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Seducidos
por la muerte
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Herbert
Hendin
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Una pregunta fundamental
El
mes y medio que pasé en la tercera planta fue muy bueno, porque
además de mejorar en mi estado estrictamente físico, en
esas semanas quedaron sentadas las bases de lo que podía y debía
ser mi recuperación. Yo no tenía ninguna experiencia de
situaciones como la que estaba viviendo y, por tanto, me encontraba
como en un mundo nuevo donde no sabía manejarme. Por fortuna,
la doctora de Castro sí sabía lo que había que
hacer y yo confiaba en ella. El porqué de esta confianza tiene
más que ver con su evidente honradez que con sus otras muchas
cualidades. Me daba seguridad su franqueza, intransigente y sencilla
a la vez.
Al
poco de dejar la UCI me sorprendió con una pregunta, no formulada
explícitamente, en una de aquellas frecuentes conversaciones
que mantenía con ella y que eran parte fundamentalísima
del tratamiento. La doctora quería asegurarse de que yo estaba
interesado de verdad en seguir adelante, y que a la vez era consciente
de la gran dificultad que me iba a suponer el intento de recuperar al
máximo mi actividad como persona y como sacerdote.
Mi
reacción fue de sorpresa. Aunque no me había preguntado
nunca a mí mismo si estaba dispuesto a lo que fuera por continuar
en la misma trayectoria que mantenía antes del accidente, no
tenía ninguna duda al respecto. No se me había ocurrido
pensar en la posibilidad de cambiar de actitud, en cuanto al sentido
de mi vida, por no poder moverme. Me parecía que teniendo la
cabeza bien y deseándolo, podía seguir siendo en lo fundamental
el mismo de antes, si ponía de mi parte lo que pudiera en cada
momento. Estaba totalmente convencido de que las cosas no habían
cambiado tanto como para no seguir intentando ser como debía
el mejor hombre posible.
También
antes, para ser buena persona en mi caso, un buen sacerdote
debía poner de mi parte lo que buenamente pudiera en cada momento:
intentarlo de verdad, y no en el sentido flojo de esta expresión.
En bastantes ratos de silencio durante el día y, sobre todo,
de noche, había tenido tiempo suficiente para pensar en mi vida:
en la que ya había vivido y en la que podría vivir a partir
de las nuevas circunstancias, de las que iba haciéndome cargo
cada vez más en esos días.
Reconocía
que, antes, me esforzaba con frecuencia en mis quehaceres, pero sólo
hasta cierto punto. No me daba igual, desde luego: me acusaba la conciencia
y me arrepentía concretamente en la confesión
de no haber puesto todo de mi parte en esto o en lo otro. Pero, incluso
si mis propósitos de mejora no eran eficaces y reincidía
en lo mismo, mi vida continuaba sin llamativos sobresaltos. No notaba
demasiado la falta de empeño, porque con un poco de habilidad
lograba salir del paso de mis propias chapuzas y vivir alegremente a
pesar de reconocerme chapucero.
Ahora,
perdida la agilidad, todo sería más complejo en la práctica.
Una vida soportable sin más, además de molesta, me iba
a resultar mucho más costosa. No contemplaba la mayoría
de las dificultades que me esperaban, ni tampoco en detalle los esfuerzos
que debería poner en el futuro. Pero, aunque no supiera en qué
iba a consistir la dificultad de seguir adelante, tampoco me sentía
hundido porque me esperase una existencia penosa, pues contaba con Dios
para lo que, según su providencia, me fuera deparando la vida.
Se
trataba, en todo caso, de una aclaración imprescindible para
saber a qué atenerse: saber qué pretendía conseguir,
con qué medios contaba y hasta qué punto estaba empeñado
en lograrlo. Yo sólo conocía entonces mi propia experiencia
y cómo me imaginaba el futuro desde ella. No había caído
todavía en la cuenta de que otros, en mi situación, no
se tomaban las cosas tan pacíficamente, y que por eso, por ejemplo,
en algunos hospitales especializados en pacientes como yo han tenido
que colocar rejas en las ventanas para impedir suicidios. Con el tiempo
me han ido llegando noticias concretas de personas que no están
dispuestas a hacer lo que pueden por vivir del modo más digno
posible, al comprender que tendrán que sufrir el resto de sus
días en un estado que consideran deplorable.
La
pregunta de mi doctora incluía además un matiz, fundamental
para saber si la decisión de recuperarme todo lo posible era
real. Más bien era una condición para seguir adelante
o, si se quiere, una aclaración acerca de en qué consiste
estar dispuesto de verdad a esforzarse por superar las dificultades.
No podía conformarme con organizarme la vida "estupendamente"
entre las paredes de mi habitación. No podía limitarme
a poner mi interés en sobrevivir lo mejor que pudiera. Esto sería
"hospitalismo". A pesar de mi lesión, ni estaba condenado al
encerramiento ni tenía derecho a dejarme cuidar y nada más.
Una
parte importante del tratamiento consistió, por esto, en evitar
a toda costa el llamado "hospitalismo": la tendencia de los pacientes
como yo a instalarse en su habitación y organizarse para poder
soportar lo mejor posible las molestias y deficiencias que padecen,
centrando en eso buena parte de la atención y de la actividad.
Yo no podía, no debía, buscar el mero sentirme cómodo
o lo menos contrariado posible entre mis cuatro paredes, como si no
pudiera hacer otra cosa, como si ya nadie esperara nada de mí.
