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Mi cuarenta cumpleaños

        Para cuando cerró la traqueotomía era el mes de julio y estaba en San Sebastián como el verano anterior: repetí el mismo plan a la vista de la buena experiencia. Pocos días antes me habían cerrado totalmente la traqueotomía, pero aún llevaba las grapas. Me las quitaron, de hecho, según el plan previsto a pesar de mis dudas, pues de vez en cuando escuchaba un pequeño silbido por algo de aire que se escapaba.

        Esta vez tenía más clases que dar en agosto tras el descanso de julio. Pero de agosto lo que recuerdo sobre todo es mi cumpleaños. Aquel verano de 1993 cumplí los cuarenta.

        Al tratarse de un aniversario más señalado, cuando se avecinaba la fecha hubo una especie de confabulación general para celebrarlo por todo lo alto. Tuve la impresión de que les parecía necesario excederse. Y, como me conocían bien, organizaron una fiesta sorprediéndome con tantos detalles que no podía haber imaginado: la visita a un acuario; una comida típicamente manchega con quesos y vinos traídos de allí para la ocasión, pero también con las setas navarras que más me gustan... Llegaron cartas inesperadas de viejos conocidos y llamadas telefónicas. Durante la tertulia de mediodía aparecieron fotos de mi infancia que hacía muchos años que no había visto. Luego tuvo lugar un festival interminable en mi honor, en el que sonaron por casualidad –nadie podía saberlo– varias canciones que me gustaban mucho hace años, junto con otras que es sabido que me gustan o que yo mismo pedía. Y después vimos una película.

        Fue una ocasión más de dar gracias a Dios por haberme querido en esta gran familia. Sentía de nuevo que la verdadera felicidad es, como Dios, un misterio; que sólo se logra teniéndolo a Él, aunque falten tantas cosas. Le pido al Señor ser siempre verdaderamente feliz y que muchos lo sean por El.

El tío Ramón

        Ramón –hermano pequeño de mi padre– y yo, desde siempre nos habíamos caído bien. Aún lo recuerdo soltero, siempre bromista, cuando tenía yo muy pocos años y cómo fue creciendo luego su familia hasta hacerse numerosa. Ya he contado cómo al comenzar yo medicina en Madrid estuvo enfermo e ingresado en el Hospital Clínico. Era miembro supernumerario del Opus Dei. Siempre hubo una especial conexión y sintonía entre tío y sobrino a partir de aquellas conversaciones del Clínico, en las que me explicó algunas cosas de la Obra.

        De modo inesperado me avisaron que vendría a la Clínica. Llevaba tiempo dejando pasar molestias, que eran cada vez más alarmantes, y quería encararse decididamente con su salud. Ingresó y nos vimos enseguida antes de que comenzara la típica rutina de pruebas médicas. Comimos en la cafetería de la Clínica, donde Maricheli –la encargada– nos reservó el pequeño comedor de invitados que ya conocía yo de otras veces. El tío Ramón se empeñó, manifestando un rasgo de su carácter muy Moya, en darme de comer a pesar de que estaba también el que me acompañaba aquella mañana. Nos entretuvimos recordando anécdotas de la familia y de la tierra que, contadas por él, tenían una chispa socarrona típicamente suya, pues era famoso por su sentido del humor: una capacidad especial para sacarle punta a situaciones corrientes en apariencia y para meterse con unos y con otros inocentemente pero con gracia. Debo reconocer que me caía bastante bien y su compañía me descansaba.

        En los siguientes días los acontecimientos se sucedieron con rapidez hasta que se dramatizó uno de sus problemas ya diagnosticado. Fue necesario intervenirle enseguida y después pasó a Intensivos. Nunca había ido a la UCI de visitante. Estuve allí bastantes veces durante los días en que estuvo ingresado mi tío después de la operación. Fue una experiencia muy distinta. Ahora sentía la angustia del que se preocupa por los de dentro, diferente –aunque angustia– de la que tienen los pacientes visitados, y pude evocar mi último ingreso allí y mis deseos de salir cuanto antes.

        Ramón no pudo superar el postoperatorio por otra de las complicaciones que arrastraba. Murió durante el sueño. En el velatorio dirigí un responso y traté de recordar en silencio lo que habían supuesto para mí aquellas dos conversaciones de hacía veintidós años. Él tampoco se imaginaba entonces la repercusión que, para mí y para tantos a través de mí, iban a tener aquellas sencillas y sinceras palabras sobre lo que venía siendo ya en aquellos años su vida.

