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Había
dicho el Señor: Yo rogaré al Padre, y os dará otro
Paráclito, otro Consolador, para que permanezca con vosotros
eternamente. (Joann., XIV, 16.) Reunidos los discípulos
todos juntos en un mismo lugar, de repente sobrevino del cielo un ruido
como de viento impetuoso que invadió toda la casa donde se encontraban.
Al mismo tiempo, unas lenguas de fuego se repartieron y se asentaron
sobre cada uno de ellos. (Act., II, 1-3.)
Llenos del Espíritu Santo, como borrachos, estaban los Apóstoles.
(Act., II, 13.)
Y Pedro, a quien rodeaban los otros once, levantó la voz y habló.
Le oímos gente de cien países. Cada uno le
escucha en su lengua. Tú y yo en la nuestra. Nos
habla de Cristo Jesús y del Espíritu Santo y del Padre.
No le apedrean, ni le meten en la cárcel: se convierten y son
bautizados tres mil, de los que oyeron.
Tú y yo, después de ayudar a los Apóstoles en la
administración de los bautismos, bendecimos a Dios Padre, por
su Hijo Jesús, y nos sentimos también borrachos del Espíritu
Santo.
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