|
El
buen adiós
|
Jesús
Poveda y Silvia Laforet
|
|
|
|
Un día en la tercera
A pesar
de que no cambió mi estado de un día para otro por bajar
a la tercera, la diferencia comenzó a ser notable. De repente
desapareció la presión que sentía por la sofisticación
de la Unidad, por el continuo trajín.
El
día comenzaba oficialmente con el aseo. Después del desayuno
me cambiaban la cánula pronto comenzaron a hacerlo las
enfermeras en lugar de los otorrinos y enseguida tenía
lugar la visita médica. Para entonces ya me había organizado
con mi acompañante para hacer como siempre durante media hora
un rato de oración. Después de los médicos todavía
quedaba bastante tiempo hasta la comida. Las clases y las visitas pronto
se apretaron y no me quedaba tiempo libre. Era una excusa diaria para
retrasar la comida: uno de los momentos más duros por mi falta
de apetito.
Tomaba
algunas pastillas para asegurar el equilibrio emocional y para dormir.
Las primeras me parecían innecesarias y las segundas insuficientes,
pues me sentía de muy buen ánimo, pero me costaba mucho
dormir. También tomaba en las comidas un jarabe para facilitar
el tránsito intestinal.
En
la UCI no me tenía que preocupar de beber. La hidratación
estaba asegurada con la sonda nasogástrica, pero ya no la tenía
y la bebida era más necesaria si cabe que la comida sólida.
Me costaba muchísimo beber y era muy necesario para evitar las
infecciones de orina.
Los
cambios posturales para evitar erosiones en la piel fueron otro inconveniente,
otra molestia que tuve que asumir en la tercera. Hasta entonces parece
que me había dado igual cómo me pusieran, ahora en cambio
me sentía bastante mejor boca arriba. Intentaba estar casi siempre
así. En el fondo pensaba que lo de los cambios posturales, que
tanto había oído, no era tan importante y que bastantes
incomodidades tenía ya como para incorporar otra. El tiempo me
demostró que estaba muy equivocado.
Además
de con los ratos de oración y la comunión que, como en
la UCI me traían todos los días, continuaba con las demás
prácticas de piedad que acostumbro a hacer, como el rezo del
Santo Rosario, la lectura meditada de un pasaje de la Escritura o de
algún otro libro... Tenía claro que rezar es siempre lo
más importante. Concretamente, para mí, esas normas de
piedad que me garantizan cada día el trato personal con el Señor.
Varias veces hubo Misa en la habitación.
Ya
le había pedido a Mons. Alvaro del Portillo, Obispo Prelado del
Opus Dei, poder concelebrar en mis peculiares condiciones. Y, a medida
que me iba encontrando más seguro sentado, esperaba con impaciencia
el momento de poder consagrar otra vez. Se me hacía raro un día
sin Misa. Y no me acostumbré en los dos meses que me faltó.
La espera fue breve, pero aquellas pocas Misas en la tercera fueron
inapreciables cuando no convenía aún que me desplazara
en la silla hasta el oratorio de la Clínica.
Aparte
del sistema con el que me alimentaba a través de la nariz el
que me quitó Conchita, me traje también de la UCI
una férula en el cuello que seguía inmovilizándome
tras la operación. Había que esperar a que se unieran
de nuevo los fragmentos de las vértebras rotas. Entonces me quitarían
aquel aparato.
No
recuerdo que esta inmovilización me molestara en los primeros
momentos. Es posible que me resultara irrelevante en el conjunto de
molestias que me encontré al despertar en la UCI. Ya me había
deshecho del respirador, de los goteros de antibiótico y de la
sonda nasogástrica. Además, no estaba en Cuidados Intensivos.
No sé por qué, pero según me sentía mejor
era más intransigente con lo que me molestaba: cada día
tenía más la impresión de que estaba haciendo un
ejercicio heroico de paciencia por aguantar los apoyos que me fijaban
la cabeza. Posiblemente porque mi sensibilidad se iba también
normalizando.
