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Cumplido
el tiempo de la purificación de la Madre, según la Ley
de Moisés, es preciso ir con el Niño a Jerusalén
para presentarle al Señor. (Luc., II, 22.)
Y esta vez serás tú, amigo
mío, quien lleve la jaula de las tórtolas. ¿Te
fijas? Ella ¡la Inmaculada! se somete a la Ley como
si estuviera inmunda.
¿Aprenderás con este ejemplo,
niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales,
la Santa Ley de Dios?
¡Purificarse! ¡Tú
y yo sí que necesitamos purificación! Expiar, y,
por encima de la expiación, el Amor. Un amor que sea cauterio,
que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con
llamas divinas la miseria de nuestro corazón.
Un hombre justo y temeroso de Dios, que
movido por el Espíritu Santo ha venido al templo le había
sido revelado que no moriría antes de ver al Cristo, toma
en sus brazos al Mesías y le dice: Ahora, Señor, ahora
sí que sacas en paz de este mundo a tu siervo, según tu
promesa
porque mis ojos han visto al Salvador. (Luc., II, 25-30.)
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