La existencia del pecado.

Julio de la Vega-Hazas Ramírez

En contacto con no católicos

La vida misma:
      Los padres de Rodrigo deciden que vaya un año al extranjero para aprender bien un idioma, a la vez que sigue con los estudios de bachillerato. Tras vivir con una familia que no era católica, regresa a su país.

Espontánea reacción natural

     Un día, charlando con Pedro Antonio, un amigo en el colegio, sale el tema de la televisión. Éste le dice que hay tanta inmoralidad en la programación, "que no hay quien la vea; es que no se salvan ni los anuncios".

 

Una reacción común ante la noticia de la existencia del pecado y su maldad

     Rodrigo reacciona de forma brusca. Dice que la gente como él ve pecados por todas partes; que "os han dado una educación en la que está prohibido divertirse: todo lo que es divertido acaba siendo pecado". Añade que "una cosa es respetar a los demás y no hacer daño, y otra es saber disfrutar de esta vida, que para eso está. Si no haces mal a nadie no tiene por qué estar mal; al revés –apostilla Rodrigo–, el daño lo harían los que crean en la gente remordimientos de conciencia cada vez que sólo quieren pasárselo bien". Él los considera gente estrecha e intolerante. "Hay que ir a otros sitios –sigue afirmando– y conocer otras mentalidades para darse cuenta. Yo no me meto con Dios viendo lo que quiero en la tele o pasándomelo bien: ni con Dios ni con nadie. Además, para mi Dios es bueno y misericordioso, y no me va a mandar a ningún infierno por esas cosas. Y no vengáis diciendo que si la Iglesia manda o no manda, porque donde yo vivía el año pasado estuve una vez con el cura católico de esa zona y me dijo que eso de los pensamientos impuros, que decís que es una porquería, era algo de egoísmo, eso sí, pero algo inofensivo: que no estaba bien, pero no era una cosa grave. Si por vosotros fuera, hasta soñar sería un pecado mortal; o, por lo menos, lo sería si te acuerdas de lo que has soñado".

Sospecha de otros problemas de fondo

     Llegó la hora de volver a clase y ahí acabó la conversación. Pedro Antonio se quedó pensativo. Por una parte, los argumentos de Rodrigo parecían tener algo de atractivo. Por otro lado, tras el año de ausencia, veía a Rodrigo cambiado: más brusco de carácter, más altanero, peor estudiante, y, lo que más le afectaba, iba mucho más a lo suyo. Parecía que no le importaba lo que le pasara a los demás. Y notaba que su amistad se iba enfriando.

Aceptar la realidad del pecado compromete de tal modo la existencia que implica en la práctica a toda la conducta personal

Interrogantes:
     — ¿El pecado es algo malo por estar prohibido, o está prohibido por ser algo malo? ¿Es malo sólo por hacer daño a otros? ¿Cómo definirías el pecado?
     — ¿Puede ser una ofensa a Dios algo que no se refiere a Él directamente? ¿Por qué? ¿Se puede ofender gravemente a Dios si no se piensa en Él, sino sólo en divertirse?
     — ¿Por qué la conducta pecaminosa con frecuencia se presenta como atrayente o divertida? ¿Lo es de verdad? ¿El bien de la persona coincide con lo divertido? ¿Por qué? ¿Hacer el bien produce satisfacción? ¿Y felicidad? ¿Son lo mismo que diversión o placer?
     — ¿Se puede apreciar en Rodrigo algún efecto visible de una vida de pecado? ¿Proceden esos efectos de otros que no se ven?
     — ¿Por qué los pecados internos pueden ser graves, aunque parece que no tienen consecuencias? ¿Dónde está la raíz de todo pecado: en la voluntad o en las obras? ¿Añaden algo éstas a aquélla?
     — ¿Se puede cometer soñando un pecado mortal? ¿Y venial? ¿El acordarse después de lo que se ha soñado modifica algo el valor moral? ¿Qué se requiere para que una conducta sea pecado mortal?
     — ¿Puede apreciarse aquí alguno de los llamados "pecados contra el Espíritu Santo"?
— ¿Cuál es a tu juicio el motivo del cambio de Rodrigo? ¿Crees que ha cambiado de vida y consecuentemente de ideas, o primero de ideas y consecuentemente de vida?
     — ¿Es el evitar el pecado el principio fundamental de la moral? ¿Una ascética basada exclusivamente en evitar el pecado estaría bien planteada?
     Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 386-387, 402-412, 1846-1869.

