sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
El buen adiós
Jesús Poveda y Silvia Laforet

Un día en la tercera

        A pesar de que no cambió mi estado de un día para otro por bajar a la tercera, la diferencia comenzó a ser notable. De repente desapareció la presión que sentía por la sofisticación de la Unidad, por el continuo trajín.

        El día comenzaba oficialmente con el aseo. Después del desayuno me cambiaban la cánula –pronto comenzaron a hacerlo las enfermeras en lugar de los otorrinos– y enseguida tenía lugar la visita médica. Para entonces ya me había organizado con mi acompañante para hacer como siempre durante media hora un rato de oración. Después de los médicos todavía quedaba bastante tiempo hasta la comida. Las clases y las visitas pronto se apretaron y no me quedaba tiempo libre. Era una excusa diaria para retrasar la comida: uno de los momentos más duros por mi falta de apetito.

        Tomaba algunas pastillas para asegurar el equilibrio emocional y para dormir. Las primeras me parecían innecesarias y las segundas insuficientes, pues me sentía de muy buen ánimo, pero me costaba mucho dormir. También tomaba en las comidas un jarabe para facilitar el tránsito intestinal.

        En la UCI no me tenía que preocupar de beber. La hidratación estaba asegurada con la sonda nasogástrica, pero ya no la tenía y la bebida era más necesaria si cabe que la comida sólida. Me costaba muchísimo beber y era muy necesario para evitar las infecciones de orina.

        Los cambios posturales para evitar erosiones en la piel fueron otro inconveniente, otra molestia que tuve que asumir en la tercera. Hasta entonces parece que me había dado igual cómo me pusieran, ahora en cambio me sentía bastante mejor boca arriba. Intentaba estar casi siempre así. En el fondo pensaba que lo de los cambios posturales, que tanto había oído, no era tan importante y que bastantes incomodidades tenía ya como para incorporar otra. El tiempo me demostró que estaba muy equivocado.

        Además de con los ratos de oración y la comunión que, como en la UCI me traían todos los días, continuaba con las demás prácticas de piedad que acostumbro a hacer, como el rezo del Santo Rosario, la lectura meditada de un pasaje de la Escritura o de algún otro libro... Tenía claro que rezar es siempre lo más importante. Concretamente, para mí, esas normas de piedad que me garantizan cada día el trato personal con el Señor. Varias veces hubo Misa en la habitación.

        Ya le había pedido a Mons. Alvaro del Portillo, Obispo Prelado del Opus Dei, poder concelebrar en mis peculiares condiciones. Y, a medida que me iba encontrando más seguro sentado, esperaba con impaciencia el momento de poder consagrar otra vez. Se me hacía raro un día sin Misa. Y no me acostumbré en los dos meses que me faltó. La espera fue breve, pero aquellas pocas Misas en la tercera fueron inapreciables cuando no convenía aún que me desplazara en la silla hasta el oratorio de la Clínica.

        Aparte del sistema con el que me alimentaba a través de la nariz –el que me quitó Conchita–, me traje también de la UCI una férula en el cuello que seguía inmovilizándome tras la operación. Había que esperar a que se unieran de nuevo los fragmentos de las vértebras rotas. Entonces me quitarían aquel aparato.

        No recuerdo que esta inmovilización me molestara en los primeros momentos. Es posible que me resultara irrelevante en el conjunto de molestias que me encontré al despertar en la UCI. Ya me había deshecho del respirador, de los goteros de antibiótico y de la sonda nasogástrica. Además, no estaba en Cuidados Intensivos. No sé por qué, pero según me sentía mejor era más intransigente con lo que me molestaba: cada día tenía más la impresión de que estaba haciendo un ejercicio heroico de paciencia por aguantar los apoyos que me fijaban la cabeza. Posiblemente porque mi sensibilidad se iba también normalizando.

