sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
Seducidos por la muerte
Herbert Hendin

        Una pregunta fundamental

        El mes y medio que pasé en la tercera planta fue muy bueno, porque además de mejorar en mi estado estrictamente físico, en esas semanas quedaron sentadas las bases de lo que podía y debía ser mi recuperación. Yo no tenía ninguna experiencia de situaciones como la que estaba viviendo y, por tanto, me encontraba como en un mundo nuevo donde no sabía manejarme. Por fortuna, la doctora de Castro sí sabía lo que había que hacer y yo confiaba en ella. El porqué de esta confianza tiene más que ver con su evidente honradez que con sus otras muchas cualidades. Me daba seguridad su franqueza, intransigente y sencilla a la vez.

        Al poco de dejar la UCI me sorprendió con una pregunta, no formulada explícitamente, en una de aquellas frecuentes conversaciones que mantenía con ella y que eran parte fundamentalísima del tratamiento. La doctora quería asegurarse de que yo estaba interesado de verdad en seguir adelante, y que a la vez era consciente de la gran dificultad que me iba a suponer el intento de recuperar al máximo mi actividad como persona y como sacerdote.

        Mi reacción fue de sorpresa. Aunque no me había preguntado nunca a mí mismo si estaba dispuesto a lo que fuera por continuar en la misma trayectoria que mantenía antes del accidente, no tenía ninguna duda al respecto. No se me había ocurrido pensar en la posibilidad de cambiar de actitud, en cuanto al sentido de mi vida, por no poder moverme. Me parecía que teniendo la cabeza bien y deseándolo, podía seguir siendo en lo fundamental el mismo de antes, si ponía de mi parte lo que pudiera en cada momento. Estaba totalmente convencido de que las cosas no habían cambiado tanto como para no seguir intentando ser –como debía– el mejor hombre posible.

        También antes, para ser buena persona –en mi caso, un buen sacerdote– debía poner de mi parte lo que buenamente pudiera en cada momento: intentarlo de verdad, y no en el sentido flojo de esta expresión. En bastantes ratos de silencio durante el día y, sobre todo, de noche, había tenido tiempo suficiente para pensar en mi vida: en la que ya había vivido y en la que podría vivir a partir de las nuevas circunstancias, de las que iba haciéndome cargo cada vez más en esos días.

        Reconocía que, antes, me esforzaba con frecuencia en mis quehaceres, pero sólo hasta cierto punto. No me daba igual, desde luego: me acusaba la conciencia y me arrepentía –concretamente en la confesión– de no haber puesto todo de mi parte en esto o en lo otro. Pero, incluso si mis propósitos de mejora no eran eficaces y reincidía en lo mismo, mi vida continuaba sin llamativos sobresaltos. No notaba demasiado la falta de empeño, porque con un poco de habilidad lograba salir del paso de mis propias chapuzas y vivir alegremente a pesar de reconocerme chapucero.

        Ahora, perdida la agilidad, todo sería más complejo en la práctica. Una vida soportable sin más, además de molesta, me iba a resultar mucho más costosa. No contemplaba la mayoría de las dificultades que me esperaban, ni tampoco en detalle los esfuerzos que debería poner en el futuro. Pero, aunque no supiera en qué iba a consistir la dificultad de seguir adelante, tampoco me sentía hundido porque me esperase una existencia penosa, pues contaba con Dios para lo que, según su providencia, me fuera deparando la vida.

        Se trataba, en todo caso, de una aclaración imprescindible para saber a qué atenerse: saber qué pretendía conseguir, con qué medios contaba y hasta qué punto estaba empeñado en lograrlo. Yo sólo conocía entonces mi propia experiencia y cómo me imaginaba el futuro desde ella. No había caído todavía en la cuenta de que otros, en mi situación, no se tomaban las cosas tan pacíficamente, y que por eso, por ejemplo, en algunos hospitales especializados en pacientes como yo han tenido que colocar rejas en las ventanas para impedir suicidios. Con el tiempo me han ido llegando noticias concretas de personas que no están dispuestas a hacer lo que pueden por vivir del modo más digno posible, al comprender que tendrán que sufrir el resto de sus días en un estado que consideran deplorable.

        La pregunta de mi doctora incluía además un matiz, fundamental para saber si la decisión de recuperarme todo lo posible era real. Más bien era una condición para seguir adelante o, si se quiere, una aclaración acerca de en qué consiste estar dispuesto de verdad a esforzarse por superar las dificultades. No podía conformarme con organizarme la vida "estupendamente" entre las paredes de mi habitación. No podía limitarme a poner mi interés en sobrevivir lo mejor que pudiera. Esto sería "hospitalismo". A pesar de mi lesión, ni estaba condenado al encerramiento ni tenía derecho a dejarme cuidar y nada más.

        Una parte importante del tratamiento consistió, por esto, en evitar a toda costa el llamado "hospitalismo": la tendencia de los pacientes como yo a instalarse en su habitación y organizarse para poder soportar lo mejor posible las molestias y deficiencias que padecen, centrando en eso buena parte de la atención y de la actividad. Yo no podía, no debía, buscar el mero sentirme cómodo o lo menos contrariado posible entre mis cuatro paredes, como si no pudiera hacer otra cosa, como si ya nadie esperara nada de mí. Si hubiera caído en ese planteamiento, habría condenado mi vida al lamento permanente como telón de fondo. Consentir en esa visión tan negativa de mi situación, supondría –aparte de pactar con una falsedad– autocondenarme al victimismo. Ir por el mundo con complejo de víctima, como dando pena, se me hacía poco gallardo y un tanto falso, porque veía con claridad que teniendo la cabeza sana no había razón para no utilizarla con provecho.