No hay efecto sin causa

                Así es la vida:
     Ya lo decía el Señor: "Todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. No puede el árbol bueno dar malos frutos, ni el árbol malo frutos buenos. (...) Por los frutos, pues, los conoceréis" (Mt. 7, 17-20). Aquí ya se ve que falla algo, y Pedro Antonio se da cuenta.
Cada pecado es una acción en la que el sujeto se define
     Esto pone ante nuestros ojos que el pecado no consiste en una prohibición. El pecado es un mal y, por eso, está prohibido, y no al revés. Es también una ofensa a Dios. Pero esto hay que saberlo entender bien. No quiere decir que tenga necesariamente que haber una intención ofensiva hacia Dios. Algunos piensan que sí, al menos para que el pecado sea grave; o, de modo parecido, piensan que lo que es verdaderamente importante, en realidad lo único grave –para mal o para bien–, es la llamada opción fundamental: la opción de dirigir la existencia hacia un sitio u otro, hacia el mal o hacia el bien. Eso sería una buena moral para ángeles, para espíritus puros, pero no para hombres. La nuestra es una existencia continuada en el tiempo, y tenemos que decidir nuestro comportamiento muchas veces, y podemos, en un momento dado, elegir de forma contraria a lo que nos hemos propuesto como fin. Basta pensar en un estudiante que decide tomarse en serio su estudio; pero, a la hora de la verdad, tiene que renovar esa voluntad cada día de trabajo, porque podría suceder que cuando esté frente al libro la pereza se apodere de él, a pesar de su buena intención inicial.
Como en los demás actos humanos para pecar no es imprescindible la intención actual      La verdad es que pocos pecados se cometen con la intención explícita de ofender a Dios. Pero se ofende a Dios contrariando sus planes. Somos imagen de Dios, y se ofende a Dios desfigurando esa imagen en nuestras vidas. Podemos ver alguna semejanza en esta vida, como cuando un padre se siente ofendido si su hijo desaprovecha toda la educación que le ha dado y todo lo que se ha gastado en sus estudios. Y nuestra dependencia de Dios es mucho mayor que la de cualquier hijo a su padre. Dios es un Padre que espera de sus hijos que se comporten como tales. En esta misma vida, si Rodrigo pensara que es buen hijo por el simple hecho de que no se mete con su padre, sería difícil darle la razón; más bien pensaríamos algo así como "¡sólo faltaba eso!". Y sobre lo de "no hacer daño a nadie" se contesta recordando que la maldad del pecado no consiste en el daño que se podría realizar humanamente. El pecado, en cuanto tal y antes que nada, es una ofensa a Dios. En la parábola del hijo pródigo que enseñó Jesucristo, cuando el hijo, arrepentido de lo que le había hecho a su padre, vuelve a pedirle perdón, lo hace con estas palabras: "Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti" (Lc. 15, 21). La "conversión a las criaturas" –segundo término de la definición clásica de pecado– siempre implica alejamiento de Dios o su rechazo –"aversión a Dios", primer término–, por haber preferido las cosas creadas a su Creador. Al pecar optamos libremente como Dios no desea y perdemos su amistad.
Como con lo bueno también con el pecado se configura el individuo      El núcleo de la argumentación de Rodrigo puede encontrarse en la frase: "si no haces mal a nadie no tiene por qué estar mal". No parece darse cuenta que a quien en primer lugar hace daño cuando comete algún mal es a sí mismo. El, como todo ser humano, es libre al obrar. ¿Puede hacer lo que quiera? En cierto sentido sí, pero lo que haga no es indiferente para sí mismo. Por ser libre, es responsable. Es responsable de su propia vida, y por ello en su mano está utilizarla para mejorar o echarla a perder, que es lo que parece que está ocurriendo en este caso. El ser humano viene al mundo por hacer, y no sólo en cuanto al desarrollo físico, sino también al moral. Éste, a diferencia de aquél, no acaba nunca en esta vida. Y este hacerse es una responsabilidad primariamente de cada cual. ¡Tendría gracia que fuéramos responsables de la vida de los demás, y no de la propia! Porque esto es lo que se concluiría de las palabras de Rodrigo.
Las consecuencias no son siempre la clave      En este hacerse, las acciones libres de la persona no son algo que repercute sólo en el exterior. Para bien o para mal, quedan dentro del sujeto. Así, por ejemplo, si uno dice la verdad se hace veraz, y si miente se hace mentiroso. Hoy día bastantes olvidan esto. En el nivel teórico, está bastante de moda el llamado "consecuencialismo", que consiste en medir la moralidad de los actos solamente por las repercusiones –consecuencias– externas. Se olvida que uno mismo no es indiferente a la propia conducta. Y ésta puede ser mala, incluso gravemente mala, sin que trascienda necesariamente al exterior. Basta pensar, por ejemplo, en el odio para darse cuenta de ello.
Queramos o no la conducta personal afecta