No
sabía cómo era lo que me bloqueaba el cuello: no me había
visto en el espejo. Notaba presión en los hombros, en la nuca
y en la barbilla; sobre todo en la barbilla. Ahí acabé
produciéndome una herida, sin importancia, por el movimiento
y el roce. Se suponía que no debía moverme y que la férula
impediría cualquier intento mío. En cierta medida así
era, pero no siempre. En general, movía sólo los ojos,
para fijarme en los que me hablaban desde los lados. Pero con el paso
de los días y el aumento de la actividad toleraba cada vez peor
los roces continuos de la barbilla. Recuerdo bien que hubo momentos
en los que me daba igual que me insistieran en que no debía intentar
moverme porque aún no se habían consolidado las fracturas.
El
doctor Villas llegó a preocuparse por tantos movimientos agitados
muchas veces y con toda la fuerza que podía y ordenó
hacer una radiografía de control.
No
debe moverse en absoluto me dijo al examinarla. Los tornillos
tienen ahora más holgura.
Aquello
era serio, pues me podía estar jugando lo poco de médula
que me quedaba. Pero a la hora de la verdad, cuando me molestaba la
barbilla, me movía; aunque, desde luego, con más miedo
que antes.
Carlos
se encarga del Taller de Ortopedia en la Clínica. Me sustituyó
el primer sistema de inmovilización por un collarín, más
soportable, que permitía regular la presión. En algunos
momentos me lo aflojaban para que pudiera descansar mejor y, cuando
era necesario, lo ajustaban más, por ejemplo durante las comidas,
para contrarrestar la tendencia natural a moverme en ese momento. Desaparecieron,
además, los roces en la barbilla y se curó enseguida la
herida que me había producido por moverme tanto.
Llevé
el collarín poco tiempo, pues los huesos fueron consolidándose
bien y pude prescindir muy pronto de la sujeción. Fue como si
me hubieran soltado las cadenas después de dos meses. Yo mismo
me admiraba de sentirme tan bien sólo por tener el cuello libre.
Estuve disfrutando un buen rato, gozando con la experiencia de mover
otra vez la cabeza; eso sí, poquito y despacio al principio.
Era el primer logro visible de normalización y ya soñaba
con otros que, seguramente, acabarían dándome la agilidad
que necesitaba para ejercitar mi sacerdocio como antes.
Después,
con el movimiento normal se me puso muy fuerte el cuello, aunque he
perdido algo de flexibilidad como consecuencia de la intervención
quirúrgica. Era muy conveniente tener un cuello robusto para
todo el trabajo que se esperaba de él en el futuro. A muchos
les llamó la atención y pensaban que había engordado
bastante. No era así en aquella época, pues me costaba
mucho comer y, de hecho, estaba algo desnutrido. Se trataba del simple
desarrollo de los músculos del cuello por el continuo movimiento,
sobre todo cuando comencé a manejar el ordenador controlándolo
con la cabeza.
A Carlos
le guardo desde entonces un especial reconocimiento. Posiblemente fue
para él uno más de sus trabajos. Para mí supuso
un alivio enorme que siempre le agradeceré porque, además,
me ayudó a encarar con optimismo el proceso de rehabilitación.
Me animé más desde entonces a proponerme otros objetivos,
no precisamente fáciles, como permanecer sentado sin marearme,
comer sin apetito o beber mucho sin tener sed.
Amigos y hermanos
Seguía
muy en contacto con mis padres, que estaban al tanto de mi evolución
favorable desde Ciudad Real. Tras la tranquilidad de verme animado y
progresando, comprendieron que les aguardaba una temporada de viajes
periódicos a Pamplona, aunque fueran breves. Era preferible esto
a permanecer mucho tiempo conmigo: a su edad los veía incómodos
fuera de casa. En estos viajes frecuentes casi siempre venían
con alguno de mis hermanos. Además, se marchaban tranquilos,
pues me veían muy bien acompañado en todo momento por
otros de la Obra.
Con
el paso de las semanas iba perfilándose la figura del "acompañante".
Por entonces desconocía yo su importancia. Parece ser que no
apreciaba igual a todos, y se notaba que con algunos me entendía
mejor que con otros. Además daba la impresión de que a
más de uno la tarea de acompañarme, saliendo al paso de
las diversas incidencias de mi situación, le caía un poco
grande.
