sobre la marcha:
Luis de Moya
El hombre en busca de sentido
Viktor E. Frankl
Rehabilitación

        A Milagros la conocí en la UCI, aunque no sabría precisar cuándo comenzó a tratarme. La recuerdo muy competente y seria en su trabajo. El tiempo que compartíamos a diario –en torno a una hora– era de rehabilitación: del cuello, de los brazos y de las piernas, pero sobre todo de la mente, aunque ella no se lo propusiera de forma expresa. La mente la tenía bien, al menos no tan mal como lo demás; sin embargo, siempre me ha dado la impresión de que el tiempo de fisioterapia es un verdadero desahogo, necesario para salir de la tensión que se acumula de forma imperceptible en los largos ratos de inmovilidad; sobre todo, mientras estuve en la UCI. Tal vez no sea propiamente tensión acumulada. De hecho, no me siento tenso aunque no pueda moverme. Por el contrario, me parece que la base de la estabilidad emocional que tengo se debe en buena medida a haber pensado bastante. Pero lo cierto es que en esa hora de rehabilitación disfruto, me desahogo, aunque le sorprenda incluso a la propia Milagros y a Carmen, a Merche y a Beatriz, que sucedieron a Milagros.

        Me explicarían al principio, supongo, el interés de estas sesiones que, básicamente, consistían en una movilización, pasiva por mi parte, de bastantes articulaciones, que de otro modo acabarían rígidas y deformadas. Milagros venía a diario y, despacio pero con decisión, me movía con una alternancia que enseguida se me hizo familiar: el hombro, el codo, la mano, el otro brazo, las piernas y, con el tiempo, el cuello en diversas posturas... Aquellas sesiones, aparte de alcanzar su fin más inmediato, eran como un recordatorio que me ponía ante los ojos de forma muy concreta la dependencia de la que no podría prescindir en adelante.

        Como las fisioterapeutas, aunque son enfermeras cualificadas, van de blanco como las médicos, recuerdo que en los primeros momentos confundí alguna vez en la UCI a Milagros con la doctora de Castro, que era la otra mujer de blanco en aquel mundo de batas verdes. También en esto se ve que sólo poco a poco fui saliendo del desconcierto posterior al traumatismo.

        Sí que me daba la cabeza, sin embargo, para admirarme de su trabajo. Porque los frutos de sus manipulaciones eran muy inseguros entonces, muy a largo plazo y siempre a costa de un trabajo tremendamente monótono. Estaba claro que su labor era imprescindible para mantener mi cuerpo en el mejor estado posible si no sucumbía por los problemas respiratorios. No dejaba de sorprenderme, por ejemplo, su cuidadosa insistencia en flexionar innumerables veces cada dedo de mis manos, que no se movería nunca voluntariamente a menos que sucediera lo que significa su nombre: un milagro. Por aquel tesón y el de las que siguieron a Milagros, ahora tengo las manos, y el cuerpo en general, sin rigideces ni deformidades y con la mayor movilidad que permite mi lesión.

El aseo diario

        También era admirable la tarea de Francisco. Fue el primero de una serie interminable –no termina para el tetrapléjico mientras vive en este mundo– de encargados de asearme cada día. Lo conocí, como al resto, en la UCI. Era el primer acontecimiento de cada mañana: estaba ahí, inamovible como todo lo demás, frente a lo que yo no tenía nada que decir.

        Francisco –el que sea cada día– resulta siempre molesto, por más que personalmente sea una bellísima persona y trate de hacer su labor lo más llevadera posible para quien la padece. Charlábamos bastante mientras hacía su trabajo, que duraba en la primera época más de media hora. El aseo consiste básicamente en enjabonar todo el cuerpo, secarlo y aplicar a continuación algún producto hidratante, que evite la sequedad a la que tiende mi piel como consecuencia de la lesión. También es necesario afeitarme con máquina eléctrica, imprescindible por seguridad, a pesar de que hubo alguno, tan entusiasta como imprudente, que pretendió afeitarme con navaja.