     En cuanto al daño al prójimo, es evidente que con algunas conductas se le causa directamente, lo cual, lógicamente, agrava el mal. Pero tampoco hay que olvidar que indirectamente se le causa un daño siempre si se obra mal. Todos vivimos con los demás y también para los demás. Por tanto, un deterioro propio siempre repercutirá en el prójimo: les negamos algo que cabe esperar de nosotros. Es lo que nota Pedro Antonio: a él no le había hecho nada directamente, pero... sí indirectamente. La razón es sencilla. Si el pecado supone siempre un daño en la persona, lo que ésta puede dar a los demás –su comportamiento– queda comprometido. De ahí esos cambios bruscos de carácter en Rodrigo, ese mal humor, ese egoísmo, que no puede menos que afectar al prójimo. Incluso convierte ese egoísmo en su filosofía de la vida: pone por encima de todo y de todos el divertirse, mientras piensa que todo lo que los demás esperan de él es que les deje en paz. De un amigo cabe esperar más.

La omisión      Indirectamente, el caso pone también de manifiesto la existencia de los pecados de omisión: además de los actos de amistad debidos, Rodrigo ha omitido también la formación de su conciencia, de la que todo cristiano es responsable y necesita para el desarrollo de su vida espiritual.
Es diferente bueno de divertido      El bien, por serlo, parece que tendría que presentarse siempre como lo más atractivo. Pero no siempre es así: muchas veces el mal se presenta como algo divertido y el bien como algo más bien aburrido. Esto necesita una explicación. De entrada, hay que decir que atractivo y divertido no son dos palabras con el mismo significado. Lo divertido es más inmediato y más superficial; lo que atrae en lo más profundo de nosotros mismos, se nos suele a la vez presentar como algo difícil de conseguir. Un ejemplo muy generalizado son los títulos académicos. Rodrigo y muchos otros con su misma mentalidad identifican felicidad con diversión. Es un serio error. La felicidad es algo profundo y estable, justo lo contrario de la diversión. Ésta no es mala de por sí, pero ponerla como fin de la vida lleva a evitar esfuerzos a toda costa, y, con ello, se renuncia a adquirir virtudes –conseguirlas es trabajoso–, con lo que, tarde o temprano, se desemboca en un serio fracaso personal. La consecuencia casi inmediata es una profunda insatisfacción e infelicidad. Se acaba así... hasta con la propia diversión, pues se produce un hastío en el que ya nada divierte.
La diferencia entre placer y alegría       En gran parte de los pecados lo que se busca es divertirse: la satisfacción propia. Podría pensarse que eso no es algo malo, o por lo menos no muy malo. Y en principio es verdad: no lo es. Lo malo es a costa de qué. Si eso se pone por encima de Dios, de los demás, de los deberes propios –en suma, del bien–, sólo puede desembocar en el mal, en el pecado. Éste se suele presentar como algo atractivo; como algo divertido o que va a proporcionar satisfacción, al menos aparentemente. Pero una cosa son las apariencias y otra la realidad. Acaba ocurriendo algo parecido a lo que sucede con el sueño: si alguien, cuando se acuesta, se obsesiona pensando en que debe dormir, el resultado más probable será el insomnio. Aquí conviene distinguir entre el placer y la alegría, que es algo más estable, profundo y espiritual que aquél. Si uno sólo busca la diversión, no tardará en pensar que su felicidad estriba en acumular cosas placenteras. Las conseguirá, pero el resultado es –y en el caso se aprecia– que la alegría se le escapa. Queda un placer que pronto hastía, y una sensación de vacío en la vida, porque el corazón humano está hecho para el amor, no para el placer. Y el amor verdadero, lo único que realmente llena un corazón y por tanto alegra una vida, requiere olvido de sí para darse a los demás, y a Dios. No es de extrañar que Pedro Antonio note que se está enfriando su amistad con Rodrigo. No es culpa suya: es que, en el planteamiento de Rodrigo, en su corazón, algo como la amistad no tiene sitio.
