sobre la marcha:
Luis de Moya
Voz de papel
Olga Bejano

Un viaje a La Mancha

        El domingo de Resurrección de 1991 hice un viaje desde Pamplona a La Mancha para visitar a mis padres. Aprovechaba un par de días entre el fin de la Semana Santa, siempre ocupada para un sacerdote, y la vuelta a las clases de ética y moral que impartía a los alumnos de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra. Yo vivía entonces en uno de los alojamientos universitarios del Colegio Mayor Belagua, conocido como "Torre I". Es uno de los dos edificios gemelos que se levantan junto al edificio Central de la Universidad.

        Salí de casa después de comer y pasé a recoger a Pedro Rodríguez, decano de la Facultad de Teología, que viajaba a Madrid por otros motivos. Habíamos quedado en salir pronto: la carretera posiblemente estaría complicada por el regreso multitudinario a Madrid después de las vacaciones de Semana Santa. El coche en el que íbamos era un Clio granate recién estrenado que le había regalado su padre a Pipo, secretario de Torre I. Iba muy bien.

        En Medinaceli paramos con intención de tomar algo: el bar estaba bastante concurrido y coincidimos con varios alumnos de la Facultad de Teología, que también estaban de viaje. Saludaron alegremente a don Pedro, su decano. En diez minutos o poco más merendamos y continuamos el trayecto.

        A medida que nos aproximábamos a Madrid el tráfico fue haciéndose cada vez más lento por la excesiva circulación. Más que escuchar música o la radio charlábamos –yo con interés por aprender de un sacerdote docto y experto– de nuestras ocupaciones respectivas: él como decano y yo como capellán de la Escuela de Arquitectura y de un Colegio Mayor femenino. Recordamos viejos tiempos, cuando coincidimos en el mismo centro del Opus Dei y me introdujo en la afición que, desde entonces, compartimos: las setas. Me considero discípulo aventajado de Pedro Rodríguez, aunque sólo sea en esta materia.

        Llegamos a Madrid ya de noche y dejé a Pedro junto a la casa de su madre. Seguí para Ciudad Real y fui directamente a la granja donde vivían mis padres, muy cerca de la capital. Pedro les llamaría desde Madrid para que no se preocuparan por la hora. Me gustaba la granja casi tanto como a mi padre. Allí nacimos los tres primeros hermanos, cuando casi sólo había unos gallineros y estaban sin plantar los miles de almendros que hay en la actualidad. Luego han ido construyendo alrededor y hoy ya no tendría sentido decir, como antes, que "vamos al campo", cuando vamos a la granja.

        Pasé casi todo el día siguiente con ellos. Traté de aprovechar intensamente aquellas pocas horas haciéndoles compañía. Ya estaban acostumbrados a estas visitas relámpago desde mi época de estudiante de medicina en Madrid. Siendo el mayor de los hijos, fui el primero en irme de casa. Con el paso de los años todos habíamos crecido –yo tenía entonces treinta y ocho años–, vivíamos en diversas ciudades y mis padres seguían en la casa de siempre, que era para una familia numerosa. Ahora íbamos pasando periódicamente por la granja los ocho hermanos; solos o acompañados de hijos y cónyuge, según los casos. Charlé con mis padres sobre todo de nosotros, de la familia: ya no se complicaba mi padre con proyectos agrícolas o ganaderos, que hubieran dado mucha materia de conversación en otro tiempo.

        A última hora me despedí hasta la próxima ocasión y me marché al centro de la Obra de Ciudad Real para dormir. Sin embargo, acariciaba la idea de darles una sorpresa a la mañana siguiente antes de emprender la vuelta.

        Pudo ser, porque quedé con mi hermano Jose –me interesaba verlo– para comer a la entrada de Madrid. Así que volví a la granja por la mañana, después de la Misa. Aquella fue la última Misa que celebré solo.

        Tras la comida con mi hermano emprendí el viaje de regreso a Pamplona. Eludiendo Madrid, seguí hacia el norte. En Medinaceli recordé la breve parada de dos días antes. Y, salvo alguna vaguísima imagen de obras en la calzada, sin ninguna relación con el accidente, no recuerdo nada más del viaje. Mis recuerdos saltan de un punto indeterminado de la carretera a una cama en la Clínica Universitaria.

        Según me contaron después, me salí de la carretera a unos cincuenta kilómetros de Pamplona, seguramente a causa del sueño. El automóvil atravesó la valla de la autopista y arrolló tres pequeños árboles. Enseguida me recogieron y me llevaron al centro sanitario más próximo, en Tudela. Desde allí, contactaron con la Clínica Universitaria de Pamplona para concretar mi traslado. Quizás supusieron, viendo que era sacerdote y de Pamplona –por la matrícula y mi documentación– que pertenecía al Opus Dei y tenía relación, por tanto, con la Universidad de Navarra y la Clínica Universitaria.