Al
poco tiempo de instalarme en la tercera planta, empezaron a aparecer
los de Aralar. Ya sabía que iban a ocuparse de mí en lo
sucesivo algunos residentes de ese otro Colegio Mayor, puesto que desde
la Torre lo tenían muy difícil: los que viven allí
son muy jóvenes, había pocos con posibilidad de atenderme
y muy cambiantes, sobre todo teniendo en cuenta que el verano estaba
a punto de comenzar. El relevo se hizo poco a poco.
El
ambiente de Aralar lo conocía bien. Durante un curso había
vivido allí, justo antes de recibir la ordenación sacerdotal
en el verano de 1981. Meses después volví a Aralar durante
otro curso más, ya como sacerdote. De todas formas, la situación
había cambiado bastante en los diez años transcurridos
desde entonces. En mi primera época Aralar, aunque sólo
era como ahora para gente de la Obra, admitía alumnos
de todos los cursos y de todas las carreras universitarias que se impartían
en Navarra. Había un buen grupo de postgraduados que venían
a Pamplona de diversos países para hacer las especialidades de
Teología o Derecho Canónico. Ahora, como ha aumentado
mucho el número de los que hacen estos estudios, ocupan la totalidad
del colegio. El ambiente es más uniforme por la semejanza de
edad y por el tipo de estudios, que en la mayoría de los casos
apunta a una titulación eclesiástica.
Por
mentalidad, me entendía bien con aquellos "desconocidos", que
a pesar de ser desconocidos estaban, de entrada, excepcionalmente bien
dispuestos. Los primeros contactos con ellos fueron gratos y de una
gran delicadeza, sobre todo por parte de varios americanos, que hicieron
gala enseguida de la dulzura de su carácter. De todas formas
hubo algunas dificultades en este cambio. Yo no había pensado
en él lo suficiente y me supuso una cierta sorpresa. Como me
sucede en casi todo, me gusta tener las cosas atadas y bien atadas;
y aquella gente nueva y desconocida, por estupenda que fuera, escapaba
bastante más de mi control que los de la Torre, más conocidos,
menos numerosos y más jóvenes. Los nuevos acompañantes
me resultaban menos manejables por su madurez, más estrictos,
con una delicadeza exquisita, eso sí, pero implacable, que algunas
veces me parecía impuesta, demasiado estudiada y poco natural.
Prefería, para aquellos momentos al menos, a mis pequeños,
conocidos y caóticos amigos de la Torre, mucho más irresponsables
sin duda, pero también sin duda más cercanos. Seguramente,
en esta valoración, había por mi parte bastante de orgullo
y un tanto de susceptibilidad puramente visceral.
Entre
las personas que comenzaron a ocuparse de mi atención estaba
Fernando, más conocido por "Ter". Era el secretario de Aralar
y ya había vivido con él en otro centro de la Obra. Hizo
por mí muchísimo, sobre todo durante la primera temporada,
a pesar de que siendo de caracteres muy distintos a veces no conectamos
en todo. Era muy llamativo su interés por mí y su lealtad,
también cuando le resultaba costoso ayudarme: no tanto porque
no deseara hacerlo; sino, al contrario, porque lo deseaba por encima
de todo y no era precisamente fácil, por la complejidad misma
de mi situación clínica, agravada tal vez por mi carácter.
Sé
muy bien que bastantes veces me ha faltado el elemental reconocimiento
de tantos detalles que tuvo conmigo; algunos advertidos por mí,
pero inadvertidos la mayoría, sobre todo en los momentos en que
estaba peor y no podía valorarlos. Fue el hermano paciente y
comprensivo, que aguantaba en silencio trabajando por mí sin
hacerse notar. Le estoy enormemente agradecido además; porque,
desde el principio, me dio, aparte de todo lo que pudo de sí
mismo, lo mejor de que disponía en su vida: su familia y sus
amigos.
Poco
tiempo hizo falta para que no sólo comprendiera sino para que
deseara este cambio al nuevo Colegio Mayor, que en un primer momento
me apetecía tan poco.
siguiente
|