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Sin
miedo: cómo
afrontar la enfermedad y el final de la vida
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Miguel
Ángel Monge
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A final
de febrero volví a ingresar de nuevo con insuficiencia respiratoria.
Me pasé, de hecho, entrando y saliendo de la Clínica hasta
mediados de mayo. No sabría decir si estuve más días
ingresado o en casa. Ocupé diversas habitaciones pero siempre
en la quinta segunda fase. Con enfermeras conocidas, por lo tanto. En
esos meses fue como si la Clínica fuera también mi casa,
a la que siempre volvía tras breves viajes.
Cuando
estaba ingresado el régimen de vida era siempre el mismo: estaba
conectado a los antibióticos, con la inquietud permanente de
que las venas de los brazos aguantaran sin obstruirse el tiempo necesario
para terminar cada vez con el tratamiento. Les pedía a mis venas
demasiado: por no cortar la actividad en la Torre, en Derecho o en Arquitectura,
salía de la Clínica por unas horas interrumpiendo el continuo
fluido de suero que suele garantizar el buen estado de la vena empleada
en el tratamiento. A mi regreso había que comprobar que la vena
seguía permeable y conectar otra vez un suero de mantenimiento,
con el antibiótico oportuno en su caso. Otras veces salía
con el frasco correspondiente colgado de un soporte y fijo a la silla.
Así bajaba a confesar en la propia Clínica y participé
en los Oficios de Semana Santa. También me fui a casa algunas
veces con el antibiótico colgado, por ejemplo, si teníamos
alguna celebración importante. Los médicos estaban siempre
al tanto de estas entradas y salidas mías tan peculiares.
No
se interrumpieron las sesiones diarias de rehabilitación. A veces
si tenía demasiada fiebre subía Beatriz a
la planta. Era importante en aquel tiempo la gimnasia respiratoria y
dedicábamos a ella casi toda la sesión. Algunas veces
tuve vértigos, sobre todo cuando tenían que girarme en
la camilla o moverme bruscamente por otro motivo. Resultaba bastante
molesto porque pensaba que me caería al suelo sin poder hacer
nada para evitarlo. De poco servía que me insistieran en que
era imposible porque no me iban a dejar caer. Para mí seguía
girando todo a mi alrededor. La única solución era cerrar
los ojos del todo, confiar y esperar a que pararan de moverme.
Con
los vértigos, tanto en la habitación como si bajaba al
gimnasio, resultaba complicado moverme, pero era necesario para estimular
la respiración, parte importante del tratamiento que necesitaba
entonces. No había más remedio que presionar mis pulmones
desde fuera, para remediar mi falta de movilidad. Beatriz insistía
en que los tenía muy cargados de secreciones. Era necesario sacar
todo aquello a pura fuerza, apretando una y otra vez sin miedo, hasta
que lograra llenar los pulmones de aire y expulsarlo luego silencionamente.
Ella sola no podía con toda la maniobra de presionar y moverme.
Por eso, siguiendo sus indicaciones, le ayudaba quien me acompañase
en ese momento. Después de cada una de esas sesiones, que vistas
desde fuera podían parecer violentas, me encontraba mucho mejor:
podía respirar con fluidez sin la impresión de tener dentro
un puchero hirviendo.
Reunión familiar
Tras
unos meses bastante azarosos, empezó por fin mi estabilidad sanitaria,
en concreto el 17 de mayo. Recuerdo la fecha porque después de
tantas idas y venidas a varias de las habitaciones de la quinta e incluso
a la UCI aquel año, ese día 17 ha sido un número
recordado con frecuencia cuando se trataba de hablar de lo que habíamos
superado gracias a Dios.
Por
aquellos días Pilar, la segunda de mis hermanas, había
anunciado que vendría desde Camerún. Cuatro años
antes se había marchado, junto con otras de diversos países,
para comenzar allí la labor apostólica del Opus Dei con
las mujeres. Aunque el destino de su viaje a Europa era Roma, había
previsto pasar por España para estar con mis padres y poder verme,
ya que sólo sabía de mi lesión por carta. La venida
de Pilar a Pamplona fue ocasión de un encuentro en la capital
navarra con mis padres y todos mis hermanos. También vinieron
la mujer de Félix y la novia se casaban dos semanas después
de Manolo.
Quise
encargarme de la organización de aquellas horas que iban a pasar
en mi ciudad. Iba a ser un encuentro breve, ya que algunos se desplazaban
desde el otro extremo de la península y debían volver
pronto a sus obligaciones profesionales y familiares. Me sentía
feliz de que pudieran venir todos y de tener la oportunidad de conocer
a Cristina la novia, de la que sólo había
oído hablar. Hubiera querido desplazarme a Madrid para asistir
a su matrimonio, pero finalmente no pudo ser.
