sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
La eutanasia. 100 cuestiones y respuestas
Congregación para la Doctrina de la Fe. Conferencia Episcopal Española

Labor de todos

        Con frecuencia recojo de diversas formas la admiración de la gente. De bastantes que me conocen ahora por primera vez; de otros que me conocían ya antes y vuelven a verme o reciben noticias de mí despues de un tiempo; y de algunos que, tratándome a menudo, parece que se maravillan de la constancia de ánimo que mantengo, del optimismo, o de los progresos en la adaptación al entorno: cómo manejo la silla o el ordenador, o la capacidad para desenvolverme por la calle o en la universidad...

        No pienso yo que vivir así sea algo extraordinario. No tengo la impresión de estar haciendo nada especialmente difícil. Una existencia sobre cuatro ruedas no es, desde luego, frecuente, aunque cada día nos vayamos acostumbrando más al inválido y a su rodada marcha. De ahí que si la admiración viene por lo raro del fenómeno, es comprensible, pero sólo hasta cierto punto; pues los fenómenos no son admirables ni merecen aplauso porque sean raros, ni por la sofisticación que conllevan ni, en definitiva, porque llamen la atención.

        ––No, si no es sólo por eso –me dirán–. Es que tiene mucho mérito su constancia, su empeño, su fortaleza en medio del padecimiento y la alegría que suele manifestar, la conformidad que parece sentir con su estado. Y es que, además, no para... Otro en su caso no se complicaría la vida tanto...

        Y así podríamos continuar todavía un rato más considerando las "virtudes" de don Luis, mientras no sé de qué sonreírme más, si de la candidez de algunos o de mí mismo, que, como siga escuchando, hasta me lo voy a creer. Pero seguramente lo mejor será dejar las sonrisas para otro momento, porque esto es bastante serio.

        No tengo la impresión de ser extraordinario ni que las cosas me resulten demasiado difíciles. Más bien me parece que lo mío es de una dificultad normal, teniendo en cuenta lo que debo hacer en realidad; es decir, lo que se espera de mí, y las posibilidades reales que tengo de llevarlo a cabo. Considero que lo que hago es perfectamente razonable para mi situación, entendida como el conjunto de la limitación física, más las aptitudes o cualidades naturales o adquiridas con el tiempo –que poseo como cualquiera–, los medios materiales de que dispongo y la ayuda que recibo de los que me quieren. Esto último solo tiene por sí mismo tal fuerza, estimula, anima tanto, que es en buena medida –aparte de mi propia libertad–, la clave para ser capaz de vivir con intensidad una vida valiosa, sea cual sea la aptitud física. Al menos, ésta es mi experiencia. Por eso trato de explicar, sobre todo cuando noto demasiada admiración en los espectadores, que, realmente, soy labor de todos. Además, si mi conducta resulta ahora especialmente edificante, tal vez sea porque siendo en el mejor de los casos correcta –no tengo la impresión de ser ahora más heroico que en abril de 1991– es, eso sí, más notoria y peculiar, y llama la atención más que antes, por más que yo pretenda pasar inadvertido.

        Y siendo así, ¿a quién convendrá aplaudir? Porque en mi persona confluyen tantos intereses, tantos esfuerzos, tanto trabajo y tanto cariño... Habría que ser ciego para no verlo, y muy injusto para no sentir gratitud aunque los demás no quieran agradecimiento. Porque tal vez merezcan más las gracias quienes, sin tratarme y a veces conociéndome sólo por referencias, me encomiendan a Dios. Habrá, por eso, que saber ver a don Luis y, sin solución de continuidad, junto a él a un buen grupo de "amigos" gracias a los cuales es posible el trabajo al que me reincorporo en mayor medida cada día, la evolución favorable que se nota en la capacidad de moverme en distintos ambientes y el dinamismo que poco a poco voy recobrando, la salud física –siempre relativa– y la mental, y esta paz interior que hace que me sienta fundamentalmente bien. A veces me emociono pensando en algunas de las personas que demuestran en estos días, o han demostrado en el pasado, interés por ayudarme; y con frecuencia reflexiono sobre la responsabilidad que tengo al contar con tanta ayuda. Me parece que, en mi situación, vengo a ser como esos niños, hijos de padres ricos, con las puertas de su vida abiertas al triunfo y, por eso, con más obligación de progresar que otros que no tienen tantos medios.