En la Clínica Universitaria de Navarra

        Ingresé en la Clínica Universitaria a última hora de la tarde del martes 2 de abril de 1991. Tras el golpe tenía, en términos técnicos, una interrupción medular completa a partir de C-4: la misma que padezco ahora. Es una lesión medular que conlleva, entre otras alteraciones físicas, la pérdida de sensibilidad y movilidad desde las clavículas hasta los pies.

        El doctor Ignacio Alberola, director médico de la Clínica, encomendó mi caso a la doctora Purificación de Castro, especialista del Departamento de Neurología, que recurrió al doctor Villas y a otros médicos, tras examinarme, para decidir sobre la oportunidad de una intervención. Fue el doctor Carlos Villas quien me redujo la luxación cervical y la fractura de las vértebras correspondientes. Antes, me habían administrado la Unción de Enfermos en el propio Servicio de Urg–encias.

        El doctor Villas me explicó tiempo después que llegué a la Clínica con un trauma cerebral –por el que estaba en coma– y otro trauma medular que me había producido una parálisis desde el cuello: éste estaba fracturado y la médula espinal estirada y comprimida. Un neurólogo realizó la primera exploración. Se acudió luego a un especialista en traumatología con una formación "más especializada" en patología de la columna cervical: ahí entró en escena el propio doctor Villas.

        El tratamiento de un caso como el mío planteaba una serie de conflictos. De entrada, la carga emocional inmediata por un tipo de parálisis que, con frecuencia, no tiene perspectivas posibles de solución. Según me comentó el doctor, estas situaciones imprimen en el médico un sello especial que hace que su relación con los pacientes sea distinta: una mezcla de solidaridad profunda y secreta, de rebelión y de impotencia por carecer de los medios adecuados para controlar de forma decisiva una lesión de esta índole. Porque, con independencia del entorno del paciente y de su capacidad para dar una proyección trascendente a su vida y su nueva situación, es obvio que la vida le ha golpeado con dureza.

        En primer lugar, estaba en coma: la lucha inmediata se planteaba entre la vida y la muerte. Después estaba la parálisis, que aún no se podía evaluar bien: si era completa, con lesión total de la médula, la posibilidad de obtener una recuperación útil era muy limitada, operando o no; pero si era incompleta había posibilidades de una recuperación satisfactoria con una intervención rápida que restableciera un espacio suficiente para la médula. Un tercer problema se centraba en el riesgo vital alto de una intervención quirúrgica en estado de coma.

        Se formó un equipo compuesto por neurólogos, traumatólogos, cardiólogos e intensivistas con su anestesista. Se valoraron los pros y los contras y se decidió afrontar la intervención urgente como única opción para recuperar en lo posible mi función nerviosa. Y me operaron.

Esta historia

        Nunca había pensado escribir este libro. Con no poco esfuerzo, como suele suceder, redacté mi tesis doctoral en Derecho Canónico dos años después de ordenado sacerdote y estaba convencido de que con aquello se habían terminado mis trabajos "serios" de redacción. Lo mío sería, en todo caso, preparar guiones para hablar con cierto orden pero sin leer exactamente lo que tuviera delante. Sin embargo, a los tres años del accidente que me dejó tetrapléjico, comencé a pensar en la posibilidad de poner por escrito mi visión acerca de cómo me han ido las cosas tras el golpe y, sobre todo, de cómo estoy y cómo me siento. Ya había redactado antes algo, muy breve, a petición de la doctora de Castro: para manifestar mi estado de ánimo y el modo en que había acusado algunas circunstancias del proceso de recuperación. No pretendía en aquellos momentos materializar en un libro mis consideraciones, sino cumplir únicamente una indicación médica.

        El sentido de aquel primer texto se me fue desvelando poco a poco, al ir entendiendo la nueva situación en que me encontraba, las dificultades que en adelante iba a tener en la vida y lo que suponía querer de verdad recuperarme al máximo, dentro de mis posibilidades. Me pareció captar entonces que escribir lo que se me pedía era importante, entre otras razones, por ser un aspecto más del tratamiento, encaminado a lograr la máxima normalidad posible. Sería, a la vez, un sistema diagnóstico y un modo de asegurar mi salud, sobre todo mental.

        Y aquel primer esbozo no fue más allá. Más tarde, el capellán de la Clínica Universitaria me pidió que escribiera algo sobre el dolor. Se trataba de enviar una comunicación para un congreso sobre el dolor en la sanidad y la influencia que tiene un planteamiento cristiano de la vida en el sufrimiento de los enfermos. Fueron tan sólo media docena de folios, pero supusieron el comienzo de la presente historia.