El muy bueno divertirse bien      De todos modos, ya señalábamos que divertirse no es un mal. Al contrario. Tiene que ser la expresión natural de la alegría. Es una gran mentira que en el cristianismo esté prohibido divertirse, o casi. Por ello, una tarea que incumbe a los cristianos es enseñar a divertirse, hacer un verdadero apostolado de la diversión. Aquí entra en juego un don de Dios, que hay que saber emplear apropiadamente: la imaginación. Pero, sobre todo, debe entrar en juego un verdadero corazón cristiano que oriente adecuadamente el entretenimiento, el ocio, la diversión.
Porque la lucha es inevitable      Para entender bien esta cuestión hay que tener una clara idea de quién es el hombre, contando con el pecado original, pues éste explica su actual situación. La herida que produjo aquel pecado alcanza a la inteligencia, que en muchas ocasiones entiende mejor el atractivo de lo agradable que la belleza de los bienes más radicales. También alcanza a la voluntad, de modo que conseguir los bienes verdaderos se presenta con algo excesivamente frecuencia arduo. Esta vida es una lucha continua –debe serlo– para conseguir el bien, y no es extraño que la dificultad de los medios oscurezca la bondad del fin perseguido y la alegría y felicidad que lleva consigo.
El sacerdote se puede equivocar      Lo que dice Rodrigo que ha afirmado el sacerdote católico no es correcto, porque no esta de acuerdo con la enseñanza de Cristo que ha trasmitido la Iglesia (cfr. Mt. 5, 28), aunque habría que ver si eso es exactamente lo que dijo, o más bien lo que Rodrigo quiso entender. De todas formas, nos sirve para hacer algunas distinciones sobre los distintos tipos de pecados.
Mortal y venial      El pecado admite varias clasificaciones. La más importante, con diferencia, es la que distingue entre pecado mortal y pecado venial (sin que quepan estados intermedios). Es la distinción más importante, porque el primero supone una ruptura total con Dios: quita la gracia, nos hace merecedores de la pena eterna; mientras que el segundo se limita a obstaculizar los efectos de la gracia y hacernos merecedores de una pena temporal. No entramos ahora en por qué este pecado concreto es grave. Basta decir que la materia lo es, porque la sexualidad está intrínsecamente conectada con el núcleo de nuestra personalidad y de nuestro ser. A Rodrigo le dicen que es pecado venial –leve– lo que es pecado mortal –grave–.
Materia grave, plena advertencia y perfecto consentimiento      Sólo el pecado grave es pecado en su sentido más pleno. Requiere que la acción sea gravemente mala y sea cometida con plena libertad –en advertencia y consentimiento–. Es decir, para que un pecado sea mortal, tiene que haber materia importante –grave–, clara conciencia de que está mal y expreso consentimiento. Si se da, desvía a la persona de su fin, y pierde así la gracia de Dios. Si falta esa llamada materia grave o falta esa plena libertad –la advertencia no es clara o el consentimiento no es pleno– el pecado, es venial. Es verdadero pecado, pero imperfecto como pecado. No aparta del fin, y no se pierde la gracia de Dios; tampoco se disminuye, aunque lo que sí disminuyen son sus efectos: se enfría la caridad, y es una traba para obrar bien. Por eso no se debe minusvalorar nunca el pecado venial, sobre todo cuando se trata de actos deliberados: nos irían colocando a la puerta de cosas peores.
No es pecado      Ahora bien, si alguna de esas tres cosas no existe en absoluto –materia grave, plena advertencia y precepto consentimiento– no hay pecado. En los tratados clásicos, se suele decir que no lo hay formalmente: se trata simplemente de un hecho material, que no es imputable porque falta la intencionalidad. De modo que pueden quedarse tranquilos los que sueñan: lo que se sueña no es pecado; en caso de que uno, cuando se despierta, se acuerda del sueño, bastará con rechazar ese recuerdo.