        El horizonte de mi vida siguió estando donde siempre porque, en lo fundamental, yo no había cambiado. Aparte de mi consabida lesión con sus consecuencias, la realidad grande y definitiva de mi vida era la misma y continuaba siendo accesible. Más difícil en lo material, pero posible. Por costoso que me resultara, debía esforzarme por mantener el ánimo suficiente para desarrollar una actividad en la calle, en un despacho, en las aulas o en una iglesia, como antes de la lesión. No quería enclaustrarme –no es lo mío–, debía fomentar las relaciones personales para seguir con mi tarea de sacerdote, aprovechando las circunstancias en las que ahora me encontraba.

        Sería fundamental a partir de entonces que me sintiera querido y útil. No hacía falta aclarar por qué: era elemental, pero la doctora quiso decírmelo expresamente, pues iba a ser necesario no olvidarlo en adelante. En lo sucesivo notaría más el afecto o las faltas de afecto y, con más facilidad, podría asaltarme la tentación de pensar que no podía hacer casi nada o incluso que era un estorbo.

La vuelta al trabajo

        Enseguida entendí que era importante tener ocupado el tiempo, no sólo por virtud sino también para lograr una mejor y más pronta recuperación. No se trataba de llenarlo con cualquier actividad. Era importante que lo que hiciera me sirviera de verdad, que fuera útil. En qué ocupar el tiempo era cosa mía. Lo primero era distraerme, para descansar y liberar tensiones. Pero progresivamente pude dedicarme a leer, a atender con agilidad a las visitas y, pronto, a trabajar otra vez con la cabeza. Con suavidad, al principio, pero con decisión, a instancias de la doctora.

        Todos los días, en esos primeros momentos, reservé un tiempo para estudiar historia. Siempre había sido consciente de su importancia para cualquier otra actividad intelectual. Ahora podría dedicarle tiempo. No me supondría un excesivo esfuerzo y sí un evidente enriquecimiento, muy útil para mi labor como sacerdote, como profesor y, en general, para mi continuo trato con la gente.

        No era difícil organizarse, contando con la dificultad, fácilmente subsanable, de que alguien debía pasarme las páginas del libro según iba leyendo. Porque intenté, con relativo éxito, varios sistemas para pasar yo mismo las páginas sin emplear las manos, pero en definitiva no era tanto problema pedirle a quien me acompañaba –siempre estaba con alguien– que me pasara la página. Esto era más infalible y también más sencillo que los demás sistemas que probé. He de reconocer aquí mi falta de constancia y mi comodidad. Después, al utilizar el ordenador superé casi todos los problemas para leer y también para escribir.

        Aquel trabajo, aparte del valor que tenía en sí mismo, me servía como tratamiento rehabilitador de mi actividad intelectual, bastante deteriorada en las semanas anteriores por el traumatismo y la falta de ejercicio mental. Llevaba ya dos meses apartado de las tareas propias de mi trabajo, pensando lo mínimo, lo imprescindible para mantener una conversación superficial. El ritmo natural de la Clínica me llevaría, si no lo evitaba, a dejar de lado mi mundo de antes, el que me estaba esperando ya fuera de aquellas cuatro paredes.

        Por fortuna, mi médico era un médico de personas, de seres con espíritu. Y así como vigilaba los resultados de los análisis que llegaban del laboratorio, seguía también de cerca el ritmo de mi cabeza y la eficacia de mis horas de trabajo. Expresamente me advirtió que volver a una actividad como la de antes no me iba a resultar sencillo. No sabría decir si fue fácil o no, ni si ya trabajo como en otros tiempos, pero lo que es evidente es que su fortaleza y su intransigencia en los momentos de rebeldía que tuve, han contribuido de forma decisiva a mi saludable estado actual.

        Cada jornada me sucedía lo mismo que en otros tiempos: que por la noche me encontraba con varios asuntos pendientes que debían esperar para otro día. Aunque procuraba organizarme bien, los imprevistos, las visitas ineludibles ocupaban a veces el tiempo de estudio de la historia, o el momento de contestar unas cartas... La historia, como la estudiaba solo, por mi cuenta, llevaba siempre las de perder.

        Veía con gran claridad que en el futuro debería cuidar al máximo mi formación intelectual que es, en cierta medida, el fundamento de mi labor de sacerdote. Además de mi vida de oración, necesito estudiar mucho –más que antes–, para que nadie incurra en el defecto de acercarse a mí porque despierto compasión o por mi original aspecto. Sé que ese interés sólo se mantendría mientras durara la novedad. Aparte de que siento una poderosa impresión de normalidad a pesar de las ruedas. Unicamente pretendo convencer con la fuerza de la gracia de Dios, con mi vida y con argumentos intelectuales que, de ordinario, se adquieren sólo con estudio constante y con trabajo.

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