        El esquema básico de mi aseo no ha variado hasta ahora casi nada respecto a aquellos primeros momentos. Siempre se realiza en la cama, aunque sé que a otros en mi situación, o en situaciones parecidas de inmovilidad, los asean en la ducha, en la bañera... A mí me va bien como lo venimos haciendo desde que estaba ingresado, porque así se hace con rapidez y de modo eficaz. La única diferencia es que ahora se encargan siempre dos personas: resulta más fácil y más rápido.

        Primero por delante, luego por detrás, y desde la cabeza hasta los pies. Uno se ocupa de la parte superior y el otro de la inferior. Con el tiempo, van teniendo bastante práctica para procurar que no esté descubierto si no es imprescindible, para evitar que me enfríe y también por pudor. Los que lo hacen deben ser bastante meticulosos, porque no tengo posibilidad de sentirme molesto por la suciedad y, sin embargo, me resulta tan perjudicial como a cualquiera.

        Fue seguramente en alguna de las primeras sesiones con Francisco o quizás con Milagros cuando noté que llevaba en la muñeca un escapulario: alguien lo había colocado ahí, quizá cuando me operaron, sustituyendo a la medalla–escapulario que siempre he llevado y que resultaba improcedente en esos momentos por la traqueotomía.

        La falta de sensación de estar sucio o sudoroso me obliga a permanecer en un prolongado acto de fe: noto que me mueven y poco más, que utilizan esponjas, toallas, crema... y me imagino qué estarán haciendo, confiado, naturalmente, en que todo va bien. Ahora no me llama la atención, me parece lo más normal del mundo, aunque si me pongo a pensarlo reconozco que es una vivencia bastante peculiar, por no decir extraña. Mirándolo desde otro punto de vista, en el fondo me he librado de un problema al no tener que preocuparme de si me sale una callosidad en los pies o unos granos en la espalda. Otros lo hacen por mí. Aunque me gustaría mucho poder ahorrarles este trabajo.

        En la primera época, como llevaba siempre una sonda vesical, no había nada que hacer para que funcionara correctamente el sistema de evacuación de orina, salvo conectar el extremo de la sonda a la bolsa correspondiente que estaba sujeta en un lateral de la cama o, en su caso, a una más pequeña que se fijaba a la pierna, cuando estaba en la silla. A los pocos meses, comencé a usar el colector –corriente en casos como el mío– que me instalan cada día en el momento del aseo. Las múltiples ventajas de este sistema frente a la sonda –sobre todo, que evita en buena medida las infecciones– tienen como contrapartida el riesgo –llamémoslo así– de "inundaciones". Gracias a Dios, con el tiempo se ha solucionado este problema, que tenía incluido, junto con otros igualmente demenciales, en un cajón mental titulado "tercermundismo". Me parecía muy lamentable que, en un mundo tan moderno como el nuestro, no hubiera un método higiénico e infalible para recoger la orina. De todas formas, aún es necesario tomar muchas precauciones para garantizar la eficacia del sistema, porque la excesiva confianza resulta casi siempre nefasta y, sobre todo, húmeda.

        Al principio tenía problemas con los giros que debían hacerme para ponerme de lado: cuando, por ejemplo, me lavaban la espalda. Por una parte, no estaba habituado a permanecer totalmente en un extremo de la cama apoyado sólo sobre el costado y pensaba que podría caerme.

        ––Si es imposible que se caiga: estoy yo delante –me decía Francisco.

        Pero no podía evitar un cierto miedo de irme al suelo en aquella posición. Además, aún conservaba la fijación del cuello que impedía la movilidad de los fragmentos de las vértebras y me resultaba bastante molesto e incluso doloroso estar apoyando lateralmente con la cabeza en la cama. Pero aquello pasó, y hoy los giros son casi tan inofensivos como para cualquiera, con tal de que los que me mueven tengan la precaución de aproximarme antes los brazos al cuerpo para que no sufran los hombros.

