Julio de la Vega-Hazas Ramírez |
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Algo le pasa a este chico |
La vida misma: Casi un mes más tarde llegó Billy. Pronto comprobó Antonio que se ajustaba
bastante a la idea que se había figurado de antemano: era metódico,
ordenado –"un poco allien",
comentaba Antonio a sus amigos–, educado, correcto, y frío. De sí mismo no decía
casi nada. Antonio pensaba que seguramente era protestante, y que de
momento convenía no hablar de religión para no molestar, aunque de vez
en cuando decía a su madre: "a éste habrá que convertirle, ¿no?".
Por otra parte, no todo eran virtudes en Billy: solía llegar tarde los
viernes por la noche y, aunque iba directamente a acostarse sin decir
nada, Antonio se daba cuenta de que había bebido más de la cuenta. |
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Dice ser ateo y parece muy seguro de sí mismo |
Antonio tenía la costumbre desde niño de rezar algo antes de ir a la cama,
pero con Billy delante lo hacía disimuladamente, hasta que un día se
decidió a ponerse de rodillas. —"¿Qué haces?", preguntó Billy. —"Rezar. ¿Tú no rezas alguna vez?" —"No". —"¿Pero..., qué pasa? ¿No crees tú en Dios?", replicó Antonino. —"Yo no lo necesito". La respuesta seca y fría dejó sin réplica a Antonio y se durmió pensando en el asunto. Al día siguiente, estando estudiando, Antonio volvió a sacar el tema: |
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Pero tendrá corazón |
No hubo manera de que Billy cambiara su planteamiento
distante y se abriera un poco, por mucho que insistiera Antonio. Este
se lanzaba con más ganas a la cuestión ante la autosuficiencia de Billy,
pero se sentía poco preparado. Planteó el asunto a varios amigos suyos,
que no le dieron muchas esperanzas. Al final uno le dijo:  —"Sí, ya se ve que tiene muy aprendido el rollo. Mira, ese Billy –o como se llame– será un témpano de hielo, pero seguro que tiene corazón como todo el mundo. Piensa en algo fuerte, que le impresione". A Antonio le gustó el consejo y empezó a madurarlo. |
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Tan racional y coherente que parecía... |
Poco después había un día de vacaciones. Antonio
le pidió a Billy que le acompañara a una gestión importante, y éste, que
no tenía nada pensado para ese día, aceptó. Cogieron el autobús hasta
las afueras de la ciudad. Se bajaron junto a un edificio, que resultó
ser una residencia de subnormales profundos –casi todos
niños y jóvenes– atendida por unas monjas. Pasaron varias horas
allí, ayudando a comer y a limpiar a los niños, aunque Billy, más que
otra cosa, se quedaba con la mirada fija y una expresión de asco. A la
salida, Antonio preguntó:  —"Qué tal".  —"No pienses que vuelva aquí", respondió Billy secamente.  —"¿Por...?"  —"Porque es... –pensó en el término adecuado– repelente".  —"Se dice repulsivo. Vamos, que no quieres, y ya está". No hubo respuesta.  —"Mira –atacó Antonio–, eso es lo que a ti te pasa: que no quieres. Te has "montado" tu vida y lo demás es que no quieres verlo. Y te montas esas teorías sobre Dios porque no quieres encontrártelo. Y te pones en plan iceman para que nadie se entrometa, convencerte tú y no enfrentarte contigo mismo".  —"¡Cállate!", interrumpió Billy.  —"No, no me callo, y voy a seguir. ¿Y sabes lo que pasa cuando sólo te buscas a ti mismo? Pues que te quedas solo, solo, solo, y llega un momento en que no te aguantas ni a ti mismo, y por eso te vas a beber y vuelves cocido todos los viernes. ¿Sabes lo que te digo? Que me das más pena que todos esos niños subnormales". Siguió un silencio tenso, que no se rompió en todo el viaje de vuelta. |
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Nada se pierde |
Al llegar a casa, Billy se fue derecho a la
habitación y Antonio pensó que sería bueno dejarle solo. Discretamente,
Billy echó el pestillo. Antonio se quedó en el salón preocupado, pensando
si no habría sido todo "demasiado fuerte" y si "no se habría
pasado". Al cabo de algunos días, parecía que se había normalizado
la situación. Un día que estaban hablando su madre le dijo a Antonio que
había visto cómo Billy, en momentos en que el no estaba presente, había
cogido el catecismo y la Biblia de la sala de estar y se la había llevado
a su habitación. Antonio sonrió. Semanas atrás había llegado a preguntarse
si no iba a conseguir Billy enfriar su propia fe, tan seguro como parecía.