        Después tuvimos el funeral en el oratorio de la Clínica. Fue el primero, muy sencillo, con la única asistencia de la familia más próxima. El sacerdote que presidió la celebración me preguntó, antes de la lectura del evangelio, si quería decir la homilía. Preferí callar. Mis palabras hubieran conmovido más todavía los ánimos, que bastante conmocionados estaban ya. Más tarde sería el traslado a Ciudad Real donde tendrían lugar las exequias multitudinarias al día siguiente, antes del entierro, puesto que todo el mundo lo conocía.

Se consolida la normalidad

        Los Latorre-Izquierdo son los padres de Jorge, que residió en Torre I y fue el primero que me ayudó a coordinar las charlas con los residentes cuando salí de la Clínica. Los conocí en su casa de Huércanos (La Rioja) con ocasión de una comida que Jorge organizó para una docena de amigos. En el fondo se trataba de agasajarme, de ponerme fácil que me moviera, que saliera de la forzada rutina diaria con algo distinto y de mi gusto: una gente sencilla y acogedora, sin protocolos, un ambiente rural y el sabor típico de la comida y el vino de esa tierra.

        Amelia y Félix están en todo, sobre todo Amelia, pero casi no aparecen. Nos dejan hacer en la amplia sala de su casa, ponen a nuestra disposición cuanto podemos necesitar. El menú es bien simple. Las chuletas de cordero a discreción son lo consistente. Entran recién hechas desde las parrillas que Jorge maneja fuera con mucha habilidad. Lo necesario para la ensalada se coge allí mismo, de la pequeña huerta familiar. Los que me ven comer cada día y yo mismo nos asombramos de lo a gusto que me alimento en situaciones así. Bastante menos, desde luego, que los demás, pero se ve que el ambiente me anima y que el excelente vino joven –del año– que nos acompaña hace también su labor.

        Los padres llegan después y comparten con nosotros el café y la tertulia. También aparecen entonces otros parientes que aportan algún detalle para acompañar el café. Ante todo, llega la abuela, toda juventud y buen humor, y con esa sabiduría que es sentido común sentencioso. Hay recuerdos, anécdotas, canciones... Estaríamos hasta las tantas, si no me esperara algo que hacer en Pamplona. Todos lo comprenden y a regañadientes comenzamos a movernos, prometiendo que la próxima vez iremos con más calma.

        A los seis meses de salir de la Clínica daba la impresión de que, por el momento, estaba garantizada una cierta estabilidad en mi salud. La novena de la Inmaculada del año 1993 la pasé estupendamente. Ni color con la del año anterior.

        Fue un paso importante hacia la normalidad y hacia la simplificación de los cuidados diarios, el cierre de la escara que venía manteniendo desde hacía año y medio. Para resolver de una vez el problema al final nos decidimos a una pequeña intervención quirúrgica. A continuación pasé quince días en la cama –me levantaban sólo para la Misa–, con el fin de no apoyar y facilitar al máximo una buena cicatrización. Este reposo prescrito por el médico lo hicimos coincidir con las vacaciones de Navidad. Así no perdía días de trabajo en Derecho y la Torre.

        Cuando recomenzó el curso y estaban de vuelta los alumnos, ya me encontraba perfectamente, y con la ventaja de haber suprimido la obligación diaria de curar la escara. El único tratamiento propiamente médico que tenía a diario era el producto que sigo tomando para facilitar el tránsito intestinal.

        Pienso que uno de los pasos más importantes hacia la recuperación de mis actividades de antes fue volver a dar clases en la Escuela de Arquitectura. Aunque no se plantearon aquellas cuatro clases como una prueba de mi capacidad para volver a la docencia, me las tomé como si, en el fondo, fueran un test.

        Aún no estaba construido el ascensor y ocupé una de las aulas de la planta baja, que acondicionaron con una rampa perfecta para subir al estrado. El primer día, con tiempo de sobra, en parte por la emoción, rondaba ya por el hall de la Escuela, saludando a unos y a otros. Sería largo describir la satisfacción que noté en sus caras y en sus comentarios, así como la sorpresa de alguno al saber que estaba allí para dar una clase. Empecé puntual, una vez instalado al lado de la mesa y un atril portátil delante con el esquema que iba a utilizar.

        Frente a mí tenía algunas caras conocidas que había dejado de ver a raíz del accidente. Verlas de nuevo me ayudó a confirmar una impresión que sentí desde el primer instante de contacto con el aula: era como si no lo hubiera dejado, como si aquella primera clase fuera algo parecido a la vuelta al trabajo después de Navidades. Me sentí muy bien con esa impresión que indicaba que, a pesar de los pesares, aquello era lo mío. Me quedé con muchas ganas de volver y que no terminaran esas clases con la explicación de un solo tema. Sin embargo, fue necesario esperar y atenerse al encargo encomendado, contento de saber que podía volver y que sólo era cuestión de tiempo.

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