        He escrito este libro poco a poco. Se podría decir que en los ratos libres. Según las circunstancias, dicto o escribo yo mismo, con un sencillo sistema adaptado al ordenador que me consiguió Ignacio, buen amigo experto en informática. Con él puedo mover el ratón a distancia con la cabeza y pulsarlo con leves soplidos. Un programa me representa el teclado en la pantalla y con el ratón puedo pulsar las teclas. En cualquier caso, ha resultado una tarea lenta. He tenido que corregir bastante, pues tengo poco hábito en la escritura. Además, he dejado leer la primera redacción a dos personas, para que me sugirieran correcciones. Ambas tienen mucho interés en que yo sea el único autor y que su papel se limite a "enseñar al que no sabe", pero sólo lo que no sabe.

        Casi siempre me he propuesto narrar aspectos puntuales de las situaciones vividas. Con frecuencia se trata de impresiones muy subjetivas: cómo me siento, qué me parece lo que sucede o qué dicen los demás personajes que intervienen en esta historia. Se trata de mi punto de vista, pero no puede ser de otro modo. He procurado ser lo más objetivo posible, pero no he podido evitar mi modo de ver las cosas, aunque haya tratado expresamente de separar lo que me va sucediendo de lo que siento en cada caso. Quedan en el aire a veces, como sobreentendidos, aspectos de mi vida no poco importantes –sobre el Opus Dei, por ejemplo–, necesarios para hacerse cargo del todo de esta historia. Ya existe abundante literatura sobre las principales lagunas que, sobre la Obra, puedan notarse al leer estas páginas.

        Para que tenga sentido esta narración resulta imprescindible que sea verdadera. No he pretendido ocultar nada. En ocasiones, la situación que describo es de suyo bastante cruda. Para evitar que a alguno le resulte molesta su lectura he procurado utilizar expresiones y términos inteligibles pero suficientemente delicados: no me interesa el morbo.

Razones para escribir

        ¿Por qué cuento mi vida? La pregunta resulta necesaria. No es la escritura para mí un modo de ocupar las horas, como si ése fuera mi problema. No es ésta una actividad terapéutica para quien necesita ocuparse en algo tranquilo, sosegado y, a la vez, lo suficientemente largo y costoso como para que piense que está trabajando con eficacia. No. Escribir me ha costado –desde luego– y a la vez me ha interesado tremendamente; urgiéndome incluso, diría. Y por eso me he esforzado cada día en avanzar con la ilusión de terminar cuanto antes y bien.

        Las razones para escribir son varias. Por una parte, obedezco, que es una buena razón aunque pueda estar un tanto desprestigiada para algunos. No ha sido, ni mucho menos, una orden ni nada parecido, sino más bien una sugerencia, un consejo que me ha parecido bien, porque –en resumidas cuentas– consideraba que era lo que debía hacer. De paso he comprobado que la tarea me gusta, a pesar de los momentos de cansancio, de aburrimiento y de las ocasiones en que he notaba que no me apetecía mostrar mi interior aunque resultara conveniente.

        Pero todas estas son razones de poca monta. Quien me ha movido a escribir cada día es Dios: el mismo que me ha pensado, que me quiere más que nadie y que cuenta conmigo, para que desde aquí proclame su grandeza. Metido en la cuarta década de mi vida, tengo la impresión de estar ante un reto en cierto sentido nuevo y fascinante, aunque se trate sólo en el fondo de un modo distinto de hacer lo de siempre. Así sucede con todas mis cosas desde que decidí dedicar mi vida a Dios en el Opus Dei a principios de los años setenta. Desde entonces, procuro agradar a Dios en cada circustancia de mi vida y trato de mostrarle a los demás para que se sientan atraídos por El.

        Con frecuencia pienso que esto ha sido escribir "sobre la marcha". En un doble sentido lo digo. "Sobre la marcha": acerca de esta forma un tanto peculiar de vivir que es la vida en silla de ruedas y todo lo que eso supone. He querido expresar cómo veo las cosas desde aquí. Es una forma de visión, desde luego, poco frecuente. Qué veo y cómo lo veo: eso es, en parte, lo que he pretendido mostrar en estas páginas. Lo que veo está ahí, he intentado no inventarme nada: que la imaginación y la fantasía no redacten por su cuenta.

        "Sobre la marcha" es también algo que se hace de corrido, sin demasiados circunloquios. Lo que surge con espontaneidad aunque, de suyo, conlleve cierta articulación. Así pienso que debe ser todo lo que quiera mostrar la verdad de una situación observada y vivida. Lo que aquí pretendo.

siguiente