Ahora pensaba en cuál podría ser el siguiente paso –además de
seguir rezando por el– para conseguir esa conversión. |
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La falta fe sobrenatural es un problema demasiado complejo para trivializarlo, con antiguos antecedentes históricos y un origen en el individuo que va más allá de la falta de evidencia del objeto de la fe |
Interrogantes: — ¿Puede demostrarse la existencia de Dios a partir de lo creado, por ejemplo
del orden del universo? ¿Cómo sería el razonamiento? ¿Cómo se puede
rechazar que se deba a otro motivo, por ejemplo el azar? ¿Se puede concluir
que sin Dios nada tiene sentido? — ¿Es concluyente lo que dice Antonio sobre la necesidad subjetiva de alguien
en quien creer, esperar o apoyarse? ¿Por qué? ¿Es concluyente algún
tipo de razonamiento semejante, como el deseo de felicidad o el que
los hombres hayan sentido la necesidad de la divinidad? ¿Por qué? ¿Son
útiles en algún sentido estos razonamientos? — ¿Reconocer la existencia de Dios lleva consigo algún deber? ¿Por qué?
¿Qué es la virtud de la religión? — ¿La aceptación de que se puede alcanzar a Dios por la razón es un asunto
puramente intelectual? ¿Cómo influye la actitud de la persona? ¿Qué
disposiciones son necesarias para ello? ¿Es el ateísmo o el agnosticismo
culpable? ¿En qué sentido? ¿Se puede apreciar en el caso estudiado? — ¿Te parece acertada la actuación de Antonio? ¿Por qué? ¿Qué piensas que
debería hacer o decir en lo sucesivo? Vid. Catecismo de la Iglesia Católica,
nn. 27-43, 2096-2097, 2566. |
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¿Se puede demostrar la existencia de Dios? |
Así es la vida: Si nos limitáramos a la cuestión de si la fe nos dice que existe Dios, la
exposición se despacharía en tres líneas. Es obvio que es la primera
verdad de fe, que sin ella todo lo demás no tendría sentido –sería una
invención humana–, y que basta con abrir cualquier página de la
Biblia para comprobar que habla de Dios. Pero lo que se trata de ver
es si también se puede afirmar con seguridad que Dios existe sin partir
de la fe, o sea, contando sólo con la razón humana. En otras palabras:
¿hay pruebas racionales de la existencia de Dios?; y ¿es razonable el
discurso sobre Dios? |
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Es muy difícil creer lo que no se desea como verdadero | La respuesta a la primera pregunta
es que sí, las hay. Y aquí surge una nueva cuestión: si se puede demostrar,
¿por qué no se convence todo el mundo, como sucede con otras demostraciones
científicas? Desde siempre se han buscado argumentos irrefutables, que
impongan su conclusión sin dejar espacio a la duda. Pero eso es no entender
bien la cuestión, pues no es sólo intelectual: es moral. Está en juego
el sentido mismo que se le da a la vida, porque reconocer que existe Dios
implica el deber de someterse a Él. Si tenemos en cuenta además que se
trasciende lo visible, resulta que no es fácil este razonamiento: "de
ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente
de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las cosas que no quisieran
que fuesen verdaderas" (Enc. Humani
Generis, citada en C.Ig.C., 37). |
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Es más bien un ateísmo práctico y culpable | Esto se pone de manifiesto en el caso estudiado.