        No sabía cómo era lo que me bloqueaba el cuello: no me había visto en el espejo. Notaba presión en los hombros, en la nuca y en la barbilla; sobre todo en la barbilla. Ahí acabé produciéndome una herida, sin importancia, por el movimiento y el roce. Se suponía que no debía moverme y que la férula impediría cualquier intento mío. En cierta medida así era, pero no siempre. En general, movía sólo los ojos, para fijarme en los que me hablaban desde los lados. Pero con el paso de los días y el aumento de la actividad toleraba cada vez peor los roces continuos de la barbilla. Recuerdo bien que hubo momentos en los que me daba igual que me insistieran en que no debía intentar moverme porque aún no se habían consolidado las fracturas.

        El doctor Villas llegó a preocuparse por tantos movimientos –agitados muchas veces y con toda la fuerza que podía– y ordenó hacer una radiografía de control.

        ––No debe moverse en absoluto –me dijo al examinarla–. Los tornillos tienen ahora más holgura.

        Aquello era serio, pues me podía estar jugando lo poco de médula que me quedaba. Pero a la hora de la verdad, cuando me molestaba la barbilla, me movía; aunque, desde luego, con más miedo que antes.

        Carlos se encarga del Taller de Ortopedia en la Clínica. Me sustituyó el primer sistema de inmovilización por un collarín, más soportable, que permitía regular la presión. En algunos momentos me lo aflojaban para que pudiera descansar mejor y, cuando era necesario, lo ajustaban más, por ejemplo durante las comidas, para contrarrestar la tendencia natural a moverme en ese momento. Desaparecieron, además, los roces en la barbilla y se curó enseguida la herida que me había producido por moverme tanto.

        Llevé el collarín poco tiempo, pues los huesos fueron consolidándose bien y pude prescindir muy pronto de la sujeción. Fue como si me hubieran soltado las cadenas después de dos meses. Yo mismo me admiraba de sentirme tan bien sólo por tener el cuello libre. Estuve disfrutando un buen rato, gozando con la experiencia de mover otra vez la cabeza; eso sí, poquito y despacio al principio. Era el primer logro visible de normalización y ya soñaba con otros que, seguramente, acabarían dándome la agilidad que necesitaba para ejercitar mi sacerdocio como antes.

        Después, con el movimiento normal se me puso muy fuerte el cuello, aunque he perdido algo de flexibilidad como consecuencia de la intervención quirúrgica. Era muy conveniente tener un cuello robusto para todo el trabajo que se esperaba de él en el futuro. A muchos les llamó la atención y pensaban que había engordado bastante. No era así en aquella época, pues me costaba mucho comer y, de hecho, estaba algo desnutrido. Se trataba del simple desarrollo de los músculos del cuello por el continuo movimiento, sobre todo cuando comencé a manejar el ordenador controlándolo con la cabeza.

        A Carlos le guardo desde entonces un especial reconocimiento. Posiblemente fue para él uno más de sus trabajos. Para mí supuso un alivio enorme que siempre le agradeceré porque, además, me ayudó a encarar con optimismo el proceso de rehabilitación. Me animé más desde entonces a proponerme otros objetivos, no precisamente fáciles, como permanecer sentado sin marearme, comer sin apetito o beber mucho sin tener sed.

Amigos y hermanos

        Seguía muy en contacto con mis padres, que estaban al tanto de mi evolución favorable desde Ciudad Real. Tras la tranquilidad de verme animado y progresando, comprendieron que les aguardaba una temporada de viajes periódicos a Pamplona, aunque fueran breves. Era preferible esto a permanecer mucho tiempo conmigo: a su edad los veía incómodos fuera de casa. En estos viajes frecuentes casi siempre venían con alguno de mis hermanos. Además, se marchaban tranquilos, pues me veían muy bien acompañado en todo momento por otros de la Obra.

        Con el paso de las semanas iba perfilándose la figura del "acompañante". Por entonces desconocía yo su importancia. Parece ser que no apreciaba igual a todos, y se notaba que con algunos me entendía mejor que con otros. Además daba la impresión de que a más de uno la tarea de acompañarme, saliendo al paso de las diversas incidencias de mi situación, le caía un poco grande.