También internos      Una tercera distinción es entre los llamados pecados internos –los que no han salido al exterior de la mente del que lo comete– y externos. Para alguien que, como Rodrigo, tiene como criterio de lo que está bien el no hacer daño a nadie, no es de extrañar que los pecados internos carezcan de importancia. Pero no es difícil entender que eso está mal planteado, porque lo meritorio y lo reprobable requieren que lo que se haga sea voluntario. Es en la voluntad donde radica el bien y el mal. El Evangelio lo dice bien claro: "porque del corazón provienen los malos pensamientos... (y sigue una lista de pecados). Esto es lo que contamina al hombre" (Mt. 15, 19-20). De todas maneras, los externos suelen tener la malicia añadida de mostrar una voluntad más decidida en el mal, que llega a la acción.
Pecados imperdonables      Unas palabras del Señor –"cualquier pecado o blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no les será perdonada" (Mt. 12, 31)– han dado paso a considerar los llamados pecados contra el Espíritu Santo. Son aquéllos que se hacen imposibles de perdonar –mientras persistan– porque el pecador se cierra a la gracia. Son pecados que en sí mismos impiden a quien los comete acudir al perdón divino, de modo que el Espíritu Santo no puede actuar en su alma. Se suelen distinguir seis, de los que aquí vemos en Rodrigo tres: la presunción de salvarse sin merecimientos, la impugnación de la verdad conocida, y la obstinación en los pecados.
Es muy fácil justificarse pactando con la mentira      En este caso concreto no es fácil juzgar lo sucedido con Rodrigo con absoluta certeza. Pero lo más frecuente en casos como éste es que esas ideas sean, no tanto la causa de una conducta desordenada, sino más bien la consecuencia. A nadie le gusta quedar mal ante uno mismo, y, una vez decidido hacer el mal, el amor propio tiende a buscar justificaciones. Si esa voluntad de hacer las cosas mal es firme, se puede llegar –y se llega– a buscar razonamientos excusantes, por los cuales resulta que no es tan malo lo que se hace; si la soberbia es de gran envergadura, incluso se llega a buscar teorías que justifiquen la conducta, hasta convertirla en virtuosa –y en nuestros días, como siempre, apoyos intelectuales no faltan para quien los buscan–, y son malos precisamente quienes procuran evitar el pecado.
No se trata de evitar el pecado sino de amar a Dios aunque cueste      No conviene olvidar, por último, que en esta ocasión nos hemos ocupado expresamente del pecado, y por eso la exposición se centra en él. Pero la vida cristiana –la vida misma– debe ser positiva. No consiste principalmente en evitar el pecado, sino de adquirir las virtudes, sobre todo la caridad, que mueve a todas las demás. Cuando se ve así, es mucho más fácil darse cuenta de que luchar para evitar el pecado es algo que vale la pena: ¡que llena al cristiano de alegría! Como la santificación es obra de la gracia, y lo nuestro consiste en quitar los obstáculos a la acción de esa gracia, podría decirse que la ascética cristiana se resume en evitar el pecado, pero esto sólo es una parte de la vida cristiana. Combatir de verdad el pecado –incluidos los veniales– sólo puede ser fruto del amor de Dios. Y este amor hace que el llamado temor de Dios se convierta en el temor a ofender a quien queremos con todo el corazón. La lucha del cristiano no es una lucha áspera y asfixiante contra el pecado que acecha por todas partes. Debe ser la lucha de quien, por amor a su Padre celestial –y, por Él, al prójimo–, se esfuerza con ilusión en quitar de su vida lo que desmerece de su condición de hijo de Dios.