Como un caracol

        En aquellos meses, casi recién salido de la Clínica y después de un prolongado retiro, en cierta medida, de la vida pública, sentía todavía la necesidad de aprovechar todas las ocasiones de reaparecer. Estaba empeñado en que el paréntesis que había sufrido en mis relaciones normales con la gente no se agravara más por culpa de la inmovilidad. En mi vida iría ya como un caracol, con su pesado aparataje siempre a cuestas: el coche, la silla, las rampas, el que me acompaña, las previsiones varias, el tiempo extra, etc. Pero tenía que aprender a moverlo con agilidad si quería ser el de siempre.

        Necesitaba empeñarme –era casi una obsesión– por estar donde mi presencia fuera al menos oportuna. Procuré no desperdiciar ninguna ocasión. Quería comprobar que estaba dispuesto a lo que fuera, a llegar hasta donde me aguantaran las fuerzas, a volver a ser, con silla, el sacerdote de antes.

Paseos por Pamplona

        Los domingos soleados del final de la primavera y comienzo del verano solía callejear por Pamplona. Venía a ser una actividad casi necesaria –esa impresión tenía– en los primeros meses de vida extrahospitalaria. Me parecía imprescindible, tras tantos meses de encerramiento y asepsia artificial, volver cuanto antes a lo normal: el ruido de los coches, el viento, el sol o un poco de lluvia imprevista, el pavimento corriente –irregular por tanto– de las calles, las miradas curiosas y extrañadas de la gente ante lo "nunca visto"... Hasta entonces, la silla y yo lo habíamos tenido muy fácil. Los trayectos a veces se repetían, sobre todo si salía por salir, para hacer horas de rodaje, y acabé sabiéndome hasta las menores dificultades que me esperaban en algunos recorridos. Ahora se trataba de conocer Pamplona desde mi nuevo punto de vista.

        Me supuso una cierta novedad volver a contemplar lo mismo de siempre un año después, pero mirado desde medio metro más abajo. Para mí, en cierto sentido, todo había cambiado. Por una parte las cosas no estaban a mi alcance: no podía tocar el árbol, ni mirar hacia atrás para comprobar si conocía a los del coche que acababa de pasar... Resultaba casi imposible, ahora, entenderme con el vendedor de periódicos dentro de su quiosco y debía pensar bien cómo cambiar de acera, teniendo en cuenta los pocos lugares adecuados para bajar y subir.

        ––¿Me dará tiempo a bajar a la calzada, cruzar y volver a subir, mientras el semáforo está verde?

        No sabría decir por qué, después de un año todavía echaba de menos la cercanía física de las cosas. Enseguida había tenido buena experiencia de esto en la propia Clínica y lo comprobaba cada día sin salir de Aralar. Fue posiblemente al encontrarme de nuevo frente a otras situaciones, distintas de las domésticas, pero vividas también personalmente hacía poco tiempo. Ahora veía la calle desde otro ángulo, con otra perspectiva quiero decir. Notaba bastante el medio metro perdido y la falta de agilidad, de rapidez, en lugares menos familiares que la propia casa. Necesité salir a la calle unas cuantas veces para que me pareciera normal contemplar todo desde media altura.

        Al principio me parecía un poco complicado detenerme con alguien en medio de la calle. Por ejemplo en el parque: debía pensar dónde parar la silla para no interrumpir demasiado el paso de la gente, teniendo en cuenta cómo iba a quedar el brazo que sostiene el mando con el que la manejo, cuando lo retirara de mi cara para charlar con mayor comodidad... Era todo más simple de lo que a mí me parecía, y a la gente no sólo no le importaba en absoluto tener que esquivarme, sino que, al parecer, les parecía estupendo. Me lo decían con los ojos, con sus sonrisas, incluso con sus gestos de saludo, aunque no los conociera.

        Eran deliciosamente agotadoras esas mañanas de domingo aliñadas, además, con el buen humor de mis acompañantes: casi todo nos hacía reír. Un bordillo imprevisto era un reto, una aventura, en parte para mí, en parte para la silla, en parte para ellos, y en buena parte también para algunos viandantes que, con cierto disimulo, contemplan la escena. Después de superar el reto se solía repetir el mismo comentario:

        ––Esta vez no cobraremos por el espectáculo.

        Al volver a casa después de dar una vuelta, bastantes se interesaban por el recorrido. Me sentía algo cansado pero muy a gusto, como después de los partidos de pala de otros tiempos. Valía la pena salir, aunque tuviera que vencer a veces una cierta pereza si pensaba, sobre todo, que recibiría golpes por lo accidentado del terreno, que la temperatura no era la ideal, que tendrían que ponerme recto porque me iría hacia los lados... y también en todo lo que podría hacer quedándome en casa. No valía la pena, tampoco en aquel caso, dialogar con las tentaciones.

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