        Al poco tiempo de instalarme en la tercera planta, empezaron a aparecer los de Aralar. Ya sabía que iban a ocuparse de mí en lo sucesivo algunos residentes de ese otro Colegio Mayor, puesto que desde la Torre lo tenían muy difícil: los que viven allí son muy jóvenes, había pocos con posibilidad de atenderme y muy cambiantes, sobre todo teniendo en cuenta que el verano estaba a punto de comenzar. El relevo se hizo poco a poco.

        El ambiente de Aralar lo conocía bien. Durante un curso había vivido allí, justo antes de recibir la ordenación sacerdotal en el verano de 1981. Meses después volví a Aralar durante otro curso más, ya como sacerdote. De todas formas, la situación había cambiado bastante en los diez años transcurridos desde entonces. En mi primera época Aralar, aunque sólo era –como ahora– para gente de la Obra, admitía alumnos de todos los cursos y de todas las carreras universitarias que se impartían en Navarra. Había un buen grupo de postgraduados que venían a Pamplona de diversos países para hacer las especialidades de Teología o Derecho Canónico. Ahora, como ha aumentado mucho el número de los que hacen estos estudios, ocupan la totalidad del colegio. El ambiente es más uniforme por la semejanza de edad y por el tipo de estudios, que en la mayoría de los casos apunta a una titulación eclesiástica.

        Por mentalidad, me entendía bien con aquellos "desconocidos", que a pesar de ser desconocidos estaban, de entrada, excepcionalmente bien dispuestos. Los primeros contactos con ellos fueron gratos y de una gran delicadeza, sobre todo por parte de varios americanos, que hicieron gala enseguida de la dulzura de su carácter. De todas formas hubo algunas dificultades en este cambio. Yo no había pensado en él lo suficiente y me supuso una cierta sorpresa. Como me sucede en casi todo, me gusta tener las cosas atadas y bien atadas; y aquella gente nueva y desconocida, por estupenda que fuera, escapaba bastante más de mi control que los de la Torre, más conocidos, menos numerosos y más jóvenes. Los nuevos acompañantes me resultaban menos manejables por su madurez, más estrictos, con una delicadeza exquisita, eso sí, pero implacable, que algunas veces me parecía impuesta, demasiado estudiada y poco natural. Prefería, para aquellos momentos al menos, a mis pequeños, conocidos y caóticos amigos de la Torre, mucho más irresponsables sin duda, pero también sin duda más cercanos. Seguramente, en esta valoración, había por mi parte bastante de orgullo y un tanto de susceptibilidad puramente visceral.

        Entre las personas que comenzaron a ocuparse de mi atención estaba Fernando, más conocido por "Ter". Era el secretario de Aralar y ya había vivido con él en otro centro de la Obra. Hizo por mí muchísimo, sobre todo durante la primera temporada, a pesar de que siendo de caracteres muy distintos a veces no conectamos en todo. Era muy llamativo su interés por mí y su lealtad, también cuando le resultaba costoso ayudarme: no tanto porque no deseara hacerlo; sino, al contrario, porque lo deseaba por encima de todo y no era precisamente fácil, por la complejidad misma de mi situación clínica, agravada tal vez por mi carácter.

        Sé muy bien que bastantes veces me ha faltado el elemental reconocimiento de tantos detalles que tuvo conmigo; algunos advertidos por mí, pero inadvertidos la mayoría, sobre todo en los momentos en que estaba peor y no podía valorarlos. Fue el hermano paciente y comprensivo, que aguantaba en silencio trabajando por mí sin hacerse notar. Le estoy enormemente agradecido además; porque, desde el principio, me dio, aparte de todo lo que pudo de sí mismo, lo mejor de que disponía en su vida: su familia y sus amigos.

        Poco tiempo hizo falta para que no sólo comprendiera sino para que deseara este cambio al nuevo Colegio Mayor, que en un primer momento me apetecía tan poco.

siguiente