Si hubiera caído en ese planteamiento, habría condenado
mi vida al lamento permanente como telón de fondo. Consentir
en esa visión tan negativa de mi situación, supondría
aparte de pactar con una falsedad autocondenarme al victimismo.
Ir por el mundo con complejo de víctima, como dando pena, se
me hacía poco gallardo y un tanto falso, porque veía con
claridad que teniendo la cabeza sana no había razón para
no utilizarla con provecho.
El
horizonte de mi vida siguió estando donde siempre porque, en
lo fundamental, yo no había cambiado. Aparte de mi consabida
lesión con sus consecuencias, la realidad grande y definitiva
de mi vida era la misma y continuaba siendo accesible. Más difícil
en lo material, pero posible. Por costoso que me resultara, debía
esforzarme por mantener el ánimo suficiente para desarrollar
una actividad en la calle, en un despacho, en las aulas o en una iglesia,
como antes de la lesión. No quería enclaustrarme no
es lo mío, debía fomentar las relaciones personales
para seguir con mi tarea de sacerdote, aprovechando las circunstancias
en las que ahora me encontraba.
Sería
fundamental a partir de entonces que me sintiera querido y útil.
No hacía falta aclarar por qué: era elemental, pero la
doctora quiso decírmelo expresamente, pues iba a ser necesario
no olvidarlo en adelante. En lo sucesivo notaría más el
afecto o las faltas de afecto y, con más facilidad, podría
asaltarme la tentación de pensar que no podía hacer casi
nada o incluso que era un estorbo.
La vuelta al trabajo
Enseguida
entendí que era importante tener ocupado el tiempo, no sólo
por virtud sino también para lograr una mejor y más pronta
recuperación. No se trataba de llenarlo con cualquier actividad.
Era importante que lo que hiciera me sirviera de verdad, que fuera útil.
En qué ocupar el tiempo era cosa mía. Lo primero era distraerme,
para descansar y liberar tensiones. Pero progresivamente pude dedicarme
a leer, a atender con agilidad a las visitas y, pronto, a trabajar otra
vez con la cabeza. Con suavidad, al principio, pero con decisión,
a instancias de la doctora.
Todos
los días, en esos primeros momentos, reservé un tiempo
para estudiar historia. Siempre había sido consciente de su importancia
para cualquier otra actividad intelectual. Ahora podría dedicarle
tiempo. No me supondría un excesivo esfuerzo y sí un evidente
enriquecimiento, muy útil para mi labor como sacerdote, como
profesor y, en general, para mi continuo trato con la gente.
No
era difícil organizarse, contando con la dificultad, fácilmente
subsanable, de que alguien debía pasarme las páginas del
libro según iba leyendo. Porque intenté, con relativo
éxito, varios sistemas para pasar yo mismo las páginas
sin emplear las manos, pero en definitiva no era tanto problema pedirle
a quien me acompañaba siempre estaba con alguien
que me pasara la página. Esto era más infalible y también
más sencillo que los demás sistemas que probé.
He de reconocer aquí mi falta de constancia y mi comodidad. Después,
al utilizar el ordenador superé casi todos los problemas para
leer y también para escribir.
Aquel
trabajo, aparte del valor que tenía en sí mismo, me servía
como tratamiento rehabilitador de mi actividad intelectual, bastante
deteriorada en las semanas anteriores por el traumatismo y la falta
de ejercicio mental. Llevaba ya dos meses apartado de las tareas propias
de mi trabajo, pensando lo mínimo, lo imprescindible para mantener
una conversación superficial. El ritmo natural de la Clínica
me llevaría, si no lo evitaba, a dejar de lado mi mundo de antes,
el que me estaba esperando ya fuera de aquellas cuatro paredes.
Por
fortuna, mi médico era un médico de personas, de seres
con espíritu. Y así como vigilaba los resultados de los
análisis que llegaban del laboratorio, seguía también
de cerca el ritmo de mi cabeza y la eficacia de mis horas de trabajo.
Expresamente me advirtió que volver a una actividad como la de
antes no me iba a resultar sencillo. No sabría decir si fue fácil
o no, ni si ya trabajo como en otros tiempos, pero lo que es evidente
es que su fortaleza y su intransigencia en los momentos de rebeldía
que tuve, han contribuido de forma decisiva a mi saludable estado actual.
Cada
jornada me sucedía lo mismo que en otros tiempos: que por la
noche me encontraba con varios asuntos pendientes que debían
esperar para otro día. Aunque procuraba organizarme bien, los
imprevistos, las visitas ineludibles ocupaban a veces el tiempo de estudio
de la historia, o el momento de contestar unas cartas... La historia,
como la estudiaba solo, por mi cuenta, llevaba siempre las de perder.
Veía
con gran claridad que en el futuro debería cuidar al máximo
mi formación intelectual que es, en cierta medida, el fundamento
de mi labor de sacerdote. Además de mi vida de oración,
necesito estudiar mucho más que antes, para que nadie
incurra en el defecto de acercarse a mí porque despierto compasión
o por mi original aspecto. Sé que ese interés sólo
se mantendría mientras durara la novedad. Aparte de que siento
una poderosa impresión de normalidad a pesar de las ruedas. Unicamente
pretendo convencer con la fuerza de la gracia de Dios, con mi vida y
con argumentos intelectuales que, de ordinario, se adquieren sólo
con estudio constante y con trabajo.
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