sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
Voz de papel
Olga Bejano

Ingreso dramático

        Debía de estar tan mal que no recuerdo bien los detalles de la situación que aconsejó el ingreso. Desde entonces se vio que el problema era siempre el mismo: insuficiencia respiratoria. Lo cual explicaba bastante bien el trastorno mental que padecía en los momentos más críticos de la insuficiencia. Es decir, que cuando se me notaba desvariar, era claro que no estaba bien oxigenado: mi cerebro lo padecía y lo notaban a mi alrededor.

        Esa conducta un tanto extraña no era, propiamente, mal humor, una obsesión inoportuna o una manía hasta ahora desconocida. Se trataba sólo de un problema en mis pulmones que, como únicamente pueden llenarse de aire por la acción del diafragma, pues no cuento con la contracción de los músculos intercostales, son incapaces de oxigenar bien la sangre, sobre todo cuando, por alguna infección, como sucedía entonces, no funcionan bien. Lo que me pasaba, sencillamente, era que tenía una importante infección pulmonar, por pseudomona, con insuficiencia respiratoria. Esta "señorita", la pseudomona, aparecía esta vez en escena con toda su fuerza.

        Por el momento, me llevó a la Clínica de nuevo, y en unas condiciones bastante lamentables. Tan lamentables que sólo estuve en planta la primera noche. A la mañana siguiente decidieron ingresarme en la UCI. Estaba tan ausente que casi ni me enteré de las maniobras de traslado. Una vez allí, comenzó un tratamiento serio con antibióticos y asistencia respiratoria que se iba a prolongar durante meses.

La UCI de cerca

        En la Unidad de Cuidados Intensivos había despertado otra vez a la vida tras el accidente de aquel 2 de abril. De mi primera estancia tenía pocos recuerdos concretos, por eso aún no me había enterado de lo que es ese lugar para quien puede darse cuenta.

        ––Cuando un enfermo se queja de la UCI, es porque no la necesita.

        La cita, al parecer, es de un prestigioso doctor de la Clínica. Pero, como se suele decir, la excepción confirma la regla y yo fui una excepción, porque a finales del año 92 necesité la UCI verdaderamente y clamé por salir de allí.

        Necesité cuidados especiales e intensivos, pues llegué a encontrarme en una situación bastante crítica y a punto de dar "el gran salto".

        Llevaba allí muy pocos días cuando la doctora me dijo, antes de la operación:

        ––Ha estado usted en una situación preagónica.

        Aquella noche no la olvidaré con facilidad. Llevaba pocos días en la UCI y no respondía satisfactoriamente al tratamiento antibiótico según iban poniendo de manifiesto las radiografías de control que me hacían a diario. Me sentía confuso y molesto en aquel ambiente con la impresión de ser zarandeado de un lado a otro sin que pudiera evitarlo. Y estando así, una noche como otra cualquiera de mediados de diciembre intentaba dormir mientras contemplaba el tinglado de bolsas y tubos que colgaban del techo y terminaban en una de mis manos. Era la medicación en la que los médicos y yo teníamos puesta nuestra esperanza. Las gotas caían a un ritmo preciso de cada bolsa siguiendo el plan previsto. A veces me entretenía comparando la frecuencia de goteo de las dos bolsas que tenía conectadas, haciendo cábalas sobre el tiempo que duraría cada una o calculando el líquido que recibía a diario por aquella vena de la mano. Pero esa noche no.

        Estaba demasiado aturdido y, además, cerrando los ojos comenzaba a ver figuras geométricas irregulares que se movían caprichosamente sin que lo pudiera prever. A veces la imagen, de otro tipo, se deslizaba con rapidez –y yo con ella– y me parecía que podía estrellarme contra una especie de estructura impenetrable o una superficie rígida que acabaría conmigo. Tenía la impresión de que mi destino estaba unido a la evolución de aquellas figuras y a cómo saliera librado de esa especie de caídas en el abismo o de las incertidumbres geométricas.