Un
sábado por la tarde a última hora, cuando terminaba yo
de confesar como todos los sábados, fueron apareciendo casi todos
en la Clínica. Entre el numeroso grupo resaltaba Pilar. No la
había visto desde que se marchó. En medio del jolgorio
de unos y de otros conmigo en pleno pasillo, me quedé mirándola
como si pudiera reproducir así, sin palabras, sin gestos, el
diálogo que habíamos guardado para ese momento durante
años: cómo lo has pasado, cuánto te cuesta, qué
tal estás, aquí me tienes apoyándote, yo estoy
contento, tú no te rindas... Por allí estaba también
la doctora, que ya conocía a mis padres y a mis hermanos por
otras visitas. Fueron sólo unos minutos de alegría y de
saludos, que nadie intentó alargar para no cansarme.
Al
día siguiente nos reunimos todos en Aralar para asistir a la
Santa Misa. En la homilía recordé las palabras que les
dirigí en otra reunión familiar en Ciudad Real, cuando
Pilar estaba a punto de marcharse: me venían con facilidad a
la cabeza en esos momentos, estando por un instante juntos antes de
dispersarnos otra vez, pero sin dejar por eso de ser la misma familia.
Eran ideas, convencimientos profundos: sobre lo que somos, lo que buscamos,
el destino y sentido de nuestra vida; cómo nos queremos y las
manifestaciones prácticas de ese querer que es cariño
verdadero y sirve porque ayuda; y el auxilio de Dios que nos contempla
sonriente mientras nos brinda siempre su comprensión y su fuerza
para que podamos... Fui breve a pesar de que quería decir muchas
cosas o, más bien, una sola expresada en profundidad.
Después
hubo tiempo para que tomáramos posesión de una sala de
estar y, con ocasión de un vídeo que trajo Pilar de Camerún
sobre el trabajo que allí realizan, hicimos tiempo charlando
desenfadadamente sobre mil cosas. Hasta que se hizo la hora de salir
hacia la comida. Había elegido un lugar típico a las afueras
de la ciudad, donde pudiéramos seguir charlando con tranquilidad.
Se
puso en marcha una pequeña caravana de vehículos: el mío
abría camino puesto que los demás no conocían el
sitio. El día era típicamente navarro, con sus tonos grises
en el cielo y verdes en el terreno. Llovía. Me hubiera gustado
ofrecerles algo mejor, y no perdía la esperanza de que para el
regreso se cumpliera otra vez el famoso dicho sobre el clima de Pamplona.
Nos
reunimos catorce comensales y fue apareciendo el menú que escogí
para la ocasión: revuelto de perretxicos, solomillo y cuajada.
Aunque nos insistieron al llegar en que podíamos hacer variaciones
a pesar de lo previsto, todos se apuntaron a la gastronomía local
y del tiempo. Los perretxicos fueron la novedad exótica. Sólo
los habíamos probado dos que me acompañaban de Aralar
y yo. El resto ni habían oído hablar de esta exquisita
seta, apreciadísima en los contornos, que sólo crece en
primavera en lugares guardados con sigilo por los seteros y extremadamente
fiel cada año a su lugar de nacimiento. No hubiera sido bueno
que en plena temporada de perretxicos hubiese olvidado este plato un
entusiasta de las setas como yo. Como es natural, gustaron. También
quise hacer un exceso, extraordinario para mí, y pedí
con el café una copa de pacharán, animando a los demás.
Algunos más se lanzaron, a pesar de que también tenemos
heredada de mi padre la costumbre de no beber.Se cumplió, en
efecto, y después de comer gozamos de un sol radiante durante
el trayecto de vuelta, bajando el puerto de Velate.
Bastante
pronto comenzó el desfile de mis hermanos hacia sus ciudades
respectivas. Desde el lugar de la comida ya se despidió alguno.
El resto regresamos a Aralar animados por un sol radiante. El pronóstico
sobre el cambio de clima en Pamplona se cumplía una vez más.
Ya en casa pudimos todavía hablar del presente y el futuro más
inmediato de las diversas ramas de la familia que se iban abriendo.
Bastaron esas pocas horas para que todos quedáramos satisfechos:
a los Moya, aunque tenemos el cincuenta por ciento de sangre andaluza
por mamá, nos domina la veta castellana de mi padre y tendemos
a ser bastante sobrios de expresión. En poco tiempo nos parece
que ya está todo dicho, y para qué hablar más.
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