        De vez en cuando hay que realizar alguna "operación", breve en general, pero que se sale de lo ordinario, como cortar las uñas o poner un antiséptico en la piel, si se me ha producido una pequeña alteración. Pero lo normal es que el aseo sea bastante rutinario, sin variaciones a lo largo de la semana para que resulte lo más breve posible. Otras maniobras necesarias, como el lavado de cabeza, se quedan para los momentos previstos a tal efecto. Por eso, en media hora estoy listo para la vida: vestido y, en invierno, convenientemente abrigado con dos pantalones y dos camisetas debajo de una prenda deportiva gruesa. Ya sólo queda, entonces, que me pongan la sotana una vez sentado en la silla.

        He saltado de Francisco, el primero que me aseó tras el accidente, al aseo cotidiano de estos días. Vuelvo, pues, a la UCI.

Hacia la planta

        Un buen día, comencé a escuchar una palabra que enseguida me resultó fascinante, pues la relacioné con un cambio favorable de mi situación. Era la palabra "planta". Por mi desconocimiento del ambiente hospitalario, no me hacía cargo de que es muy distinto vivir en la UCI a vivir en una planta. Se trataba de que podía dejar la UCI. Hacía tiempo que no me encontraba ante un reto semejante. Salir de allí me parecía casi imposible, considerando todos los cuidados que necesitaba para sobrevivir.

        Por entonces lo único que me interesaba era librarme del agobio y la incomodidad de la UCI: los goteros, la inmovilización del cuello, el respirador, la sonda de la comida, las aspiraciones pulmonares... Apenas tenía en cuenta el gran progreso que supondría para mi efectiva rehabilitación, dejar de depender de tantos medios técnicos. Sólo me preocupaba en aquellos momentos quitarme trastos de encima. No era, sin embargo, tan sencillo: no se trataba de bajar unos cuantos pisos sin más. Debía ofrecer, con mi estado físico, las suficientes garantías para poder prescindir de los cuidados que en la UCI me estaban ofreciendo y en la planta no podría tener. De paso comenzó la batalla –larguísima– de la sedestación: lograr estar sentado en lugar de acostado. No pensaba yo que esto iba a resultar tan complejo. El caso es que la batalla duró meses y fue necesario plantearla por segunda vez tras otro periodo "encamado".

        El primer reto que me planteó Conchita, ante mi propia emoción, fue salir a ratos de la UCI hasta el aula en un sillón reclinable. Otra palabra nueva para mí en aquel ambiente que me resultó siempre muy extraño: "aula". Llegó por fin el ansiado momento y me colocaron en el sillón, con toda la "fontanería" que llevaba instalada desde hacía mes y medio. Y, una vez bien seguro todo, me llevaron rodando hasta el aula. No estaba lejos, pero me parecía una excursión en toda regla. Por entonces no me hacía cargo del todo de la distancia, pues luego he podido comprobar que apenas fue un traslado de veinte metros. Aquel primer día del viaje al aula comencé a experimentar el modo habitual de transporte que me esperaba: lo que suelo llamar una "vida rodada".

        El aula es una pequeña sala que se utiliza para sesiones clínicas en pequeños grupos y que está libre la mayor parte del tiempo. Una vez allí ya estaban cubiertos todos los objetivos desde el punto de vista dinámico, porque lo único que quedaba por hacer era esperar a que pasara el tiempo hasta la hora prevista para volver a la cama. Era una prueba de resistencia sentado; la verdad es que estaba sólo un poco más incorporado que en la cama, porque la batalla consistía en ir aumentando la verticalidad del respaldo y el tiempo en el sillón. Todo estaba bastante previsto, aunque había que atenerse, desde luego, a mi tolerancia de la situación. Por eso estaba siempre acompañado por una enfermera o algún familiar.

        No tuve aquellos días especiales dificultades en la prueba; sin embargo, aunque todos deseaban lo mismo que yo, me obsesionaba pensar –por mi ansiedad en abandonar la UCI– que los médicos me lo iban a poner difícil. De hecho no fue así y en muy pocos días me pude despedir de aquel ambiente.

siguiente