        Seguramente pensaba más cosas pero no me atrevo a precisar detalles ahora por temor a exagerar. Por la mañana, ya con los ojos abiertos, miraba fijamente el crucifijo o la imagen de la Virgen que tenía enfrente más allá de los tubos, y trataba de rezar con intensidad repitiendo lo mismo una y otra vez en silencio. Por fin llegaron los médicos. No me interesaba casi nada lo que pudieran decirme porque yo estaba en otra onda... Lo único que me importaba era que me dejaran rezar, mirando las imágenes. Tenía la impresión de que ya había dado por mi parte todas las facilidades posibles para que lograran mi supervivencia. Si podían hacer algo más, que lo hicieran, pero sin molestarme en lo único que era importante para mí en ese momento que podía ser irrepetible y definitivo. Por eso no me importó decirles en dos ocasiones mientras me hablaban que se apartaran de delante para que pudiera seguir viendo el crucifijo y la imagen de la Virgen. La doctora no dijo nada, sólo se echó a un lado. Ignacio sí hizo un comentario, que no sabría precisar, pero que me pareció la valoración de alguien con experiencia sobre esa actitud mía de estar al margen de los médicos y casi sólo centrado en lo sobrenatural, cuando se intuye próxima la muerte. Quizá tiendo a ser dramático y exagerado, pero así me parecían las cosas.

        Y como si nada hubiera pasado, me desperté tras haberme encontrado con los médicos y allí estaba mi doctora. Me debió de preguntar cómo estaba y enseguida noté que habían debido intervenirme. Mis pulmones no eran capaces de garantizar la oxigenación mínima imprescindible. Pero lo que supuso para mí una sorpresa y desagradable fue caer en la cuenta de que me habían vuelto a abrir una traqueotomía. No debía de tener al despertar muy buena cara, pero seguro que cuando me hice cargo de la situación puse la peor de mis caras posibles. Era algo con lo que no contaba: de la primera traqueotomía ya me había olvidado. A esas alturas era sin más un recuerdo que quedaba sólo en la historia y no me imaginaba que pudiese volver. La doctora me lo dijo directamente porque yo intentaba hablar y no podía. Al oírselo decir, pensé que había sido un ingenuo por no haber previsto esa posibilidad, pero a la vez comprendí que era lógico. Tal y como tenía los pulmones y con la falta de movilidad de mi caja torácica, la traqueotomía solucionaba en buena medida el problema de la ventilación y era una garantía para el futuro tratamiento. De hecho, con frecuencia a partir de entonces aspiraban a través de esa abertura la mucosidad pulmonar y, cuando era preciso, conectaban también ahí un respirador.

        A pesar de que no tenía nada que objetar, estaba de mal humor. Ya me conocía la historia de la cánula metálica que había que cambiar a diario y de las aspiraciones, que se realizaban varias veces al día y me hacían saltar las lágrimas. Enseguida pregunté cuándo podrían cerrármela pues pensaba que esta vez todo iría más rápido que en la primera ocasión. Pero no: el proceso sería el mismo de siempre. Tenía por delante medio año largo de cánulas, de curas diarias y de no poder hablar bien. Por el momento ya estaba casi mudo. Sólo conseguía hacerme entender con gran esfuerzo, pues en los primeros momentos el aire se escapa por la abertura al hablar y casi no se me oía. Estando así disminuía también mi capacidad de relación porque, dándose cuenta de mi estado, los demás tampoco se lanzaban a hablarme haciéndose cargo de la dificultad que tenía para corresponder a su conversación. Era la típica contrariedad, otras veces vivida, sobreañadida a lo de siempre, que me tocaba aguantar con paciencia y, ante todo, ofrecerla al Señor convencido de que aquello Él lo quería y por eso valía la pena.

        Pero, sin decir nada, tenía la esperanza de acabar con aquella complicación antes de lo que preveía la doctora de Castro. Ella solía ponerse siempre por prudencia en lo peor y otras veces ya me había adelantado a sus plazos. Ahí estaba en todo caso la frialdad de mi doctora, y de mis médicos en general, que era como un jarro de agua fría a mis ilusiones. Pero no les faltaba razón, ya que mis males clínicos apenas acababan de empezar otra vez.

        Me impresionó ver de nuevo el escapulario de tela sujeto a la muñeca: también esto me sugería que, de algún modo, la "historia" comenzaba por segunda vez. Casi sólo me faltaba tener inmovilizado el cuello para encontrarme como en abril del año anterior. Hasta me habían vuelto a administrar la Unción. Me sentía postrado y, aunque estaba bastante lúcido, había que garantizar a toda costa mi respiración.

