independiente de si nos gusta. Únicamente así nos sentiremos libres de la coacción interior de actuar habitualmente por capricho.

Los cristianos aceptamos que Jesucristo es Dios todopoderoso y con una bondad sin medida, pues lo reconocemos autor de infinidad de prodigios en favor de los hombres. A algunos, que se dicen cristianos, les cuesta reconocer que no pierde Jesús su majestad ni su bondad infinitas cuando, con señorío, manifiesta su autoridad sobre los hombres, exigiendo modos de conducta contrarios a sus opiniones. Lo lógico sería pensar que así como busca lo mejor para el hombre por medio de sus milagros, del mismo modo desea lo mejor con sus preceptos. Por otra parte, la autoridad de que le invisten sus prodigios debería ser garantía de toda otra actividad suya.

Reconoce san Juan que, así como hasta ese día tuvo muchos seguidores –recordemos que le seguía por millares– a partir de entonces, cuando les manifestó que debíamos alimentarnos de su misma vida: con su cuerpo y con su sangre, muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él. Necesitaban comprender. Como no les parecía razonable –es dura esta enseñanza, protestaban–, como no podían medir a Dios con el chato metro de su inteligencia, seguramente pensaron que en un instante Jesús había perdido toda su autoridad.

No es demasiado distinta la actitud de algunos cristianos de nuestros días a la de aquellos primeros seguidores de Cristo. Muy posiblemente no se plantean como cristianos dudas acerca del misterio de la Eucaristía, que Jesús anunció aquel día en la sinagoga de Cafarnaún. Pero es posible que igual que aquellos que se echaron atrás y ya no andaban con él, porque no tuvieron fe en sus palabras, también algunos que hoy se dicen cristianos acaban rechazando a Cristo y al Cristianismo porque no quieren aceptar con fe las enseñanzas de la Iglesia que no entienden.

Si nos sabemos en camino hacia otra Patria, que es la Vida Eterna para siempre, queramos contemplar cada circustancia de este mundo sólo con los ojos de la fe. Así miraba María, nuestra Madre, cada detalle, cada persona, cada momento triste o feliz. Que tampoco nosotros queramos engañarnos, porque con una luz de la inteligencia sólo, no llegamos a captar las más grandes verdades: las que sólo conocemos por la fe y porque Dios nos las quiso revelar.