Billy es agnóstico. ¿Tiene la culpa de serlo? Puede parecer que no; al
fin y al cabo, ¿qué culpa hay en pensar de otro modo, o en no entender
o alcanzar un razonamiento? La respuesta nos la da el n. 2128 del C.Ig.C.:
"El agnosticismo puede contener a veces una cierta búsqueda de Dios,
pero puede igualmente representar un indiferentismo, una huida ante la
cuestión última de la existencia, y una pereza de la conciencia moral.
El agnosticismo equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico".
Es exactamente lo que ocurre aquí, donde no se ve esa búsqueda –al revés, se rechaza de plano– y sí esa
huida, y donde Billy reconoce su ateísmo práctico. Antonio, al principio,
sólo ve un problema intelectual, "de ideas", y todo intento
de convencer con razonamientos se estrella contra un muro infranqueable.
El consejo de su amigo, hablando del corazón y sugiriendo que todo ese
planteamiento es una pantalla para proteger su egoísmo, es bien entendido
–es un buen
consejo– por Antonio, que capta su sentido y obra en consecuencia.
Lo que dice a Billy a la vuelta del asilo es cierto, y es lo que debía
decirse, aunque mejor si no es tan acaloradamente. ¿No resulta demasiado
violento? Un poco sí, aunque posiblemente en este caso la cerrazón de
Billy es tal que no habría otro modo de hacer que recapacitara. |
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El azar como razón un sinsentido | Una vez que se aborda la cuestión con las
debidas disposiciones, se pueden encontrar los argumentos buscados, que
para ser completamente firmes –subjetivamente,
porque objetivamente son pruebas ciertas– necesitan
ser reforzados por la fe. Éstos pueden exponerse de una manera más científica
–filosófica– o más elemental,
pero en cualquier caso consisten en mostrar que el universo carece no
sólo de sentido, sino sobre todo de razón de su existencia, sin un Creador
que haya dado el ser a los seres y el orden al universo (tomar como causa
del orden el azar es sencillamente un absurdo: dar como razón y causa
del sentido de la realidad un sinsentido). Son argumentos objetivos,
que parten de la realidad. En cambio, los argumentos de tipo subjetivo,
a los que también recurre Antonio –"necesitar de alguien" para dar sentido
a tu vida, para ser feliz, etc.–, aunque
pueden servir para mover a la búsqueda de Dios, no son concluyentes en
sí mismos, precisamente por basarse en un sentir subjetivo, que puede
ser engañoso. No se puede olvidar, por otra parte, que el deseo de Dios
está inscrito en la mente y en el corazón del hombre, que ha sido creado
por Dios y para Dios (cfr. C.Ig.C., 27 y 1718). Por tanto, se puede decir
que el discurso sobre Dios es razonable porque, aunque Dios supere los
condicionamientos del lenguaje humano, la posibilidad de hablar de Dios
no es un "sinsentido" (cfr. C.Ig.C, 39-43). |
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Un autoengaño | Queda por ver la argumentación
de Billy. Aunque no esté ahí el fondo del problema, hay que saber refutarla.
Se trata de una postura muy extendida hoy en día: el positivismo; más
en concreto, el positivismo
empirista. Sostiene que sólo se puede tener por cierto lo que se puede
verificar experimentalmente; si no, no se pasa de la hipótesis. Esto es
válido en el campo de la ciencia experimental (ciencias empíricas), pero
extenderlo a todo el saber es una postura ideológica (no científica):
es materialismo, porque sólo se puede verificar lo directamente observable,
que es lo sensible, lo material. De partida –no como conclusión– se está negando lo espiritual, incluido ese espíritu
que es la razón humana, que puede llegar a una conclusión cierta por sus
propios medios, razonando, sin que sea necesario además "verlo".
O sea, que, veladamente, parte, de modo injustificado, de lo que se concluye: un
autoengaño que puede ser más o menos consciente. |