        Los primeros males que recuerdo después de la operación, más que con mis pulmones, tuvieron que ver con la organización de la Unidad. Para que los cuidados sean intensivos se ve que es imprescindible que el acceso del personal médico y sanitario al enfermo sea lo más inmediato posible, de forma que el control de las constantes vitales y la atención correspondiente, por la rapidez, tengan la eficacia ideal para un paciente que se encuentra en una situación crítica y reclama con frecuencia intervenciones urgentes. También hay en la unidad medios técnicos y humanos muy especializados, que no existen en las plantas normales y resultan muy útiles para el control y el tratamiento de esos pacientes que están en una fase especialmente delicada.

        Todos estos medios, que salvan tantas vidas –la mía por ejemplo–, pueden resultar molestos y hasta indeseables cuando uno tiene la oportunidad de sentirlos. Tal vez lo que fue ocasión de mis quejas en aquella última estancia en intensivos fue que me daba bastante cuenta del ambiente que me rodeaba. Después de casi dos años, mi cabeza estaba recuperada y con la sensibilidad suficiente para oír los variados y numerosos sonidos de aquel lugar. Las puertas, cuando las hay –en mi departamento sólo había una cortina–, permiten la observación desde el exterior, la entrada de la luz y el ruido.

        Los sonidos que oía, aunque pretendiera no escucharlos, eran de dos tipos: unos producidos por máquinas y otros directamente humanos. Entre los primeros estaban, en primer lugar, una serie de alarmas que en diversos tonos advertían al personal de manera casi continua. También los teléfonos, los movimientos de camas y otros objetos y el simple ir y venir de unos y otros. Desde mi posición podía seguir con cierto detalle las incidencias del entorno aunque no pudiera observarlas directamente. Debía estar cerca el lugar donde los médicos observan las radiografías pues, a menudo, asistía a sus deliberaciones sobre la evolución, tratamiento y pronóstico de alguno. Incluso capté algunos comentarios que se referían a mí y, día a día, podía –de oídas– seguir la marcha del problema pulmonar que me tenía allí. Recuerdo que, a raíz de aquellos comentarios oídos al vuelo frente al panel de las radiografías, me hice más partidario de alguno de los médicos porque era de la opinión de que saliera pronto de la UCI.

        Fueron unos días intensos e interminables, porque otra de las novedades es que allí siempre es de día. Aunque se apague la luz de lo que sería mi habitación, la iluminación no cambia gran cosa por lo amplia que es la cortina translúcida que me separaba del centro de operaciones, donde médicos y enfermeras cambian impresiones, toman notas, revisan historias clínicas, consultan las constantes vitales más importantes de cada paciente que en todo momento aparecen en pantalla para que sea más rápido y eficaz el control de todos. Y como la actividad varía poco del día a la noche uno se orienta por el reloj de pared y por el número de médicos, más abundantes durante el día, para saber en qué momento vive. En todo caso es fácil perder la cuenta de los días de la semana y del mes, porque aquella situación favorece el desinterés por el mundo de los que caminan al otro lado de todo aquel "país" de batas verdes, con olor a desinfectante, pitidos y luces intermitentes.

        Fue aquél mi mundo por unos días y me sentía tan enredado en su dinámica, en todo ese montaje, que no veía nada claro que pudiera escapar de allí. Lo deseaba con ganas, pero me encontraba entre aquella turbulencia como una hoja seca, pero viva, flotando en el río, que nada tiene que decir mientras es llevada entre obstáculos por la corriente, aunque le gustaría navegar mansamente por un amplio cauce en lugar de vivir en un sobresalto continuo haciendo sólo fuerza con los dientes porque no puede empujar de otro modo.

        La sensación de impotencia en aquella situación me parece que fue lo que más me costó soportar. Me daba cuenta de que mi impaciencia en aquel caso no tenía remedio y que sólo cabía esperar y seguir soportando los encontronazos sucesivos que la dinámica de la UCI me brindara. No sé, por ejemplo, cuándo ni por qué empezó a caerme mal el uniforme que llevan allí las enfermeras. Es verde como casi todo, con un gorro que no me gusta, muy adecuado sin duda, que las distingue del resto de las enfermeras y que –me pareció entender– es motivo de orgullo para ellas, al menos para algunas.

        Allí todo está muy bien organizado, pero cuando una de verde se acercaba a mi cama estaba ya deseando que se marchara, porque lo normal es que viniera con algún problema. Había sus excepciones y enseguida fui haciendo distingos sin querer. Después he sabido que a varias de ellas les debo materialmente la vida, porque con sus maniobras cuando estaba inconsciente, hicieron posible que mis pulmones volvieran a funcionar lo mínimo imprescindible para vivir, puesto que el acúmulo de mucosidad hacía que fueran ineficaces.

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